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Nietzsche, un hombre de voluntad

El pensamiento del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), fue presentado en varios textos que pudieron ver luz durante su existencia física y otros, de manera póstuma después de su fallecimiento el 25 de agosto, en la ciudad Weimar (Sajonia, Alemania), a los 56 años, para algunos biógrafos, de  neumonía, Nietzsche, hacia 1889, había comenzado a manifestar, en Turín, una serie de síntomas que lo hacen apartarse de la realidad; se le llamó “un derrumbamiento intelectual”, quedando sus escritos a una especie de «notas de la ilusión», enviada a su círculo cerrado de conocidos, donde estaban Cosima Wagner  y Jacob Burckhardt , mostrando una redacción tremendista, influenciados por la locura.

Ese debilitamiento de sus capacidades de razonamiento lógico, fueron manifestando un incremento de manera gradual, de un derrumbamiento y parálisis”, que para algunos médicos era un efecto irreversible de la sífilis, enfermedad que Nietzsche adquiera en su juventud producto de una vida licenciosa y promiscua. También está la teoría de cáncer cerebral, es decir, que tenía detrás de su ojo derecho un tumor cerebral caracterizado por el crecimiento de células anormales en el tejido, pero hay evidencia si ese tumor era benigno (no cancerosos) o maligno. Nietzsche -explica Pérez-, acabó en un manicomio de Basilea, más tarde, fue trasladado a un centro en Jena bajo la dirección de Otto Binswanger, sin obtener avances significativos en su condición de vida; a veces podía entablar conversaciones cortas y responder las cartas de su madre, pero decaía muy deprisa y volvía a las alucinaciones, la apatía y el olvido de sus viejos amigos.

Desde 1897, al fallecer su madre, quien había sido su gran protectora, vivió en una villa de Weimar, a los cuidados de su hermana; superó varios ataques de apoplejía, pero a consecuencia de uno de ellos quedó con un lado del cuerpo paralizado y sin poder levantarse ni hablar. Finalmente murió como consecuencia de una pulmonía y otro ataque de apoplejía. Fue enterrado en la iglesia de su pueblo natal, Röckener, en una tumba familiar junto a sus padres y su hermano pequeño. Entre las obras que más han impactado el pensamiento nietzscheano, por orden cronológico, están: “El nacimiento de la tragedia” (1871); “Humano demasiado humano” (1878); “El caminante y su sombra” (1880); “Aurora” (1880-1881); “La gaya ciencia” (1881-1882); “Así habló Zaratustra” (1882-1885); “Más allá del bien y del mal” (1886), “La genealogía de la moral” (1887) y “Voluntad de Poder” (1888).

Las ideas de Nietzsche se han destacado en la concepción de la voluntad del hombre para mover el todo cuanto le rodea e influir en la transformación de la realidad y darle un sentido coherente, sistémico y humanista, al Poder, el poder como voluntad de los hombres; entendiendo la voluntad de Poder como explicación del interés y razón de ser del lugar que ocupa el hombre en su universo social.  Nietzsche internalizó que el mundo estaba ya lo suficientemente desgastado por el oscurantismo y la ignorancia, para creer también en lo “ilusorio de los mundos ocultos”. Estos mundos no terminan de encontrar al hombre y su esencia; se pierden en la banalidad de la mediocridad de una sociedad que se vuelve temerosa y eunuca en la producción de nuevas ideas y conceptos.

Ante una sociedad tradicional Occidental venida a menos, Nietzsche, propone la fórmula de que “Dios ha muerto”, con ella quiso expresar, más allá de una metáfora colorida, la certeza de que el Dios cristiano, ese anunciado como “Mesías”,  no era más que la fuente creíble de los principios morales absolutos.

