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No sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo

Dice Norberto Bobbio, quien en De Senectute convirtió el estudio de la edad en una ciencia más que amena, que “hablar de uno mismo es un hábito de la edad tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a vanidad”. Como se trata de aprender nuevos hábitos, y hacer uso de esa licencia a la vanidad, es que escribo estas líneas al atravesar el umbral de los ochenta años.

Los viejos suelen hablar del pasado de manera didáctica, en el entendido de que toda experiencia enseña, y, por tanto, se corre el riesgo de caer en los consejos de autoayuda, lo cual no viene a ser tan desdoroso si uno piensa en el otro De Senectute, escrito más de dos mil años antes que el de Bobbio. Envejecer, como un arte que puede enseñarse.  

Cicerón da voz en su libro a un viejo de 84 años, Catón, en un diálogo con dos jóvenes a los que busca proveer de advertencias sanas; pero él sólo tenía 62 cuando escribió sus reflexiones, y no tenía aún una edad provecta, o sea, senil, una expresión que me repele por la falta de dignidad que conlleva.

Senil es quien ya no es dueño de sí mismo, y a eso sí hay que temerle. Lo contrario de la senilidad es la lucidez, que para un escritor tiene que ver con la memoria, y con la imaginación. Y es en este umbral cuando empieza el desafío para que las fuentes de la memoria no se agoten, y para que los espejos de la imaginación no apaguen sus reflejos incandescentes.

En El bazar de la memoria: como construimos los recuerdos y como los recuerdos nos construyen, la psiquiatra irlandesa Verónica O’Keane nos enseña la manera en que, con los años, mientras las neuronas cuidan los recuerdos, como un archivo que se puede siempre revisar, su capacidad de grabar los nuevos se va empobreciendo.

Y la imaginación, que no es sino una emanación de la memoria, sigue hilvanando en su rueca. El pasado, que es ese país extranjero donde la gente hace las cosas de manera diferente, como escribe J.P. Hartley en The Go-Between; fotogramas, más que secuencias, y así llegamos a la consabida pregunta: ¿cuál es tu primer recuerdo?

Tengo tres años. Una mañana en que la luz entra a raudales por las ventanas, acaban de bañarme en una palangana de agua y la muchacha me alza, me deposita sobre el cajón de la máquina de coser, y me seca con la toalla. La máquina de coser, la voz de la muchacha que me pide que me esté quieto mientras va a botar el agua de la palangana al patio, ¿son emanaciones de la imaginación que se alzan desde la caverna de la memoria? ¿Cuánto es verdad y cuánto es mentira en el recuerdo? Sin esa incertidumbre, la escritura no existiría.

“Y sabes que lo que ha quedado, o lo que has logrado sacar de ese pozo sin fondo, no es sino una parte infinitesimal de una parte de tu vida», dice Bobbio. «No te detengas, no dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto, por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir».

Porque la escritura es una manera de sobrevivir. Sin la escritura sería un viejo jugando una eterna partida de dominó en un parque de provincia, o meciéndose sin tregua en una silla mecedora que saca a la acera cada tarde para llenar las casillas de un crucigrama infinito.

Una manera de sobrevivir y de multiplicarme en otras vidas. Las vidas de los demás, ser varias personas a la vez, las voces de los personajes que me llevan de una mente a otra mente para contradecirme a mí mismo en el contrapunto de los diálogos, una prolongación faustiana de la existencia no hacia adelante, sino hacia los lados. La escritura es la cuarta dimensión.

Mi temor a la vejez no está en la muerte, sino en la pérdida de la curiosidad, sin la cual la escritura tampoco existe. Ese estado de alerta permanente que trae a la página no sólo recuerdos, sino las voces escuchadas en la calle, las historias que cuentan en el autobús o en la mesa del al lado en el restaurante, los hilos minuciosos de que está compuesto el lienzo de la realidad que pasa cada día frente a tus ojos.

Y la curiosidad como una puerta a la modernidad. Para Virginia Woolf en Orlando, la modernidad del siglo diecinueve estuvo marcada por unos pocos inventos, el más decisivo de todos el ferrocarril. En mis ochenta años de vida, de un siglo a otro, he dejado atrás del telégrafo de manivela en clave Morse, el teléfono de magneto, los aparatos de radio de tubos catódicos, la televisión analógica en blanco y negro, la máquina de escribir mecánica, el linotipo y la prensa plana, instrumentos arcaicos y olvidados, a los que he sobrevivido, para entrar en la diversidad infinita del mundo digital que controla todas las formas de comunicación y de expresión cultural. Del monoverso, al pluriverso, al metaverso.

Sentirse extrañado en ese mundo, o apartado de él, como los anacoretas subidos a la columna en el desierto, es aceptar la vejez como condena, y no como desafío. La sorpresa constante demanda una curiosidad constante. La falta de curiosidad es la marginación y el ostracismo frente a un mundo que se desplaza hacia el futuro demasiado veloz, y al que hay que buscarle el sentido de la profundidad, porque lo que nos enseña las más de las veces es su superficie banal. El futuro se acorta en la medida en que dejamos que ocurra por su propia cuenta.

El poeta Salomón de la Selva, en Evocación de Píndaro, me enseñó para siempre una sentencia: “no sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo”.

También para esos males hay cura. Reírse siempre de los gruñones y de los avaros, mala caricatura de los viejos, y, antes que nada, saber reírse de uno mismo.

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