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Obama y Raúl Castro: encuentros y desencuentros

Obama irá a La Habana en marzo. El viaje forma parte de su cambio de política con relación a la Isla. Quiere, como pretendía Juan Pablo II, que “Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba”.

Eso incluye, como planteó El Nuevo Herald, la entrada en el país de corresponsales independientes que no estén intimidados por la policía política. ¿Lo llevará Obama entre sus peticiones?

Pocas horas antes de la noticia, el Departamento de Estado anunció que se reanudaban los vuelos comerciales –hasta un centenar al día—y se autorizó la instalación de una ensambladora de tractores.

La Casa Blanca quiere dificultar cualquier involución de las medidas tomadas si a partir de las elecciones de noviembre ganara un candidato adverso a tener buenas relaciones comerciales con el régimen cubano.

Es muy significativo que el portavoz del gobierno norteamericano haya declarado que Obama no piensa visitar a Fidel Castro. Es un gesto con el que desea subrayar su poca conexión ideológica con la dictadura. Al fin y al cabo, él nació después de Bahía de Cochinos y se formó tras la caída del Muro de Berlín. Es el primer presidente realmente post-soviético de Estados Unidos.

Al margen de la curiosidad antropológica que provoca visitar al viejo tirano, que ya no es un jefe de estado, sino un señor embutido en un chandal deportivo que dice unas cosas muy raras, retratarse con él y escucharle sus infinitas boberías (hoy agravadas por la edad y las enfermedades), forma parte de un conocido ritual político que, subliminalmente, transmite un mensaje de solidaridad o, al menos, de indiferencia con la segunda más antigua dinastía militar del planeta. La primera es la de Norcorea.

Obama no quiere cometer ese error. Se va a reunir, en cambio, con miembros de la “sociedad civil”. Esa expresión incluye a la oposición. Tal vez hable con la periodista Yoani Sánchez, con los opositores García Pérez “Antúnez”, Cuesta Morúa, Antonio Rodiles, con las muy valientes “Damas de Blanco”, que todos los domingos desfilan pacíficamente mientras la policía política las insulta y agrede. El propósito es obvio: darle apoyo a la pluralidad democrática.

Raúl Castro, por su parte, siente que participa en un juego contradictorio y peligroso. Obama ha declarado unilateralmente el fin de la Guerra Fría en el Caribe, pese a que La Habana continúa en zafarrancho de combate.

Las actividades del Foro de Sao Paulo, la estrategia antinorteamericana de los países que conforman el Socialismo del Siglo XXI acaudillados por Cuba, la transferencia de armas a Corea del Norte, violando los acuerdos de Naciones Unidas, y el apoyo incondicional en el Medio Oriente a organizaciones terroristas como Hezbolá, son algunos síntomas de esa vieja mentalidad subversiva antiyanqui a la que los Castro no han querido renunciar jamás.

El general James Clapper, Director de la US National Intelligence, lo decía oficialmente el 9 de febrero pasado ante el Comité Senatorial de las Fuerzas Armadas: desde la perspectiva del espionaje, Cuba formaba parte de los cuatro países más peligrosos para Estados Unidos. Los otros tres eran Rusia, China e Irán.

Horas más tarde, la Isla devolvía un misil norteamericano portador de secretos tecnológicos que, “por error”, había sido enviado a La Habana desde un aeropuerto europeo. Durante los 18 meses que duró la “equivocación” el cohete había estado en poder de la inteligencia cubana. En ese periodo, suponen los expertos, el gobierno de Raúl Castro tuvo tiempo de copiarlo, venderlo o compartido con sus aliados antiamericanos.

¿Qué va a hacer Raúl Castro ante la rama de olivo que le ha entregado Obama? ¿Va a cancelar las señas de identidad de la revolución cubana y admitir que ha vivido en el error casi toda su existencia?

No lo creo. Durante 60 años, desde que estaba alzado en la Sierra Maestra y secuestró a unos marines norteamericanos, su leit motif ha sido pelear contra Washington y tratar de destruir el injusto sistema de producción capitalista, convencido de que los males de Cuba provenían de la empresa privada y de los yanquis.

Luego la vida le demostró lo contrario: los males cubanos son la consecuencia de que no hay suficiente capitalismo ni suficientes yanquis, ni suficiente democracia, carencias especialmente crítica cuando agoniza la generosa vaca venezolana, ordeñada sin pausa ni clemencia en medio de los horrores del socialismo real y de una orgía de corrupción a la que no son ajenos los amos de La Habana.

Me lo decía un notable experto en desarrollo internacional que prefiere el anonimato: “Si Raúl pretende superar la crisis económica y social que padece Cuba, sus tímidas reformas no servirán para nada si no abre el juego político y establece un régimen de libertades, aunque ello implique la eventual pérdida del control del Estado”.

Y luego remató: “Mientras exista un partido único, y mientras las grandes iniciativas empresariales estén en manos de una camarilla burocrática que toma las decisiones, el país continuará hundiéndose”.

Eso lo saben todos sus compatriotas. Por eso huyen.

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