Bloguera cubana
He hecho un esfuerzo bastante grande por no escribir sobre Fidel Castro. Primero porque no soy capaz ya de decir nada serio sobre su persona (a veces me gustaría tomármelo menos a la ligera), segundo porque la lectura de sus reflexiones me hacen el mismo efecto que algunos fanzines de ciencia ficción (me gusta el género), y tercero, porque el Comandante en Jefe es hoy, a su pesar, un fantasma del pasado de la política cubana.
¡Pero no deja de hablar! Publica libros, predice el futuro de la especie humana, habla de sí mismo, mezcla a José Martí con Lenin, cambia el pasado, anula el mañana y patalea en el presente porque se le acaba el tiempo. Sigue apareciendo una y otra vez en escenas más parecidas a un teatro del absurdo que a la política desesperada de un sistema en ruinas. Ya sea en el acuario o en una sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional, las costuras del montaje son burdas pero la pieza se juega al precio del capricho.
Rodeado siempre de guardaespaldas (les llamamos avatares por la apariencia física) el anciano no se cae pero resbala por los recovecos de su mente destruida por el poder. Después de tantos años disfrutando de una vida de mesías, es imposible para Fidel Castro hoy asumir que su muerte no cambiará el curso de la historia, que el año cero no se repetirá, que Cuba seguirá su camino y que su hermano hará o no hará algunos cambios cuando él ya no esté (antes de ser él mismo absorbido por el Cambio cuando se quede solo).
Ha redactado su apocalíptico guión como antesala de la partida. No nos llevará con él porque no puede, pero hasta el último instante de su estancia en la tierra repartirá roles, cortará cabezas, vilipendiará a sus enemigos y anunciará -a través de cualquier alucinante teoría- el fin del mundo. Morirá, pero no sin antes intentar hacernos creer que toda la humanidad se irá al hueco con él.
Aislado de todo, la realidad se ha vuelto el espejo de un futuro donde su imagen no está incluida. Ya no le importa la historia y la guerra fría es un cadáver putrefacto que nunca más será reanimado. Su única opción es construirse un escenario donde él no sea la premonición de su propia enfermedad sino la enfermedad del resto de nosotros: la guerra nuclear como paliativo de la mortalidad de un simple ser humano. Al que se la crea bien, y al que no, el miedo o el oportunismo le hará el trabajo sucio. Cada uno de los actores de sus puestas en escena cumple cabalmente su libreto, desde pedirle a toda la plástica cubana que reproduzca a los cinco hasta solicitarle entre lágrimas un beso al Comandante.
Mientras en el gobierno se rompen la cabeza para evitar que la economía no colapse a corto plazo, los poderes se reacomodan y la corrupción se reajusta a la nueva cara del totalitarismo insular, en la Universidad de La Habana Fidel Castro busca su propia eternidad en la tierra que se lo va a tragar «… le ha correspondido a Cuba la dura tarea de advertir a la humanidad del peligro real que está confrontando, y en esta actividad no debemos desmayarnos». Sin embargo la tramoya de su acto se deshace en los rostros de esta audiencia veinteañera aburrida, que no se siente en deuda, que añora salir del país por cualquier puerta y cuyo recuerdo de una confrontación nuclear se reduce a una película llamada “Lisanka”. El compañero Fidel se enfrenta a un público al que le importa un pepino su mortalidad incomprendida y su augurio de hecatombe atómica, porque lo único insondable del estudiantado de la Universidad de La Habana son sus veinte años.