Ahora bien, hay la idea de que toda la vida cuerda de Nietzsche, este nunca aceptó a Dios como algo que existe, que es parte de la existencia humana. En este aspecto se difiere de una manera concreta, porque Nietzsche no solamente se llegó a confesar ateo, sino creyente del decaimiento de la cultura Occidental, por lo tanto tuvo fe en algo, en una idea, en un pre-concepto en el cual entendía la presencia de Dios como un agente que desvirtuaba la realidad y hacia a los hombres dependientes de preceptos morales infértiles y obtusos. Percibió que la Ilustración fue un movimiento cultural e intelectual que aportó claridad a la sociedad en una época en la cual el pensamiento religioso se erigía como verdad.

Esa percepción nietzscheana de no creer en nada, el nihilismo puro, con rasgos de la trágica crisis de un tiempo que impresionaba ante la técnica de los nuevos tiempos. Esa “no creencia”, comprendió el nihilismo como una enfermedad de la modernidad, por colocar en lugar privilegiado lo absurdo,  la nada, el  sin sentido, que lleva, inevitablemente a la pérdida de todos los valores.

Esa pérdida de valores inaugura la era del fenómeno nihilista; donde el “sol de la fé cristiana” tiene que mentir; la oscuridad es el destino del mundo que se ahoga entre lo “divino” y lo “suprasensible”; Nietzsche al pronunciarse sobre la “muerte del dios cristiano”, lo acompaña con la idea de que es posible un “amanecer”, donde el último hombre se convierte en el comienzo y fin del nihilismo; el último hombre no está solo, se multiplica en quienes tienen el poder para crear y amar, y quienes son esclavizados, programados y superfluos; la metafísica aparece integrada a la moral, ya que al darse la crisis de valores, que viene de origen individual, el colectivo sería el único brazo extensivo que acercaría al hombre a un cambio total. Ese colectivo, masa, grupo social de consenso, de unidad de valores por encima de los valores individuales, muestra los errores metafísicos de un pensamiento occidental, donde el hombre occidental busca develar su verdad desde la genealogía, lo cual a su entender es otro error, porque la genealogía, como técnica histórica que establece la contradicción entre diversas creencias filosóficas y sociales, cuando se orientan a lo moral tienden a observar al hombre en un rango superficial de la verdad, donde ese “Dios que murió” producto de la actitud “asesina del hombre”, quien lo mató con el propósito de llegar a un mayor entendimiento del mundo, desencadena la crisis de valores que tiene a la sociedad dependiente del consumismo, de la explotación industrial y de la manipulación política de los falsos mesías que deterioran la autoestima y esencia de los pueblos. El signo de la Nada, “aún más allá y más acá del no-ser”, se explica a través de la  Voluntad de Nada, la cual es la esencia de la vida, descubriendo los orígenes de la crisis de valores y las premisas de una metafísica que parte de la apariencia hasta converger en el fenómeno de un nuevo mundo, que es el mismo mundo destruido, pero este cuenta, a diferencia de aquél, con una potencial idea de superarse, de trascender; los fenómenos sociales, desde la sensibilidad, son reducidos a la superficialidad de la apariencia que se encamina hacia la nada, el sufrimiento del hombre y su cansancio de la vida.

Nietzsche percibe al individuo en su dolor y su decadencia; ante un mundo de la nada, impone otro mundo que es estable y permanente, y el cual aloja verdad, vista desde el sujeto, con sus variantes y modificaciones, pero al fin de cuenta, verdad para quien entiende el conocimiento como una postura personal ante la vida. El objeto de la metafísica en Nietzsche, se ha mantenido a través de los cambios, siendo un Ser en sí mismo.

A grandes rasgos, la metafísica del Ser, desde la visión analítica de Nietzsche, es una ficción que se acepta mientras responda a las necesidades de estabilidad de lo que se conoce como “creyentes en ultramundos”, “alucinados de un tiempo pretérito”; el mundo ideal, recalca Nietzsche, es la conjunción ordenada de la sistematización y las apariencias empíricas, de una realidad fenoménica.

En un contexto puntual, Nietzsche cuestiona los “valores de la moral”, impactando el cristianismo, dando origen a los valores morales, que son capaces de establecer una distinción del bien y el mal.

