Opinión Internacional

Allende: La voz de su pueblo

(%=Image(1654615,»R»)%)»La noche también duerme / como un caballo ciego», nos dijo Pablo Neruda. A las ocho de la mañana del martes once de septiembre de 1973 seguía el silencio. Radio Magallanes daba noticias sin transcendencia. De pronto -¿serían las ocho y diez?- el locutor cambió de tono. La voz más aguda, nerviosa: «Conectamos con La Moneda se va a dirigir a ustedes el Presidente de la República». El tono de la voz de Allende era grave, pero absolutamente sereno en su primer anuncio de todo lo siniestro que vendría después: «De Valparaíso me comunican graves noticias… La ciudad ha sido tomada militarmente por la Marina, está aislada de Santiago… Interrumpidas las comunicaciones… Permanezcan alertas y tranquilos en sus lugares de trabajo. En Santiago, hasta el momento, no se observan movimientos de tropas. Confío en la lealtad del Ejército al Gobierno legítimo, a la Constitución…» Con un escalofrío se escuchó aquel inciso del Presidente («hasta el momento») como si ya indicara que todo lo peor, podía ser cuestión de minutos.

Salvador Allende nació en Valparaíso el 26 de junio de 1908. Estudió en el Liceo Eduardo de la Barra de su ciudad natal. En 1926 ingresa en la Universidad de Santiago donde estudia Medicina. Participa activamente contra la dictadura de Carlos Ibañez, lo que le cuesta la expulsión de la Universidad. En 1932 es encarcelado y el joven médico jura sobre la tumba de su padre dedicar su vida a la lucha por la libertad de Chile. Participa en la fundación del Partido Socialista de Chile. En 1936 participa en la creación del Frente. Popular. Tres años más tarde asume la cartera de Salubridad del Gobierno del Frente Popular. Publica su libro La realidad médico social de Chile. En 1942 es nombrado secretario general del Partido Socialista y tres años después es elegido senador. Es candidato a la Presidencia de la República en los años 1954, 1957 y 1962. En 1966 es elegido presidente del Senado. El 24 de octubre de 1970 es proclamado Presidente de la República. Al año siguiente promulga la ley de nacionalización del cobre aprobada por unanimidad del Congreso.

El once de septiembre, después de aquel «hasta el momento» de Salvador Allende, la tragedia alcanzó un crescendo increíble. Se escuchó el vuelo de aviones, el zumbido grave de los helicópteros. En las otras emisoras se escuchaba la voz de los militares: órdenes secas -a veces frenéticas- y los primeros bandos. «Quienes hagan resistencia a las Fuerzas Armadas serán ejecutados instantáneamente», «…se les aplicará la última pena…» Radio Magallanes seguía transmitiendo conectada con La Moneda. Se oían tiros cada vez más broncos en el centro de la ciudad. Hubo un ultimatun a la diez y media. Inútil Allende y el grupo que le acompañaba (en conjunto serían apenas treinta personas) se negaban a ceder, a entregar el poder legítimo que les dio el pueblo. Contra ellos: tanques, aviones, ametralladoras pesadas, helicópteros, cohetes aire-tierra. Y ellos, encerrados en la trampa mortal del Palacio diciendo que no, ofreciendo su vida, no su redención. Los militares calificaron esta actitud del Presidente como «terquedad», un insólito sinónimo para el heroísmo. Hubo un segundo ultimatun a las doce. Amenazaban con destruir La Moneda, bombardearla, arrasarla. La voz que leía el tremendo y breve texto concluyó así exactamente: «se le dan cinco minutos para rendirse. Ya han pasado treinta segundos».

Poco después de las once se escuchó nuevamente la voz de Allende. Algo más ronco, en un tono más triste. Pero siempre sereno, sin arrebatos dramáticos, ofreciendo su propia muerte a su pueblo pero sin arengarle para no lanzarle a una tremenda y desigual carnicería. «Tal vez es la última vez que oiréis mi voz…». Dijo unas frases sobre su fe en «el hombre libre que construirá una sociedad mejor». Y habló cada vez más ronco al decir «tengo fe en Chile y su destino». Se oían disparos cada vez más nutridos cerca de sus palabras.

En ese momento Radio Magallanes enmudeció. Bajo el cielo triste de Santiago se escucharon las explosiones de los cohetes aire-tierra, el estruendo sordo de los cañones de los tanques, tiros. Un humo espeso se elevaba sobre La Moneda que estaba ardiendo.

Aquella ronca voz entre el humo y los tiros, dura ante la traición, emocionada y cariñosa cuando se dirigía a su pueblo. Hablaba mientras encaraba la muerte y sabiendo el dolor que iba a inundar a su patria. Aquel hombre que se despedía en plena vida afrontando la violencia de la muerte, nos ha dejado su viva voz. Nadie podrá borrar la voz ya escuchada, la voz de Salvador Allende que es la voz de su pueblo. Y como dijo el poeta: «Para matar al hombre que era un pueblo / tuvieron que quedarse sin el pueblo».

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Salvador Allende en La BitBlioteca
Cortesía de: (%=Link(«http://www.arrakis.es/~aarias»,Image(5959470,»N»))%)

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