No tengo plata ni oro
En Venezuela amanece el año nuevo en pobreza integral: pobre el Estado, pobres las empresas, pobres las escuelas y las universidades, pobres los servicios públicos… Hasta la banca es pobre. De miseria los salarios e ingresos de millones de trabajadores y jubilados, sobre todo del sector público. Todo gracias al “socialismo del siglo XXI”. No hay mentira oficial que pueda tapar esta realidad. Es necesario reconocerla y enfrentarla unidos para derrotarla.
El mayor peligro no es la pobreza material, sino la resignación espiritual a la actual agonía social, económica y política; rendirse a una Venezuela sin vida y sin futuro.
La Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) todos los años empieza enero con una Asamblea para auscultar los signos vitales del país y de la propia Iglesia, para definir tareas y compartir su visión con todos los venezolanos. Por su parte los venezolanos, católicos o no, que no se resignan a la derrota, se preguntan por el aporte de la Iglesia; no faltan quienes temen que se someta y acomode a la actual gran derrota nacional. Más allá de las excelentes exhortaciones episcopales de los últimos años, los católicos y Venezuela entera necesitamos ahora una sacudida espiritual para levantarnos y ponernos en marcha para la urgente reconstrucción del país.
La Escritura nos ofrece una luz en Los Hechos de los Apóstoles que narra los primeros pasos de la naciente Iglesia en Jerusalén. Un día dos apóstoles de Jesús Pedro y Juan, al entrar como judíos fieles al templo a orar, se encontraron con un paralítico tendido en el suelo pidiendo limosna. Pedro le dijo “no tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y camina” (Hechos de los Apóstoles 3,5-11) y el paralítico se levantó ante el asombro de sus familiares y conocidos y se transformó en testigo de esa fuerza espiritual de Jesús que cambia todo. Hoy con esta Venezuela tullida y limosnera no tenemos futuro sin una fuerte sacudida espiritual. Levantarse en nombre de Jesucristo no es un individualista “sálvese quien pueda”, sino un amor radical que hace brotar la solidaridad con rescate de las instituciones públicas y el trabajo conjunto para el bien común, para el renacer de la República de ciudadanos frente a nuestra actual situación de habitantes resignados y desarticulados llorando la pérdida de la renta petrolera y su Estado. La sociedad civil, no es una abstracción, sino una realidad que nos transforma a millones de resignados, dispersos y tullidos en productores solidarios de riqueza sociopolítica.
Para esa transformación no basta un buen documento del Episcopado, sino que millones de venezolanos que somos Iglesia nos preguntemos “que puedo aportar yo”. Al pasar de pedir a dar, descubrimos que cuanto más damos, más riqueza espiritual tenemos y fuerza para renacer como país unido.
La Iglesia universal está en una reflexión sobre su identidad “sinodal” que renace como comunidad desclericalizada caminando juntos y descubriendo lo mucho que podemos aportar unidos.
Política renacida
Sin una sana política de pacto social solidario, no hay República. En medio del actual espantoso desprestigio de la política, necesitamos descubrir lo mucho que cada uno podemos aportar y lo imprescindible que es para el renacer político del país. Transformación del poder público que hoy sufrimos como dominio y latrocinio que ha degradado a la nación a ser un mendigo inválido postrado a la puerta del templo. El renacer de la sociedad civil enterrará el corrompido cadáver político (presente hoy de diversas maneras en el gobierno y la oposición) y alimentará las fuerzas renovadoras nacidas de ese espíritu que pone en pie nuestra acción responsable. Sabemos por experiencia que, en medio de los desastres, el solidario amor al prójimo se convierte en una indomable fuerza espiritual que transforma todo porque nos transforma a nosotros. Miremos a las miles de parroquias, capillas, comunidades de base, grupos apostólicos o activos servidores de la salud y educación… Somos muchos y es mucho lo que hacemos, pero todo ello es una mínima parte del potencial que necesitamos activar. La Iglesia caminando juntos con espíritu sinodal, aporta una fuerza transformadora que se multiplica cuando su voz y su ejemplo se vuelven convincentes para el conjunto del país. A pesar de la depresión, Venezuela no se resigna a la actual situación de agonía y de muerte. Tenemos como país un objetivo humano compartido y el compromiso de lograr juntos vida y libertad. Necesitamos que los derechos humanos florezcan y que los ideales democráticos expresados en la constitución regresen con unas elecciones democráticas, libres y justas en una Venezuela que no está sola sino acompañada de los países democráticos del mundo. Producir nuevas realidades y como soberanos elegir las autoridades, desde el presidente hasta el alcalde del pueblo más pequeño.
La vida del país, hoy postrado en la indigencia, viene con el renacer de la educación de calidad y de los medios de comunicación social libres, de las empresas productoras, del trabajo bien remunerado y del respeto a la opinión ajena que libera a los presos políticos y a los perseguidos y obedece y aplica una constitución rescatada.
Eso significa lo que dice Pedro – y nuestra Iglesia- al pueblo venezolano hoy postrado y sin fe en su enorme potencial espiritual: “En nombre de Jesucristo levántate y camina”.