Si algo mueve las ideas de Nietzsche, es la voluntad humana por dominar la naturaleza de las relaciones sociales y las relaciones de los hombres con el Poder. Esa voluntad de Poder se presenta como un conjunto de impulsos, con fuerza creativa, movimiento, trascendencia en el marco del alma clasista, la que se entiende como “noble alma del aristócrata.

En el texto “Así habla Zaratustra”, Nietzsche expresa que en “… todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder, e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de señor…” La voluntad de poder,  es un concepto ambiguo, una noción ambivalente, que se define como voluntad del cuerpo para impregnarse de la dinámica fe la  inteligencia, entendimiento y pensamiento. El cuerpo humano, en el que repercute siempre, vivo y vivaz, el pasado más remoto y más próximo de todo el devenir orgánico, a través del cual, por encima y por fuera del cual parece correr un prodigioso e inaudito río: el cuerpo es una noción más sorprendente que la antigua alma.

Nietzsche, y es una afirmación de Sigmund Freud, se conocía a profundidad a sí mismo; a su juicio, el “cuerpo es más rico que la conciencia”, ya que partiendo de la sabiduría, el cuerpo nos coloca en la  condición de comprender la Voluntad de Poder, que es “fuerza destructiva y creativa”, apreciándose el movimiento de la vida.

En el marco de las ciencias, sobre todo las naturales, Nietzsche señala un camino hacia la captación, sin deformación ideológica y religiosa, de la realidad; difiere, sin embargo, que el hombre occidental vaya a renunciar a sus falsos dioses; terminar con las ilusiones y captar el mundo como parte de la realidad, es la finalidad de la ciencia en un plano intelectual superado por el racionalismo místico monoteísta, en particular el misticismo oriental no teísta.

Otro aspecto que destaca en el pensamiento de Nietzsche, es la figura creativa de Dionisio. En acepción de Cahill (2005), Dionisio fue  conocido en Roma como el dios itálico Liber Pater, el dios del vino, la viña y el delirio místico; la mitología cuenta, expresa Cahill (2005), hijo de Zeus y Sémele, de la segunda generación de los olímpicos, Dionisio es concebido a solamente tres meses de gestación, cosido en su muslo, después de ser extraído del seno de su madre fulminada por un rayo del mismo Zeus; es por este hecho que se le conoce como el nacido dos veces.

A Dionisio se le educó, por instrucciones de Hermes, bajo la protección de Atamante, rey de Orcómeno, y su esposa Ino. Para evitar los celos de Hera, que ya había engañado a Sémele para que pidiera a Zeus una exhibición de rayos que la mató, visten a Dionisio con ropa de niña; sin embargo, la estrategia no fue exitosa y Hera, Ino y Atamante enloquecieran, teniendo  Zeus que llevarse a Dionisio lejos de Grecia, al país llamado Nisa. Allí, cuenta Cahill (2005),  lo “transformó en cabrito y lo entregó a las ninfas autóctonas” (2005, pág. 34). Las ninfas se convirtieron en la constelación de Híades. Dionisio fue creciendo y es ya formado que descubre el vino, Hera lo enloqueció y vagó por Egipto y Siria, llegando a Frigia, donde lo recibió Cibeles, purificándolo e iniciándolo en su culto; desde entonces, a Dionisio lo acompañaría  el vino en las sátiras, bacanales y otras bestialidades de ritos que buscaban, a través del placer y la alegría, ir más allá de la realidad. En los márgenes del Estrimón, en Tracia, donde reinaba Licurgo, se quiso matar a Dionisio y acabó loco, cortándose una pierna y la de su hijo y siendo descuartizado por su propio pueblo.

Sin embargo, Dionisio, como centro de adoración, en Grecia, instauró las bacanales, a pesar del rey, al que castigó, e hizo de la vida  una era de festejos, mediante grandes procesiones de los genios de la Tierra y la fecundidad, conocidos como los Misterios de Dionisio.

