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El miedo es una emoción primaria del ser humano. Una emoción con la cual fuimos capacitados para la sobrevivencia; de hecho, es una de las pocas emociones que compartimos con los animales. Ante una amenaza real o imaginaria, se suscitan cambios fisiológicos en nuestro cuerpo, los cuales nos capacitan para protegernos de tal amenaza. Ahora bien, los factores que pueden provocar miedo pueden ser de diversas naturalezas: biológicos, psicológicos, sociales y ambientales. Los cambios fisiológicos comienzan con la activación de la rama simpática del sistema nervioso autónomo; esta activación produce cambios físicos como la taquicardia o aumento del ritmo cardíaco y la tensión arterial, sudoración, dilatación de las pupilas y tensión muscular. También, se lleva a cabo un aumento de liberación de hormonas como la adrenalina y el cortisol las cuales aumentan la capacidad de reacción y la energía para poder correr y luchar.

La amenaza que conlleva a la emoción del miedo puede ser real o puede producirse en el pensamiento del individuo. Puede ser actual, del tiempo presente, de lo que vivimos al día de hoy o puede producirse como el recordatorio constante de una experiencia pasada que invade la mente y produce exactamente los mismos cambios fisiológicos, aunque no sea real. Por esa razón, el miedo es propio; es decir, se manifiesta en cada persona de acuerdo a sus experiencias pasadas, a su manera natural o espontánea de enfrentar y superar ese miedo. Cuando la sensación de miedo es demasiado intensa conlleva al pánico, ante el cual la reacción natural es el escape o la inamovilidad, la inacción; es decir, la imposibilidad de actuar.

Muchos autores usan las palabras miedo y temor indistintamente. No obstante, existe una sutil diferencia entre ambas. El miedo como lo hemos mencionado es una emoción que nos capacita para la sobrevivencia, ya que nos permite actuar ante una amenaza. Mientras que el temor es una presunción negativa sobre el futuro. Nos adelantamos al futuro con el pensamiento obnubilado, turbado por la incertidumbre. Por esta razón, el temor siempre produce ansiedad, ese desasosiego que muchas veces nos roba el entusiasmo y nos encadena a una perenne preocupación ante situaciones imposibles de solucionar, porque sencillamente se encuentran allá, lejos en el tiempo, y nosotros estamos aquí, en el ahora, sin poder dilucidarlas.

Cuando vivimos con el temor del futuro incierto nuestro ser interior experimenta una angustia que perturba nuestros pensamientos y acciones. Nos encontramos librando una batalla constante que muchas veces nos hace sentir exhaustos, experimentando un cansancio que va dejando de superarse con el sueño y el descanso, que va pasando de ser una condición temporal para convertirse en un estado permanente de nuestro ser que afecta nuestra salud física y emocional. Al pensar en nuestras circunstancias actuales y en la incertidumbre de nuestro futuro, pienso que es necesario persistir en la oración y buscar en Su Palabra el sustento para nuestras almas atribuladas. Hay un verso en las Sagradas escrituras que siempre levanta mi fe: “Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio”. II Timoteo 1:7. DHH. (Versión Dios habla hoy). 

Una historia que siempre me reta en mi fe es la de Daniel y me encantaría compartirla hoy. Cuenta la historia bíblica que Daniel fue encontrado por el rey Darío como un hombre de un espíritu superior, al cual el rey pensó en ponerlo sobre todo el reino. (Daniel 6:3). Este pensamiento del rey se tradujo en asignar a Daniel a un puesto de autoridad en su reinado. Pero como la envidia es abundante en aquellos de alma mediocre, cuenta la historia que los sátrapas buscaban ocasión para acusar a Daniel en lo relacionado con su trabajo en el reino; pero no pudiendo hallar ninguna falta en él, entonces planearon acusarlo en relación a su fe en Dios. 

Se presentaron ante el rey y le aconsejaron que promulgara una ley en la cual ningún hombre podría hacer ningún tipo de petición ni a persona alguna, ni a ningún dios fuera del rey; en caso contrario sería echado al foso de los leones… El rey entonces firmó la ley y la selló. (Daniel 6:7-8). Cuando Daniel supo que el nuevo edicto había sido firmado, se fue a su habitación y abrió sus ventanas hacia Jerusalén, y sin temor alguno ante la ley promulgada, comenzó a arrodillarse y a hacer oración tres veces al día. Pero aquellos que maquinaban la maldad, usaron su posición de poder para cumplir sus propios deseos; y juntándose  hallaron  a Daniel  orando y rogando en presencia de su Dios. (Daniel 6:10-11). 

Entonces fueron ante el rey acusando a Daniel, y dice la Palabra de Dios que al rey le pesó y trabajó hasta el amanecer tratando de librarlo (Daniel 6:14), pero en su afán de acabar con aquel que tenía la gracia de Dios y gracia ante los ojos del rey, los sátrapas lo rodearon, al rey, y lo forzaron a cumplir… ¡El rey estaba atrapado en su propia ley! Entonces trajeron a Daniel y el rey le dijo: “El Dios tuyo, a quien tu sirves, él te libre” (Daniel 6:16). Y seguidamente echaron a Daniel en el foso con los leones; y el rey se fue a su palacio, no pudo comer, ni conciliar el sueño.

A la mañana siguiente fue a ver qué había pasado con Daniel, y al llamarlo, recibió respuesta: “Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones para que no me hicieran daño, porque ante él fui hallado inocente; y aún delante de ti, oh rey, yo no he hecho nada malo”. (Daniel 6:21). Sacaron pues a Daniel del foso, y para sorpresa de todos “ninguna lesión fue encontrada en él porque había confiado en su Dios” (Daniel 6:23). Luego el rey mandó que a todos aquellos quienes acusaban a Daniel, fueran echados al foso de los leones. Aún no habían llegado al fondo, cuando ya los leones habían quebrado sus huesos (Daniel 6:24). La historia termina con una alabanza del rey al Dios de Daniel. (Daniel 6:25-27).

Más allá del hecho de que Daniel fue salvado de haber sido devorado por los leones, es muy importante aprender de la actitud de Daniel. El mantuvo su confianza en Dios y no permitió que nadie se interpusiera en la manifestación de su fe; en este caso, su oración tres veces al día. Esta historia nos muestra también que cuando un ser humano es íntegro en su proceder, cuando es fiel a Dios, cuando estos principios rigen su vida, no hay nada, ni nadie, que pueda contra él. Jamás podrán quitarle la dignidad, de la cual carecen aquellos que la menosprecian. Aquellos que tienden trampas, que cambian reglamentos, que aprueban nuevas leyes que se adapten a sus pretensiones de maldad, que persiguen a seres inocentes, que usan el poder de su posición para robar, matar y destruir.

Pensemos también que en los momentos más difíciles de nuestras vidas, como individuos, como familias, como nación, son los momentos en los cuales debemos afirmar nuestros pasos, caminar con la frente en alto y proclamar nuestra fe.  Esa fue la razón del salmista al escribir: “Mas tu Señor, eres escudo alrededor de mí, mi gloria y el que levanta mi cabeza. Con mi voz clamé al Señor, y Él me respondió desde su monte santo”. Salmo 3:3-4.  Momentos en los que la oración debe ser nuestra arma más preciada, porque como me dijo mi hermano en estos días: “El que se arrodilla delante de Dios puede pararse delante de cualquier hombre”. Es tiempo de confiar en Dios. Es tiempo de echar fuera el temor.

“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”. I Juan 4:18.

No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. Isaías 41:10.


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