No es no
El presidente Evo Morales no es de ninguna manera el malo de la película. Pese a su tendencia autoritaria, ha gobernado con buen suceso un país de tradición caótica, signado por golpes de estado, dictaduras militares y repetidos periodos de inestabilidad, donde ningún presidente civil podía mantener firme el piso bajo sus pies en el Palacio Quemado; y los resultados de su gestión económica y social son notables en cuanto a la disminución de la pobreza y el manejo de las finanzas públicas, reivindicando, además, la soberanía de los recursos naturales del país.
El problema es que después de tantos años de gobernar sin adversarios capaces de desafiar su liderazgo, siguió poniendo oído a las sirenas que lo seducían llamándolo imprescindible, y quiso reelegirse otra vez; pero al someterlo a un referéndum, la mayoría ha respondido que no. Una pregunta hecha sin trampas, hay que decirlo en su abono, porque los votos del no y del sí fueron contados de manera transparente, aun siendo la diferencia ajustada.
Las votaciones en las que no media el fraude, y por tanto los electores pueden confiar en quienes cuentan los votos, no es toda la democracia, pero sí una base imprescindible para llegar a tener democracia plena. Y ya es una ganancia estratégica que los órganos electorales gocen del prestigio de ser independientes.
Los resultados de este referéndum tan crucial prueban que el viejo fantasma del fraude está volviendo a su sarcófago en América Latina, como antes en las elecciones argentinas que perdió el candidato de la señora Kirchner, apuntada al modelo populista tan en boga hasta hace poco, o como en las elecciones legislativas en Venezuela, donde el chavismo fue derrotado de manera tan abrumadora.
El presidente Rafael Correa del Ecuador ha anunciado que no se presentará como candidato para otro periodo, lo cual lo quita, dichosamente, de la lista de quienes pretenden quedarse para siempre sentados en la silla presidencial. En las filas de su partido, o de las fuerzas que lo apoyan, surgirá seguramente un candidato que se presente en su lugar. Así se devuelve la normalidad al ejercicio democrático, que pasa necesariamente por la alternabilidad. Y esa normalidad se reafirmará mejor cuando gane la oposición; en Ecuador, en Bolivia, en cualquier parte.
Una de las maneras de tomar la medida de estadista a un gobernante, es fijarse bien como se comporta frente a la derrota. Lo peor es cuando no la acepta del todo, y recurre a falsear los resultados, o simplemente a desconocerlos, secuestrando o mandando quemar las urnas, como en el pasado no tan lejano. Pero también hay que fijarse en cómo justifica la derrota.
Que Evo diga que ha perdido la batalla pero no la guerra, es una respuesta lógica. Su partido oficial, el MAS, sigue siendo mayoritario y lleva ventaja frente a una oposición todavía dispersa y debilitada, y con un candidato joven bien puede ganar en las elecciones presidenciales de 2019, tomando ventaja del apoyo popular que los programas de gobierno tienen. El voto adverso del referéndum ha sido contra la reelección, para cerrar las puertas, con buen juicio, a la pretensión de un caudillo en ciernes que buscaría siempre las maneras de quedarse uno y otro período.
Pero también afirma que perdió el referéndum por causa de una “guerra sucia”, provocada por la derecha, y “de una conspiración externa e interna”, en la que no falta la mano del imperialismo, repitiendo lo que pocos días ante se había adelantado a expresar el presidente Maduro, quien atribuye la derrota legislativa de su partido a las mismas causas, cerrando los ojos frente a la debacle que vive Venezuela, provocada por la corrupción y la ineptitud.
Hay guerras sucias en la política latinoamericana, de eso no es fácil curarse; pero también hay actos de corrupción que cuando llegan a ser del dominio público tienen efectos devastadores, frente a una conciencia ciudadana que se vuelve cada vez más vigorosa. Y esa es responsabilidad de quien comete semejantes actos, no del votante que se siente ofendido por ellos.
Son respuestas que no corresponden a un estadista, y al fin y al cabo irrespetan al electorado. La mayoría de quienes votaron no, está lejos de hallarse compuesta por oligarcas, millonarios y burgueses reaccionarios, numéricamente una minoría; entre los votantes que negaron a Evo la posibilidad de reelegirse hay, necesariamente, gente de clase media, empleados públicos, y también proletarios, campesinos, y, por supuesto, indígenas. Muchos son beneficiarios de los programas sociales del gobierno, pero no por eso traidores.
Resulta extraño que también atribuya su derrota a un “resurgimiento del racismo”. ¿Es capaz alguien a estas alturas de convencer a las etnias quechuas y aimaras, que forman la mayoría de la población boliviana, de ser racistas contra ellos mismos? Si algo ha conseguido el país en estos años es que la población indígena se sienta protagonista de la historia, vuelva por su dignidad sojuzgada, y haga valer su cultura.
“Vamos a evaluar los mensajes de las redes sociales, donde las personas no se identifican y hacen daño a Bolivia”, ha dicho también Evo, y que “las redes sociales son como si todo se fuese por la alcantarilla”; en esto último no deja de tener razón, algo sobre lo que Umberto Eco llegó a filosofar.
Pero amenazar con una revisión del espacio de las redes sociales, culpándolas de ser parte de la conspiración de la derrota, es ir en contra de la libertad de expresión. Es cierto que en las redes sociales hay basura, voces anónimas que se expresan con resentimiento, pero lo es más que desde ellas se promueve un constante debate de ideas, se contrastan opiniones y se conocen asuntos que el poder quiere mantener ocultos, y que de otra manera no surgirían a la luz. Forman el gran espacio de libertad de nuestro tiempo.
¿Meter en cintura las redes sociales? No se puede tapar el sol con un dedo.
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