Ocasión en la mira
Comparar el clima de opinión que reinó entre 2018 y 2020 con el del presente, casi podría dar fe de algunos “milagros” políticos. Del cielo apretado de nubarrones, posturas fosilizadas y dignísimos nones, pasamos a un progresivo despeje del paisaje. Sí: tras el desplome de la “esperanza rubia” en las elecciones de EE.UU., el discurso opositor más radical acusa giros llamativos. Muchos de los que veían en la abstención una eficaz receta para “deslegitimar” a un gobierno al que ya no cabe más mácula ni más desprestigio, ahora la zapatean, le descubren feos lunares. Advierten, incluso, que aferrarse a ella sin miramientos y con angurria de fundamentalistas puede conducirnos a otro épico disparate.
Enhorabuena, pues. Los dilemas estratégicos que plantea el voto contra una autocracia nunca son menudos, sin duda. Pero evadirlos a punta de inacción y parca voluntad de estrujar la potencial arena de lucha, de contrarrestar los cepos de la “zona de niebla”, como la nombra Schedler, ha demostrado su nulidad. Lejos de ayudar, aquello terminó favoreciendo a un régimen que se ha hecho experto en desguazar al adversario invirtiendo mínima energía, medrando justamente en esos arrestos suicidas. En tales circunstancias, ha bastado un soplido a la enclenque choza para dejar al otrora orgulloso carpintero sin techo y sin argumentos.
¿Farsa o posibilidad?
De modo que zafarse de las agridulces ataduras de la ficción y percatarse del hecho político real, lleva renovado fuelle a la candela del viejo debate: qué hará menos daño, ¿abstenerse o votar? Pero ya no se trata de un asunto puntual, como algunos encajan, sino angustia existencial. Un “ser o no ser” que define o niega la índole y continuidad de la estrategia. Así que allí vamos, otra vez barajando razones para meternos en el avispero electoral. Otra vez intentando distinguir y cruzar esa línea borrosa entre el “parapeto” y la posibilidad cierta. Viendo si hay fuerza para domeñar las siempre hostiles condiciones; para que las elecciones dejen de ser ocasión desechable y obliguen tanto al gobierno como a la oposición a preocuparse genuinamente por ellas.
Más que arrojar inédita luz sobre lo que llevamos años dirimiendo, la desmemoria obliga a ventilar lo obvio. Sabiendo que se expone a esa incertidumbre democrática que introduce la celebración de elecciones periódicas, una autocracia electoral hará lo que puede -y poder es lo que le sobra- para que sus competidores acudan en desventaja. Y mejor aún: que decidan no acudir. Esa ha sido la apuesta en Venezuela. Bajo la premisa de que, de cara a propios y extraños, ganar avalará su permanencia en el poder, el gobierno busca moverse en esa zona gris que le permite aplicar la tenaza autoritaria sin tener que prescindir de comicios multipartidistas. Lo cual, más que reprimir salvajemente, implica debilitar, dividir, desmoralizar, despojar de incentivos, paralizar al rival cada vez que haga falta.
Leer el momento
Así, la elección viciada brindaría una oportunidad para que la autocratización se profundice. Pero vista “sin complejos” y con ánimos de desentrañar el juego anidado, su potencial es otro. Al mismo tiempo -y acá surge el fugaz kairós, el instante que importa captar y estirar con astucia- serviría para que ese magullado campo democrático se reorganice en torno a una línea que no traicione sus convicciones. Para que inyecte ánimos a una sociedad hastiada y rearme la mayoría política que se dilapidó. Para que impulse nuevas ideas y liderazgos o haga de esa participación un ejercicio nítido, que lleve a algún destino.
Moderar expectativas, claro está, es petición que sigue vigente. Agobiados por la amenaza del bucle y sus porfiados artífices, por lo apretado de los lapsos para asumir con integridad la brega en las regionales, y sabiendo que la prisa dejó más boquetes que glorias, dependemos de una lectura cabal del momento. Al tanto de la necesidad de deslindes curativos y con partidos tan resquebrajados que se han convertido en semillero de desconfianza, lo otro es ver cómo revivir una coalición representativa y útil. Una capaz de amansar egos e integrar visiones en torno a lo disponible.
Esquilados y atentos
Exclusión, fragmentación, represión, inequidad, coacción, prácticas redistributivas arbitrarias, sesgos institucionales, tutelaje de elegidos, reversión de mandatos: en eso consiste el menú de toda elección autoritaria. “Los límites a la imaginación autoritaria no son lógicos, sino empíricos”, también anuncia Schedler. Lo primero es aceptar que las señas que distinguen a una democracia están lejos de aparecer acá. Entonces, la decisión que incumbe tomar desde ahora para que la sociedad sepa a qué atenerse, es si se entra o no al terreno de juego, y con esas reglas. Si se hace inventario realista de pertrechos y se re-aprende lo sabido para optimizarlo, o se deja pasar nuevamente la ocasión: he allí el dilema.
Si bien es cierto que la privación informal del derecho al voto forma parte de un diseño que se va afinando, no es menos cierto que la crisis pone al gobierno a merced de una incómoda contingencia. Aguas adentro, la presión por el viraje económico enfrenta a “duros” y “blandos”, por ejemplo. Ahí también se asoma la ocasión y sus envites. A ella, a la Ocasión, hembra al servicio de la diosa Fortuna, Quevedo le da propicia voz, por cierto: “quien sabe asirse a mis crines sabe defenderse de los corcovos de mi ama. Yo la dispongo, yo la reparto, y de lo que los hombres no saben recoger ni gozar, me acusan… si los tontos me dejan pasar, ¿qué culpa tengo yo de haber pasado?” Esquilados como andamos, convendría no perderla de vista en lo adelante.
@Mibelis