2007: turbulencia internacional y definiciones
1. Algunos rasgos del actual panorama internacional.
Es razonable pronosticar que el año 2007 será turbulento en el plano geopolítico; más complicado, no obstante, resulta adelantar que también se definirán situaciones con profundo y duradero impacto hacia el futuro. Antes de discutirlas conviene analizar tres rasgos del actual contexto internacional que inciden decisivamente sobre el curso de los eventos. Me refiero a la ausencia de un principio de orden en el escenario global, a la guerra imposible, y a la reafirmación de las tradiciones político-culturales de los países y sus efectos.
Durante la Guerra Fría existió en el marco internacional un principio de orden, sustentado en torno a la confrontación bipolar entre Estados Unidos y la ex-Unión Soviética. Un principio de orden permite a los actores en un tablero de conflictos responder a la pregunta: ¿quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos? Formulada de otra forma la interrogante es: ¿con quién estamos y contra quién estamos? El derrumbe del comunismo, el fin de la URSS, y la apertura de una era caracterizada por el unipolarismo militar llevó a algunos a hablar de un «momento hegemónico» de Washington. Ahora bien, la hegemonía, concepto que acá entiendo de manera específica como la formulación y establecimiento de un principio de orden, no es tan sólo el producto de la superioridad militar. Para que exista hegemonía tiene que estar presente un principio de orden, apuntalado por una clara voluntad de poder. De lo contrario el poder, que no es sólo un factor cuantitativo-material, sino que conjuga también importantes elementos cualitativos referidos a la voluntad, se diluye y esparce sin rumbo ni propósitos. Un principio de orden permite orientarse y medir los costos de la acción en función de los objetivos; una voluntad de poder hace posible focalizarse y actuar a tiempo antes de que las amenazas se hagan inmanejables.
Con la caída del muro de Berlin y el fin de la URSS llegó también a su término un principio de orden, el que dividía al mundo entre comunismo y capitalismo, y nada similar vino a sustituirlo por varios años, hasta que tuvieron lugar los ataques terroristas del 11-S de 2001. A partir de ese momento Washington intentó rescatar un principio de orden, que hiciese posible para los actores del tablero internacional, grandes y pequeños, ubicarse dentro del mismo mediante una clara respuesta a la pregunta: ¿quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos? Este fue el objetivo detrás de la fórmula: «O están con nosotros, o contra nosotros».
Este nuevo principio de orden no ha tenido el vigor que algunos esperábamos, ni ha sido respaldado con la voluntad suficiente. Como consecuencia de ello se vive una situación de creciente anarquía internacional, caracterizada por la carencia de un compromiso firme por parte de los aliados tradicionales de Washington a acompañarle en su guerra contra el terrorismo, y por la audacia siempre en aumento de los adversarios de costumbre y de algunos más recientes, como Irán y Venezuela entre otros, que aprovechan las inhibiciones norteamericanas para subir sus apuestas en un tablero sin reglas ni árbitros. De modo que la victoria en la Guerra Fría no significó para Estados Unidos sino un breve respiro entre, de un lado, un esquema geopolítico en el que prevaleció una notable asertividad estratégica, y de otro lado la ambigua situación ahora vigente, plena de confusión debido a la ausencia de un principio de orden respaldado por una voluntad inequívoca.
2. La guerra imposible
La razón esencial que explica este fenómeno es lo que denomino la guerra imposible. Con ello me refiero, como también lo ha señalado Daniel Pipes, al pacifismo, la complacencia y la vocación suicida que hacen estragos entre buena parte de las elites políticas, académicas y mediáticas de Occidente, en Estados Unidos y Europa, elites que han deslegitimizado la guerra como instrumento político del Estado, con especial incidencia en Estados Unidos.
En un mundo perfecto, desde luego, las guerras no existirían y quizás todos seríamos felices. Mas en el mundo que en efecto tenemos sigue aplicándose la frase de Churchill: «La guerra es mala, pero la esclavitud es peor»; es decir, hay cosas peores que la guerra. No obstante buena parte de los sectores políticos, académicos y periodísticos de Occidente viven en un universo psicológico poblado de fantasías. Con su pacifismo a ultranza, su autocomplacencia, y su crítica implacable a los valores, tradiciones e intereses de la civilización occidental, en tanto admiten con la mayor tolerancia las pretensiones de los enemigos de nuestro modo de vida, esas elites «progresistas» han concluido que Occidente en general, y Estados Unidos en particular, son fuerzas negativas, y los demás son víctimas que requieren ser acomodadas en sus deseos y aspiraciones. La vocación suicida de esas elites «progresistas», empeñadas en colaborar pasiva o activamente con los enemigos de nuestra civilización, es directamente proporcional a su relativismo moral, que les obstaculiza cualquier diferenciación clara entre el bien y el mal.
