No hay democracia sin demócratas
Equilibrio, humano tesoro. En pos de ese esquivo logro caminan las democracias contemporáneas, cada vez más exigidas por la vertiginosa reconfiguración de las expectativas de las sociedades y sus individuos. Algo similar sucede con oposiciones democráticas enfrentadas a la disfuncionalidad autoritaria, tan aglutinadas como divergentes a la hora de calcular lo qué debe abarcar exactamente el cambio político y cómo concretarlo. Sabiendo que se trata de una invocación básica, incluso políticamente correcta (los políticos de toda estirpe saben que no existe propaganda mejor ni más reputada que la que apela a los valores de la democracia liberal), el problema surge cuando se trata de privilegiar sus contenidos y distinguir sus bordes. Entonces no es raro que cundan los calificativos, los endosos a la carta, los adornos sin sustancia. Los torpes afanes para justificar la separación entre su ejercicio concreto y la virtud del “buen gobierno”. Es este un artificio que ha distinguido sobre todo a gobiernos que se mientan revolucionarios, empeñados en hacer pasar “su” democracia por innovación, pero más comprometidos con tramoyas ideológicas que con la observancia de los indicadores más básicos de calidad de estos sistemas.
Método para gestionar conflictos propios de la coexistencia en la polis, y que permite a los ciudadanos decidir libremente por quién y cómo serán gobernados. Encarnación de valores, ideales e intereses en conflicto de los distintos grupos de personas que concurren a este debate. Minimalismo, maximalismo, o síntesis de ambas concepciones… ¿Qué cosa defendemos al defender la democracia? En un artículo reciente (octubre 2024), Adam Przeworski volvía a la ineludible pregunta. Sus reflexiones confirman que hablar de una democracia “participativa”, “protagónica”, “revolucionaria”, en las antípodas de una supuesta democracia “de los apellidos” de carácter “burgués” y representativo, no la hará mejor ni más auténtica. La pista esencial para identificar a una democracia tiene que ver menos con los apelativos con los que se le explica o emperifolla que con el cumplimiento de prerrequisitos para que los ciudadanos escojan o destituyan a los gobiernos. Partiendo de esa premisa y entendiendo que ha cumplido con los procedimientos legalmente establecidos, “lo que sea que los votantes decidan es democrático”.
Esta última afirmación puede torturar a líderes persuadidos de que sólo ellos tienen la llave para acaudillar la voluntad de las masas, que “el pueblo» es sabio en la medida en que detecte esa ascendencia y los respalde. Lo contrario, afirmarán, será producto de la manipulación de ciudadanos infantilizados y necesitados de salvación y cura. Al mismo tiempo, saberse acotadas por la regla de la mayoría pone en un dilema a minorías desplazadas del poder o proclives a la alternativa no favorecida, obligadas a plegarse a la voluntad de los más aun cuando se alegue que la escogencia pondría el riesgo la integridad del pacto social o la gobernabilidad. Todas esas aprensiones, sin embargo, nunca podrían justificar la negación de la norma minimalista. La democracia es más que elecciones, sí. Pero es sobre todo participación en elecciones competitivas y celebradas en un marco de certidumbre operativa e institucional.
¿Qué implica esto? Básicamente que, aun bajo el acecho de la deriva demagógica y populista-delegativa, cada gobierno dispone de un tiempo limitado en el control y administración del poder, y que debe estar dispuesto a ceder ese poder cuando el “espacio vacío” de la democracia reclame de nuevo su advenimiento. En ese sentido, importa tener presente que la voluntad del pueblo reside en la Constitución, no en las decisiones de una mayoría transitoria y no inmune a la seducción de actores antisistema. Para que esta premisa se cumpla, son fundamentales los equilibrios y frenos a la autoridad discrecional, las redes que garantizan la “responsabilidad horizontal” del Ejecutivo (O’Donnell), promoviendo un sistema móvil que pide «la reconstrucción periódica de los órganos de decisión y deliberación públicos” (Lefort). Por ende, el tipo de orden político que desconoce la función de los contrapesos, que sataniza al adversario o favorece la fórmula hegemónica del partido-Estado-gobierno, de ningún modo podrá calificar como democracia, por más que se le adjetive mañosamente o se le presente diferenciado con atributos/valores para que así lo parezca. En ese caso el poder acaba concebido como una “cosa particular” de la que es legítimo apropiarse, visto más bien con un sentido de “posesión” más que de “ocupación” temporal, apunta Lefort.
Cabe pensar que en la previsibilidad y restricciones que el Estado de derecho impone al poder radica uno de los choques entre democracia y revolución. Aun cuando la retórica democrática suele usarse a lo largo de todo el espectro político, según observa Przeworski, parece claro que los medios y fines de una y otra tienden a rivalizar entre sí. Del “¡todo el poder para los Soviets!” a la práctica omnímoda del poder, pues, apenas medió un ajuste de slogan. Como confirman numerosos experimentos a lo largo de la historia, insistir en encajar la lógica revolucionaria de asalto y preservación del poder a toda costa, de condena al reformismo, atrincheramiento de los afines y cerrazón ante la opinión “desestabilizadora” del disidente, contrasta radicalmente con la premisa de recurrencia del lugar vacío y competencia regulada, de la consecución de consensos y equilibrios que distinguen a las dinámicas democráticas.
De allí que no pueda omitirse el paso y avance desde una democracia en sentido minimalista -base normativa de la estructura, lo que nos aglutina en su defensa- a una democracia maximalista, prescriptiva, del deber-ser: lo que diferencia y califica. Esta última atada, sin duda, al ideal rawlsoniano de justicia como equidad (1971) que remite al “buen gobierno”. Es decir, la administración y ordenamiento de una sociedad “basada en principios de justicia que priorizan tanto las libertades individuales como el bienestar colectivo, especialmente de los menos favorecidos” o worst-off, y cuyo enfoque contractualista “subraya la importancia del consenso social y las instituciones justas como pilares fundamentales para lograr una convivencia equitativa y sostenible».
A merced de las grandes crisis globales y locales, quizás tener presente estos matices sirva para comprender dónde poner el acento y hacer distinciones cuando se trata de la transformación de paradigmas políticos. Hermanar formas y fondos constituye acá un verdadero desafío. Si -en línea con lo que punta Przeworski- lo que define a un demócrata es su capacidad para aceptar derrotas incluso si sus valores están en juego, lo contrario dejará al descampado a su antagonista autoritario. No hay forma de conciliar ambas posturas ni de dulcificar coartadas para esa criatura inviable que prefigura una democracia “de partido único”, por ejemplo. He allí la aberración, la contradictio in terminis, la regresión inexcusable, la vuelta a esa distopía que los enemigos de las sociedades abiertas vendieron y siguen vendiendo como panacea para el enojo y la desconfianza en las instituciones representativas. A las puertas de un nuevo año, no queda sino persistir en la neutralización de esos viejos-nuevos fantasmas que circulan impenitentes por el mundo.
@Mibelis