Lo Dionisíaco, en este contexto, es una expresión que se refiere al dios Dionisio como una fuerza creadora. En Shelling, dionisíaco y apolíneo aparecen como referencia a Apolo y a Dionisio; ellos representan forma y orden (apolíneo) e impulso creador (dionisíaco). En Hegel, dionisíaco y apolíneo complementan la idea de verdad, pero fue con Nietzsche que esa expresión fue popularizada. Según su tesis, las dos divinidades griegas, Dionisio y Apolo definen los dos lados complementarios del mundo, del arte y del ser humano. Para la creación, tenemos por un lado al dios Apolo y del otro a Dionisio, dios del caos, de la desmesura, de la deformidad, de la noche creadora del sonido, dios de la música, arte que Nietzsche considera madre de todas. El mundo del arte dionisíaco representa la potencia emocional que aparece en el lenguaje musical, pero también puede ser reconocida al lado del impulso apolíneo como estados fisiológicos de embriaguez y sueño respectivamente. Estos estados son condiciones necesarias, en el ser humano, para la producción del arte.

En un aspecto concreto, en el caso del punto de vista nietzscheano, el comportamiento humano se mueve en dos principios naturales que le definen el impulso y la voluntad: lo dionisíaco, lo entiende como acción “negadora de cualquier límite”, que lleva al hombre a la exaltación; a ese principio le contrapone Nietzsche “el espíritu de la vida a la apolínea” que es la expresión desnuda de la razón; lo dionisíaco es en Nietzsche, la afirmación de la vida en todas sus formas, sus pretensiones, circunstancias, incertidumbre y caos; donde el pensamiento racional se percibe ajeno a la grandeza de la vida, ya que está limitado a la causa y efecto de lo determinado, de lo que es posible. El hombre está hecho para lo indeterminado, para lo infinito; para vivir en razón de una vida que concibe trascendental, nunca limitada.

Sobre Apolo, en el escenario de la mitología Griega, era el hijo de Zeus (Júpiter) y Leto (Letona), hermano gemelo de la diosa Artemisa, dios del Sol, la lógica, y la razón; fue un gran músico y curandero. Apolo creció, convirtió a la isla de Delos, donde se crio, en una hermosa isla. Dionisio y Apolo, convergen en la idea entre la alegría y la tristeza, el bien y el mal; Apolo, en sus variantes de ideas “apolíneos”, hace referencia a la luz, el orden, la belleza; Dionisio, en sus variantes “dionisiaco”, representando la oscuridad y el desorden. En este aspecto Dionisio y Apolo son respectivamente símbolos de vida y de muerte, fuerza vital y racionalidad, salud y enfermedad, instinto e intelecto, oscuridad y luz, devenir e inmovilidad, embriaguez y sueño. Naturalmente desmedido, el impulso dionisíaco se encuadró en la forma de expresión de lo apolíneo; éste, a su vez, adquirió la movilidad dionisíaca, puesto que su rigidez podría conducir también la vida al completo declive. En nosotros, tales principios sobreviven. Por un lado, hay apariencia, la plenitud sexual, la astucia, la capacidad de ser y hacer, de volverse importante y de ser libre. Y por otro hay pura razón, la conformación, la lucidez, la sobriedad, el respeto al orden público. Aspectos que se mezclan y que, según Nietzsche, dan sustrato para que vivamos.

De esa visión de moral y valores, expuesta ampliamente en su libro “La genealogía de la moral”, Nietzsche; la voluntad del hombre alrededor de la idea de poder afirma la realización personal y de abundancia de creatividad como eje vinculante del hombre con la realidad. El hombre arguye el saber, lo procesa, lo transforma, lo recrea y luego lo excreta en forma de  saber contradictorio del alcance real de la vida; de entre todas las creaciones de la vida, el arte, es la que restituye en el hombre con su esencia y lo hace trascendental. Nietzsche conjuga las bellas artes con la humanización para ocultar lo “feo”. El propio Nietzsche en “Así hablaba Zaratustra”, dice: “…el arte es el más alto poder de lo falso, magnifica el mundo como error, santifica la mentira, hace de la voluntad de engañar un ideal superior.