Cuando existía la URSS el enemigo era palpable y sus poderosos ejércitos no permitían equivocarse. A pesar de ello, fue larga y penosa la historia del apaciguamiento hacia el comunismo durante la Guerra Fría, así como la actividad quintacolumnista de intelectuales de la talla de Jean Paul Sartre, entre muchos otros. Comparada con los misiles soviéticos, la amenaza del radicalismo islámico luce abstracta y para muchos casi intangible. Es obvio que con el paso de los años, y en buena medida gracias al éxito logrado al impedir nuevos ataques catastróficos, también el público occidental en general, más allá de las elites, empieza a desestimar los peligros que encarna un enemigo, el radicalismo islámico, que no cesa de proclamar su voluntad de guerra total contra la democracia, el capitalismo, y la libertad de conciencia. Ese público observa con creciente escepticismo e incredulidad el escenario global, convencido de que su confortable y opulenta existencia no corre mayores riesgos, y que la guerra contra el terrorismo es un problema menor que puede contenerse con métodos policiales, o aceptando las demandas de las presuntas «víctimas» de Occidente.
La deslegitimación de la guerra ha hecho implosionar la perspectiva histórica. Para ilustrar lo que quiero decir, acudo a un ejemplo. En una sola batalla de la guerra del Pacífico, en la isla japonesa de Okinawa, Estados Unidos sufrió entre marzo y junio de 1945, en tres meses escasamente, 12.000 muertos y 38.000 heridos. En los ataques terroristas de 2001 perecieron alrededor de 3.000 personas, y tal ha sido aproximadamente, hasta el presente, el número de soldados estadounidenses que han muerto en Irak durante cuatro años de guerra. Por supuesto que no intento menospreciar la muerte de ser humano alguno, sino sólo ver las cosas con sentido de las proporciones. Si luego de 3.000 muertes en batalla Washington ya parece cansado de Irak, y dispuesto a retirarse, no debemos sorprendernos que los enemigos de Estados Unidos y Occidente hayan alcanzado la conclusión de que les aguarda un triunfo inevitable, en vista de la debilidad sicológica que se ha apoderado de sus contrincantes.
A los dos rasgos esbozados: la ausencia de un principio de orden y la guerra imposible, se suma un tercero referido a la reafirmación de la tradición político-cultural de los países y sus efectos. Con ello indico el colapso de las esperanzas, concebidas inmediatamente después del fin de la Guerra Fría, sobre el presunto triunfo de las ideas liberales y democráticas, y su extensión hacia regiones por décadas sumidas bajo regímenes autoritarios, como el Medio Oriente, América Latina, Rusia, China y Europa Central. Luego de una breve euforia esos sueños han perdido mucho de su ímpetu inicial, y hoy contemplamos el retorno de formas políticas, movimientos y tendencias ideológicas autoritarias y socialistas en numerosos países, incluida Rusia. Percibimos las tendencias autocráticas de siempre, semi-disfrazadas con ropajes democráticos, perfilarse otra vez en América Latina y el Medio Oriente, poniendo así de manifiesto el peso de la historia. En tal sentido la experiencia de Irak ha sido aleccionadora, y el desencanto estadounidense con lo allí ocurrido tendrá enormes repercusiones para la geopolítica global este año y hacia adelante.
3. Estados Unidos: Gigante de frágil voluntad
El debate en torno a la guerra de Irak se ha hecho tan amargo que con frecuencia se pierden de vista varios puntos cruciales. En primer lugar, cabe recordar que el ataque estadounidense contra el régimen de Saddam Hussein se encuadró dentro de una estrategia vinculada a los eventos del 11-S de 2001, estrategia que alcanzó su formulación posteriormente a esos sucesos, y que se patentizó en la denominada «doctrina Bush» de guerra preventiva. Esa estrategia se dirige, entre otros aspectos, a generar cambios políticos profundos en el contexto árabe-islámico, para a su vez estimular procesos de modernización política y cultural que empiecen a drenar los terrenos donde se nutre el radicalismo. La presunción básica de esta estrategia es que el extremismo islámico se alimenta de condiciones socioculturales que pueden y deben cambiar, y cuya transformación a largo plazo curará gradualmente las heridas de una civilización hasta ahora renuente a aceptar la modernidad, en sus manifestaciones de libertad individual y democracia, y a incorporarse creativamente a la globalización.
