Ante la pasión de los extremos
Demasiadas incidencias (des) hicieron a la II República española. Las utopías de
signo contrario, la colmaron de pasión y pólvora. Hubo una esperanza con los
comicios de febrero de 1936, pero no cupieron las posturas intermedias,
moderadas o centristas que le permitiera al país superar su evidente atraso y
soportar el fiero contexto internacional de entonces.
Bajo la conducción de Manuel Azaña, el nuevo Gobierno toma iniciativas que agudizan el rencor de las derechas y de las izquierdas. Reaparecen en el
horizonte la violencia callejera, las huelgas, los asesinatos por motivos
partidistas, la quema de conventos. Unos miran al escritor como el Karenski que
no detendrá el paso arrollador de Francisco Largo Caballero, el «Lenin español»,
mientras Niceto Alcalá Zamora, es destituido como Jefe del Estado gracias a las
dos disoluciones de las cortes.
Parecen tardías las diligencias centristas, vista la terquedad suicida de José
María Gil Robles y la fallida intentona militar de diciembre próximo pasado.
Asciende Azaña como cabeza de la República, pero debe hurgar con cuidado la
nómina para confiar la conducción del Gobierno. Indalecio Prieto surge como la
figura idónea ante el insoportable hervor de los extremos. No es posible y
Santiago Casares Quiroga ocupa el premierato.
Prieto dirá, en un discurso pronunciado el 25 de mayo del referido año, que las
aspiraciones de justicia social del proletariado están marcadas por la realidad y
las mudanzas de cada instante, pues se agigantaba el peligro de una alianza del
fascismo con la pequeña burguesía, en medio del desasosiego, la zozobra y la
intranquilidad. Por lo demás, hoy los expertos observan la ausencia de un soporte
teórico que permitiera trazar los objetivos revolucionarios o contrarrevolucionarios,
arbitrando los medios necesarios. Siendo así, la violencia instintiva tomará la calle
ciega de la improvisación, sorprendiendo a los mismos insurgentes.
Era extenso y calificado el catálogo de los conspiradores contra la República,
obligado el analista a un esfuerzo extraordinario para prever el nombre que
definitivamente los capitalizaría. Cuenca había sido el escenario de un discurso
disuasivo, el primero de mayo, en el que Prieto, al esgrimir su intuición, convierte
la sospecha en vaticinio: Francisco Franco será el caudillo.
En los espacios políticos domésticos se evidenciaban conflictos de alto octanaje
que requerían de condiciones, probablemente existentes, para la moderación.
Con frecuencia se habla de las marcadas distinciones en el seno de las
izquierdas, hasta llegar al homicidio de Andreu Nin, del Poum, a manos de las
chekas. Y muy poco, por la fuerza y comodidad de los estigmas, en relación con
las figuras de genuinas convicciones socialcatólicas como Giménez Fernández y
Luis Lucía. Incluso, éste, a manera de ilustración, había fundado la Derecha
Regional Valenciana, asimilada al Ceda, pero se opuso al alzamiento del 18 de
julio de 1936, siendo curioso que sus militantes fuesen perseguidos y asesinados
por los republicanos y los nacionales, simultáneamente. Al ahogo de las
circunstancias políticas podemos sumar el de un lenguaje que ejerció todo su
peso maniqueo, sin retratar fielmente y con prontitud la diversa aprisionada en los estereotipos en boga.
Prieto murió en México (1962), en un exilio que jamás supuso tan largo. Fue una
opción perdida en mayo de 1936, cuando pudo encabezar el Gobierno, lidiando
pragmáticamente con los problemas junto a Manuel Azaña.
Hay quienes razonablemente afirman que el centro constituye la senda más
prometedora hacia el poder, permitiendo articular los más diversos intereses en
conflicto con beneficios inmediatos, quizás efímeros, aunque -a la larga- sea una
afrenta a la más elemental o genuina noción de compromiso, propicio para toda suerte de oportunismo. Pero, en determinadas circunstancias, goza de una enorme validez si es alimentado por la moderación como el acto de mayor
audacia, rigor estratégico y compromiso efectivo, en el marco de una lucha
encarnizada por el poder, donde las pasiones extremas no sólo asfixian cualquier
fórmula posible de convivencia pacífica y libre, sino constituyen un fácil atajo para
la supervivencia de los peores.