Opinión Internacional

A sangre y fuego en Latinoamérica

Hace unos días se celebró en Santiago de Chile la primera reunión ordinaria de una extraña organización latinoamericana, rara incluso para una región acostumbrada a que la realidad supere con creces la ficción. Se trata de la CELAC (Comunidad de Estados latinoamericanos y caribeños), un adefesio institucional ideado por Hugo Chávez y los países del ALBA (Alianza bolivariana para los pueblos de nuestra América) e instrumentada, incomprensiblemente, por México y por Brasil.

Su propósito es evidente: crear una estructura regional que incluya a Cuba y excluya a Estados Unidos y a Canadá. En lugar de reincorporar a Cuba a la Organización de Estados Americanos (OEA), resulta más fácil desincorporar a los dos países citados del hemisferio occidental.

No sorprendería a nadie que en poco tiempo, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, por lo menos, se retiren de la OEA y se refugien en el cascarón de esta flamante institución, aunque por ahora carezca de documentos fundacionales, de presupuesto, de sede, e incluso de burocracia: como sería de esperarse de la mayor parte de los proyectos folclóricos y nonatos de la zona.

Para que no reinara ninguna ambigüedad sobre el propósito del nuevo engendro regional, la segunda presidencia pro témpore del organismo cayó en manos de Cuba, cuyo presidente, Raúl Castro, rápidamente aprovechó el cónclave chileno para pronunciar varias palabras, algunas leídas, otras improvisadas, como él mismo lo señaló. Si de por sí resultó paradójico que una organización compuesta en su totalidad por países democráticos y mandatarios electos fuera presidida por alguien designado por su hermano, que a su vez mantuvo el poder durante casi medio siglo sin jamás haberse sometido al sufragio universal, lo que dijo Raúl Castro dejó atónitos a no pocos de los presentes.

Según la versión estenográfica oficial de su intervención, el viejo militar —antes taciturno, ahora cada vez más locuaz— afirmó: “Vamos a combatir la droga, que nos está empezando a amenazar, a sangre y fuego… ahí tienen el ejemplo de varios países hermanos del continente, y por lo tanto, esta batalla tiene que ser a sangre y fuego… Nuestras leyes permiten la pena de muerte, está suspendida, pero está de reserva, porque una vez la suspendimos y lo único que hicimos con ello fue estimular las agresiones y los sabotajes contra nuestro país a lo largo de estos 50 años… Por eso, en Cuba, no hay drogas, ni las habrá.”

Es cierto lo que dice: existe la pena de muerte en Cuba, fue utilizada en 2003 contra tres jóvenes que secuestraron una balsa para huir de la isla, y antes de eso, supuestamente para combatir el narcotráfico, contra Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia, fusilados en 1989. Y en cuanto a la “sangre y fuego”, nadie duda de que el régimen castrista ha combatido todo tipo de oposición, y delitos reales o imaginarios (la homosexualidad, el sida, la disidencia) con saña y sin cuartel.

El carácter insólito de las palabras de Raúl Castro reside sin embargo en su total desentono con la tendencia en el resto del continente, en Europa e incluso en Estados Unidos, sobre el tema de la droga. En efecto, los presidentes latinoamericanos habían resuelto, desde la Cumbre Iberoamericana de octubre en Cartagena (el año pasado) encomendarle a la OEA que produjera una serie de estudios sobre el consumo, el tráfico y la producción de estupefacientes ilícitos en la región, así como de mejores prácticas en el mundo. Presidentes en funciones como Juan Manuel Santos, Otto Pérez Molina, Laura Chinchilla, José Mujica e incluso Cristina Fernández de Kirchner se han manifestado a favor de la legalización de la marihuana o de un amplio debate al respecto. Ex jefes de Estado latinoamericanos como Ernesto Zedillo y Vicente Fox de México, Cesar Gaviria y Ernesto Samper de Colombia, Fernando Henrique Cardoso de Brasil y Ricardo Lagos de Chile han hech o lo mismo.

En Europa, Portugal desde principios de siglo, otros países antes y algunos más recientemente, comienzan a buscar alternativas a la política punitiva y prohibicionista impuesta por Estados Unidos desde 1971 (para recordar la fecha en que Richard Nixon le declaró la “guerra a las drogas”). Y justamente en Estados Unidos, a lo largo de los últimos años, ha avanzado rápidamente, aunque con contratiempos, la despenalización de la marihuana, primero para fines médicos, y desde noviembre del año pasado, en los Estados de Washington y Colorado, para uso recreativo. Hasta la draconiana política carcelaria de los años setenta —las llamadas “leyes Rockefeller”— comienza a esfumarse en Estados Unidos, ante su obvio fracaso y costo.

En síntesis, América Latina, que ya exploró y padeció el camino de “sangre y fuego”, sabe ya que solo lleva a la muerte, a la violencia y a la represión, y de ninguna manera conduce a que “no habrá droga”. El otro sendero, el de Malasia, Singapur y algunos otros países por el estilo, es una barbaridad simplemente inconcebible en las democracias latinoamericanas. Salvo en el único país que no puede ser catalogado como tal: Cuba.

Entonces, a la primera aberración —la presencia de una dictadura en este universo democrático— se suma una segunda: la propuesta de una radicalización extrema de “la guerra contra la droga”, al estilo de Uribe y de Calderón, ahora a imagen y semejanza de los Castro. Todos los países latinoamericanos han firmado o ratificado instrumentos como la Convención Americana de Derechos Humanos (o Pacto de San José) o la Carta democrática interamericana adoptada en Lima el 11 de septiembre de 2001. Cuba no acepta ninguno de dichos documentos, ni cumple siquiera mínimamente con sus contenidos. Por tanto, no se entiende la razón de la excepción cubana, ni tampoco se comprende por qué gobiernos democráticos con simpatía por Cuba (Brasil, Uruguay, Argentina) o sin ella (Chile, Colombia, México) avalan una situación de hecho que rechazan en otros casos (el más reciente fue, por supuesto, el de Paraguay, que no fue invitado a la Cumbre de Santiago).

Pero carece aún más de sentido que Cuba presida el organismo y aproveche su turno para hacer proselitismo a favor de una postura cada vez más rechazada por todos los países miembros. Sobre todo cuando es evidente que dicha postura únicamente es sostenible gracias a la naturaleza autoritaria del régimen cubano. ¿”A sangre y fuego”? ¿Alguien más se atreve?

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