La idea según la cual un «shock» externo puede dinamizar hondos cambios políticos en las sociedades no es descabellada, y de hecho Alemania y Japón, que hasta 1945 habían sido sociedades cerradas y rígidamente jerarquizadas, se convirtieron en naciones abiertas y democráticas en un período relativamente corto de tiempo. Mas ello se debió a que su derrota en la Segunda Guerra Mundial fue clara y decisiva, y los sobrevivientes lo entendieron sin equívocos. En Irak, por el contrario, la ofensiva norteamericana, luego de desmontar la estructura de la tiranía sunita encabezada por Saddam Hussein, aceptó una segunda etapa de guerra asimétrica o insurreccional en los términos deseados por el adversario, es decir, una guerra en la cual las tropas norteamericanas actúan maniatadas, como si estuviesen en una reunión del Comité de Derechos Humanos de la ONU y no en medio de un conflicto feroz, ante enemigos implacables que no admiten límites. Si a todo ello sumamos unos medios de comunicación dominados por la cultura pacifista, autocomplaciente y suicida que contamina Occidente, el resultado ha sido que una operación que necesariamente requiere tiempo y decisión, se ha empantanado en medio de los escrúpulos y las vacilaciones de un liderazgo político-militar estadounidense acosado por sus críticos.
En segundo lugar, importa tener presente que para el momento del ataque a Irak varios de los aliados importantes de Estados Unidos en la OTAN, entre ellos la Gran Bretaña, España e Italia, contribuyeron con tropas, y todos actuaron bajo la convicción —para entonces ampliamente compartida entre los servicios de inteligencia occidentales— de que Saddam Hussein había reanudado con intensidad sus programas de desarrollo de armas químicas, biológicas y nucleares, y que probablemente tenía arsenales de las mismas en depósito. Pero ni esto, ni el hecho innegable de que por años Saddam Hussein se había burlado de las sanciones de la ONU, impidió que países como Francia, que a su vez había sacado provecho de la situación realizando fructíferos negocios con el tirano iraquí, se negasen a actuar con decisión junto a su aliado. El coro de condena internacional hacia la audaz y valiente decisión del Presidente Bush, coro conducido por los medios de comunicación de su propio país, ya ha eliminado de las memorias estas realidades, y los Estados Unidos pudiese repetir el guión vivido en Vietnam como si nada hubiese ocurrido en la historia mundial desde entonces.
A partir de su experiencia en el sureste asiático, el electorado norteamericano decidió que no quiere más guerras, y que si no queda otro remedio éstas deben ser cortas y baratas. Movidos por semejante premisa, el pueblo y gruesos sectores de las élites estadounidenses son incapaces de sostener una proyección geopolítica asertiva y perseverante, y con no poca facilidad abandonan las iniciativas que su gobierno emprende y que exigen algún contenido bélico. De ese modo ocurrió en el Líbano en 1983 (bajo Reagan), luego del ataque suicida contra los Marines en Beirut; también en la primera guerra contra Saddam Hussein en 1991 (bajo Bush padre), cuando Washington permitió la supervivencia de un tirano ya derrotado; y de igual modo en Mogadishu (Somalia) bajo Clinton, en 1993. Los enemigos de Estados Unidos saben que una sola toma de televisión, transmitida por CNN al mundo, mostrando a un soldado norteamericano acribillado y profanado por sus enemigos, vale más que muchos misiles, tanques y aviones de combate.
Sus propias inhibiciones han transformado a los Estados Unidos en un gigante sin eficaz voluntad geopolítica, incapaz de respaldar con contundencia el principio de orden internacional que pretende establecer, un gigante que sólo sostiene su precario dominio porque sus enemigos han sido hasta este momento incapaces de equilibrar su malevolencia con sus recursos. Ello, sin embargo, podría cambiar, y la probabilidad de que grupos terroristas se posesionen de armas de destrucción masiva, y las usen en el territorio estadounidense, ya se ha colocado fuera del ámbito de la ciencia-ficción.
