Nuestra Carmen Balcells
Apenas hace una semana la volví a mencionar en una crónica sobre el Caribe. Carmen Balcells era para mí una referencia constante, y una mención destacada siempre que había que hablar de una de las mujeres más talentosas en su complejo oficio de protección del creador de obras literarias; y era también una de las ejecutivas más reconocidas en el mundo -no sólo en el hispanoamericano- por su enérgico rigor y su legendaria capacidad de negociación. La pondré siempre como ejemplo de excelencia.
Llegué a ella de la mano de Nélida Piñón, o mejor dicho, solo mencionar el nombre de la gran escritora brasileña significó un ábrete sésamo con una Carmen Balcells que al teléfono, mientras le daba antecedentes y mis coordenadas al frente del consulado general en Barcelona, me decía: «Mire usted señor, soy una persona muy ocupada. Lo podría recibir hasta septiembre». Y estábamos en junio.
No me di por vencido en mis deseos de conocerla y tratarle algunos asuntos de trabajo. Sobre todo, debo confesarlo, quería tener la ocasión de entrevistarme con quien ya admiraba de mucho tiempo atrás. Así que empecé a citar figuras de algunos conocidos en común como referencia; Jorge Amado, García Márquez y otros escritores latinoamericanos, hasta llegar a Nélida Piñón. Allí me detuvo en seco y espetó: «¿de verdad la conoce, porque la tengo aquí, frente a mí?». Y acto seguido le pasó el teléfono. Apenas Nélida me estaba saludando en portugués -como vai meu amor, qué sorpresa- cuando Carmen tomó el audífono de nuevo y me dijo: «mire señor, le dije a usted que mi agenda estaba llena para recibirlo en la agencia, pero la semana que viene lo invitaré a comer».
Allí dio inicio una historia de encuentros privilegiados con una de las personas con mayor agudeza, sensibilidad y capacidad intuitiva que he conocido. Gracias a ella volví a ver, 20 años después de nuestro primer encuentro en la redacción de Visor, a Manuel Vázquez Montalbán y pude tratar a José Donoso y a Pilar; participar en reuniones con Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Carmen Riera y Mario Vargas Llosa, por no hablar de los encuentros con Gabriel García Márquez.
Con estas citas se podrá tener idea del calado de las puertas que Carmen abría. Y en mi caso, y de manera muy generosa, lo hacía para un diplomático mexicano que requería tender más puentes e intercambios entre nuestra intelectualidad y la Española.
Y si Carmen Balcells representó una enorme ayuda en mi trabajo cultural, en el aspecto personal las cosas irían más lejos, enriqueciéndonos con su amistad, a mí y a mi familia, a grado tal que mi hija mayor, Berenice, formada en la Autónoma de Cataluña, llegó a trabajar en su Agencia, auxiliando a organizar los papeles y libros del portentoso escritor Paul Bowles. También estuve a punto y ahora me arrepiento de no haberlo hecho, de habitar en una de sus moradas más célebres y sugerentes; su casita del Ampurdá, que asoma a la catedral de Cadaqués. Después de pensarlo mucho se había decidido a venderme ese rincón donde se habían concebido relatos y poemas de muchos escritores a los que prestaba ese recinto de muros blancos para veranear en el mismo sitio donde lo hacía Duchamp.
A finales del siglo pasado Carmen nos dio la alegría de visitarnos, con su entrañable marido Luis y Merche, una de sus más cercanas amigas y su esposo, en Nueva Delhi; corrían mis tiempos de embajador en la India. Esa visita fue memorable por la agudeza de su visión crítica y comprensión de los fenómenos espirituales de la civilización de la India. Puedo decir que la experiencia la marcó tanto que tres lustros después hablaba de ese viaje con los pelos y señales característicos de su memoria detallista y prodigiosa. Y como una muestra de su proverbial generosidad y de que su respeto por las tradiciones religiosas no tenía fronteras, al saber de los problemas de salud de uno de los más importantes Rimpochés que nosotros admirábamos mucho, lo invitó y atendió en Barcelona, poniendo a su disposición el mejor especialista.
A estas alturas del texto estoy de acuerdo -pero paradójicamente lo contradigo- con unas líneas de Eduardo Mendoza, cuando escribió ayer que es el momento del desconsuelo más que de las historias. Sí, el instante es de enorme pesar y tristeza, pero también de recordar intensamente, de evocar a Carmen en algunos de sus momentos más bellos, espontáneos e ingeniosos.
Me refiero por ejemplo a la tarde en que la vi demostrar su particular cariño por uno de los más grandes poetas cubanos, Pablo Armando Fernández, a la sazón jurado del premio Cervantes, de paso en Barcelona y a quien había llevado a comer a un célebre mesón de las Ramblas. Le llamé desde allí para enviarle saludos del autor de «Los niños se despiden». Sin decir agua va, a los pocos minutos Carmen había dejado pendientes todos sus papeles, llamado a su taxi consuetudinario (nunca quiso darse el lujo de contratar un chofer) y aparecido en el restaurante con un regalo para Pablo Armando.
La última vez que comimos con ella en su enorme piso de la Diagonal -llevé de invitado a mi gran amigo Ives Zimmerman- la plática derivó en la magia del candomblé de Bahía, tierra de Caymmi y Joao Gilberto, como dice la famosa canción de Vinicius. Yo elogié las cuentas rojas y blancas que llevaba en su cuello y que le habría bendecido alguna babalorixá. Como siempre, Carmen vestía sus bellos atuendos de telas muy finas y elegantes, toda de blanco. A los pocos me pidió que me acercara hasta la cabecera de la mesa. Se quitó el largo collar y me lo impuso, diciendo, quiero que sepas que lo he pensado mucho, y esto será para ti.
Aún llevo en el cuello esas cuentas que representan la entidad espiritual del orixá Xangó, cuya tradición llegó al Brasil con los barcos negreros procedentes de las naciones Nagó-Yorubá. Escribo esta crónica con el collar de Carmen Balcells entre las manos, emulando a Robert Graves, cuando buscaba acariciar un trozo de cerámica griega o romana para «convocar» sus historias. Al hacer esto, imagino de nuevo la mirada de Carmen y busco su reacción a estas palabras cargadas de saudades por una partida, que horas más, horas menos, coincidió con el aniversario del día en que también murió mi padre. Y que nos duele tanto.