4. Una notable paradoja
Pese a lo dicho hasta este punto, cabe recordar que el curso de la historia está repleto de ironías y paradojas, y en nuestros días vemos repetirse un fenómeno que ya ocurrió en el Medio Oriente durante los tiempos de Nasser, de Arafat, y otros líderes nacionalistas árabes. Bajo tutelaje soviético, empujados por su propia retórica, confundiendo la realidad con sus emociones, y cegados por su odio hacia Israel, estos jefes políticos comenzaron a subestimar a Estados Unidos y al Estado judío, hasta que llegó el momento en que perdieron toda prudencia, y condujeron sus luchas más allá de lo que un cálculo medianamente sensato hacía aconsejable, con severos resultados para ellos y sus naciones.
La paradoja que ahora empieza a perfilarse es que, en tanto se profundizan los sinsabores norteamericanos en Irak, y aumentan el pacifismo, la autocomplacencia y vocación suicida de las elites y los pueblos de Occidente, los enemigos declarados de nuestro modo de vida se ensoberbecen, crece su altivez y sus ambiciones aumentan, tomando un camino que seguramente culminará en desafíos que para Washington y el resto de sus aliados principales resultará imposible eludir, excepto al costo de una rendición total. Dicho de otra forma, la subestimación creciente hacia los Estados Unidos por parte de figuras como Mamoud Ahmadinejad, Kim Jong-Il, Osama Bin-laden, Vladimir Putin y Hugo Chávez, entre otros, a raíz de las dificultades estratégicas de Washington alrededor del mundo, y la confianza de estos personajes en que las inhibiciones estadounidenses (y de Israel) son insuperables y los condenan a la decadencia, probablemente les llevarán a plantear retos decisivos, que de nuevo les empujarán a derrotas aplastantes.
La paradoja, repito, consiste en que mientras más crecen el pacifismo, la autocomplacencia y la vocación suicida en Occidente, más se inflan las ambiciones de los enemigos del modo de vida liberal-democrático y capitalista, y más crece su voluntad de asumir riesgos, colocándoles en la zona de riesgo donde la imprudencia sustituye el cálculo. Así le pasó a Nasser. Así le puede pasar a Ahmadinejad.
Los retos generados por los enemigos de Occidente adquieren sus contornos, para citar cinco casos (no necesariamente en orden de importancia), en Irán, con el programa nuclear de Ahmadinejad, en la península coreana con el programa nuclear de la satrapía comunista en Corea del Norte, en Irak con la decisión sunita y de sus aliados de Al- Queda de impedir a toda costa una estabilización interna, y en Venezuela, donde el régimen de Hugo Chávez juega con carbones calientes de la magnitud de un cambio en las reservas financieras de los países productores de petróleo de OPEP desde el dólar al Euro, a lo que se añade la desestabilización de América Latina mediante el fortalecimiento de regímenes radicales en lugares estratégicos como Bolivia, para sólo mencionar dos ejemplos. En quinto lugar señalo las renovadas pretensiones imperiales rusas, centradas en su aliento y venta de armamentos a los personajes anteriormente mencionados, y en la no tan velada intención moscovita de proceder con un paulatino chantaje energético sobre una Europa atemorizada.
Para Occidente en general, y para Israel en particular, la adquisición de armas nucleares por parte del régimen radical iraní constituye una amenaza existencial. Es obvio que los intentos de contener diplomáticamente el rumbo atómico de Irán son un completo fracaso, y que los esfuerzos franceses y alemanes en esa dirección sólo han servido para que Ahmadinejad gane tiempo y su vanidad se refuerce. Decir que la política exterior francesa y del resto de países europeos —con la parcial excepción de Inglaterra— es vergonzosa se queda corto. En verdad se trata de una mezcla de miedo e hipocresía, que se resume en la sistemática evasión de la realidad, con la esperanza de que si tan sólo se dejan las cosas como están de alguna forma nada malo ocurrirá. Chamberlain y Daladier parecen colosos comparados con sujetos tan deleznables como Jacques Chirac, Rodríguez Zapatero y Romano Prodi, entre otros menos conspicuos. Europa no quiere guerra, y tampoco quiere admitir que su diplomacia de apaciguamiento no funciona. Como resultado de esto, posiblemente tendrá guerra, pero en las peores condiciones imaginables, a consecuencia de la indecisión.
Alguien afirmó que lo único peor que una guerra contra un Ahmadinejad armado con bombas nucleares es precisamente aceptar un Ahmadinejad armado con bombas nucleares. Y no se trata de un mero juego de palabras. ¿Están en el fondo los europeos, y las élites «progresistas» en Europa y Estados Unidos, dispuestas a aceptar que los radicales iraníes completen su programa nuclear sin disparar un tiro? ¿Hasta dónde llegarán los sunitas en Irak, Kim Jong-Il en la península coreana, Chávez en los Andes, Putin en Rusia, Hezbolá en el Líbano y Hamas en Gaza, antes de que una conflagración de grandes proporciones les envuelva? La respuesta a estas interrogantes nos colocará ante las definiciones de que hablaba al comienzo de este artículo. Numerosos indicios sugieren que el año 2007 podría ser testigo de la concreción definitiva de procesos que vienen madurando estos pasados años, y que, para tomar una fecha referencial, se potenciaron a partir del 11-S como coyuntura geopolítica clave.
5. Occidente y el apaciguamiento
En pocos días comenzará una batalla decisiva por el control de Bagdad. El Presidente Bush, con admirables visión y coraje, hizo caso omiso al clamor de los pacifistas, complacientes y apaciguadores en su país y Occidente, que con suprema irresponsabilidad buscan la derrota de Estados Unidos en Irak, sin detenerse por un instante a pensar en las consecuencias de un triunfo semejante a favor del radicalismo islámico y el resto de las fuerzas que desean destruir nuestro modo de vida liberal-democrático y capitalista.
Bush les ha dado a los iraquíes una extraordinaria oportunidad de superar treinta años de tiranía oprobiosa, sanar sus heridas internas, y empezar un rumbo de reconstrucción civilizada. Algunos avances se han hecho, pero el peso de las divisiones étnico-religiosas y los odios sembrados durante tres décadas de opresión por parte de Saddam Hussein siguen siendo muy poderosos. No obstante, Bush no está ni estará dispuesto a ceder ante la guerra asimétrica de la insurrección iraquí. No creo por tanto que Estados Unidos se retire de ese país en el futuro cercano, al menos hasta después de las elecciones estadounidenses en 2008, aunque sí es posible que se abandone de una vez por todas la aspiración de que Irak pueda levantarse como una democracia decente. En tal sentido, la doctrina Bush de cambio democrático positivo en el mundo árabe-islámico habrá entonces fracasado, y Washington tendrá que resignarse a retornar al «realismo» de otros tiempos, es decir, a apoyar dictadores si no queda más remedio, en tanto estén de su lado.
Una segunda paradoja de los procesos que hemos venido describiendo es que quizás los que hoy tanto cuestionan a Bush y sus políticas, probablemente les añoren mañana, cuando Estados Unidos vuelva quizás a asumir una política exterior mucho menos idealista y centrada en el exclusivo propósito de preservar la estabilidad, así sea pagando el precio de sacrificar la libertad y la democracia en otros países.
Desafortunadamente los pueblos, como los individuos, aprenden generalmente a golpes, y el pueblo estadounidense no es la excepción. La amenaza del radicalismo islámico es real, y el desafío de promover cambios positivos en el mundo árabe-islámico exigía una perseverancia y un compromiso que los norteamericanos no han querido asumir a plenitud. Tampoco los iraquíes fueron capaces de cambiar lo suficientemente rápido antes de que el incesante torrente de malas noticias, siempre exhibidas y multiplicadas con brío por los medios de comunicación pacifistas, complacientes y suicidas de Occidente llevasen a cabo su obra de desmoralización interna, en unión al partido Demócrata en el caso de Estados Unidos, y a la izquierda europea, cuyo antiyanquismo ha adquirido el rango de incurable patología. Nuevos ataques terroristas, tal vez con el uso de armas de destrucción masiva, son sólo cuestión de tiempo, y el panorama internacional podría experimentar cambios bruscos de manera sorpresiva. El aprendizaje a los golpes sustituirá entonces la doctrina de guerra preventiva.
En realidad, hasta el presente nadie ha sugerido algo mejor que la «doctrina Bush» de cambio democrático como antídoto de largo plazo frente al radicalismo dentro del mundo islámico. Tal vez sea una utopía, y es posible que la civilización islámica no sea ya capaz de asumir la modernidad sino al costo de una guerra catastrófica. No lo sé. Lo único que me parece claro es que el partido Demócrata y los medios de comunicación «progresistas» estadounidenses han sido incapaces de proponer nada, excepto la rendición y retirada de las tropas estadounidenses en medio de la humillación y el seguro alborozo de los terroristas, que con ello habrán obtenido una victoria de inmensas proporciones e impacto a largo plazo.
Tampoco, que yo sepa, y dejando de lado las falsas ilusiones diplomáticas de los apaciguadores europeos, ha sido propuesto algún método práctico capaz de detener el avance del régimen radical iraní hacia el arma nuclear, que sea distinto al de un demoledor ataque preventivo contra las instalaciones donde se produce actualmente la bomba. Sobran las voces de aquellos que en la prensa occidental se pronuncian contra una guerra, pero cuando se les pregunta si están dispuestos a aceptar que Ahmadinejad, el mismo que a diario promete la extinción de Israel, se provea de armas atómicas, guardan un silencio embarazoso y se refugian en buenos deseos y lugares comunes. El pacifismo a ultranza, la cobardía, el apaciguamiento ante enemigos sin escrúpulos, la hipocresía y el miedo cunden como una plaga a través de las opulentas y despistadas sociedades occidentales, que posiblemente experimentarán un desagradable despertar.
6. El tema venezolano
¿Pertenece Hugo Chávez a una galería que también reúne a personajes como Ahmadinejad y Kim Jong-Il, en cuanto a la verdadera magnitud de la amenaza estratégica que cada uno de ellos encarna? Al fin y al cabo puede argumentarse que el caudillo venezolano no tiene armas nucleares ni la capacidad de producirlas, y su ejército carece de una eficaz capacidad de proyección más allá de las fronteras de su país. Sin embargo, como apunté previamente, el poder no se mide exclusivamente en un plano material, y Hugo Chávez ya ha ido bastante más lejos de lo que cualquiera hubiese previsto sólo poco tiempo atrás.
Ciertamente, la brecha entre la retórica cada día más violenta de Chávez y sus realizaciones concretas sigue siendo amplia. A pesar de todos sus alardes antiimperialistas, Chávez le vende la mayor parte del petróleo venezolano a Estados Unidos, y necesita los dólares norteamericanos más de los que estos últimos requieren su oro negro. Pero Chávez no está sólo; forma parte de un eje que incluye a Irán y Cuba, y que toca con sus tentáculos ese ingrediente fundamental que energiza al Occidente capitalista: el petróleo. Chávez además posee el empuje psicológico necesario para hacer mucho daño, y cubrirá tanta distancia como se lo permitan fuerzas superiores.
Para los venezolanos el horizonte por los momentos es poco alentador, pues si prosiguen las dificultades estratégicas de Washington podría plantearse alguno de estos dos escenarios: Por un lado, Chávez podría verse tentado, dada su creciente subestimación del poderío norteamericano, a cometer una imprudencia tan grave y peligrosa como la de Castro en 1962, esta vez no con la participación de Rusia sino la de Irán. Por otro lado, no obstante, esas mismas dificultades de Washington, y el desengaño estadounidense con respecto al cambio democrático en el Medio Oriente y América Latina, pudieran conducir a una especie de arreglo tácito entre el «imperio» y un caudillo que al fin y al cabo ha sido legitimado democráticamente —en el marco de un sistemático abuso de poder—, y al que Washington podría estar dispuesto a conceder muy amplia tolerancia, a cambio de un seguro y constante suministro petrolero. Las transnacionales del oro negro observan con ojos codiciosos las inmensas reservas de crudo pesado que Venezuela alberga en su territorio, y ésta es una carta que Chávez podría jugar con astucia. Su problema es la impetuosidad, así como la falta de control sobre unos demonios interiores que le impulsan más allá de los límites que aconseja una elemental prudencia.
De modo pues que, para concluir, no es demasiado difícil apreciar los orígenes más probables de la turbulencia que caracterizará el año que se inicia, un año que ofrece al Occidente democrático y capitalista sólo dos opciones: o despertar bruscamente de su somnolencia, o continuar sumido en un placentero pero riesgoso estado de adormecimiento.