La embriaguez de la vida y la voluntad de existir, se dan a través de la creación de formas armoniosas;  Nietzsche hace referencia en sus textos  de la vida creativa, incluyendo, en su ámbito de pertinencia, la actividad artística, el trabajo auténtico y, en general, todo lo concerniente a la creación de valores positivos. El mundo se entreteje entre “la alegría y el placer”, la voluntad de poder halla su sitio en las almas de “maestros”, es decir, aquellos que por los poderes de la vida, crean auténticos valores morales.

Nietzsche, de manera real y no imaginativa o especulativa, es aristócrata, en el sentido etimológico del término; se opone la individualidad, creativa y hermosa del “aristócrata”; la moral aristocrática, que es un acto creativo, de afirmación de los valores y la aserción de hacerlo en la alegría. Muy diferente a la moral de los esclavos, la cual surgió del resentimiento, la injusticia, el dolor; el trato inhumano, bestial y salvaje al hombre; de allí no se puede engendrar nada,  no engendra sino valores negativos, superficiales y falsos. La rebelión de los esclavos en la moral –expone Nietzsche- comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “afuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no, es lo que constituye su acción creadora…Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo.

Este acercamiento a la noción de moral lleva a Nietzsche a plantearse un enfoque de “autenticidad”, el cual se remite a la afirmación, de “superarse a sí mismo”, en el marco del poder creativo de la vida. En los manuscritos “El nacimiento de la tragedia” y la “La voluntad de poder”, este último fue uno de sus escritos póstumos, se aprecia la influencia de Dionisio como símbolo del exceso y abundancia en la vida; el hombre  nietzscheano es producto de la creación y la destrucción, en armonía con la sensualidad, consciente de la vida, exuberante y excitante. El ser humano nietzscheano  “…no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses.

Las ideas de Nietzsche confluyen en la idealización de un hombre occidental que emerge de sus cenizas, es denominado por él el “superhombre” que trasciende a sí mismo hacia un tipo humano más elevado, de espíritu libre, capaz de hacer retroceder la fuerza de reacción, que es negativa, mediante la afirmación de la vida y la creación. Nietzsche visualiza a ese hombre en camino para completar un estatus creativo, elevando la conciencia hacia un espacio de intercambio y correlación; es el hombre superior, vencedor de “Dios y de la Nada” , rompiendo cualquier relación con las ideas mitológicas germánicas, involucrando la palabra con el ideal de superhombre donde  lo dionisíaco marca el destino y la Voluntad de Poder, es el germen fértil que cultiva el nuevo amanecer de la humanidad.

Nietzsche propone el argumento del “Eterno Retorno”, resaltando que los hombres están en un estado del universo el cual lo retoman  periódicamente, proponiendo una concepción de “filosofía de la alegría”, bajo el carácter de la creatividad y plenitud vital, vitalismo en el sentido preciso de la palabra. Para Nietzsche, la filosofía de felicidad, debe entenderse, es una vía inventada para ese tejido de mentiras y temores en las cuales el hombre occidental ha instituido su vida civilizatoria; la filosofía de la felicidad no es externa, vacía; ocurre fuera del hombre, como expresión de lo que el hombre por error es y debería “no-ser”;  depende de la voluntad realizar o no, los cambios; integrarse a una postura de dignidad que confronte esa ilusión de la felicidad individual, y se concentre en una moral colectiva que desde la virtud le permita alcanzar peldaños de brillantes a reforzar las leyes propias de la vida en sociedad, minimizando, proporcionalmente, el tamaño moral del hombre, es decir, buscando erradicar ese hombre que siguen la doctrina de la felicidad y la virtud del engaño y no sus propias leyes;  Nietzsche, es preciso al decir:  “Cuando la filosofía era materia de emulación en la Grecia del siglo III, había algunos filósofos a quienes hacia felices pensar en la envidia que debía despertar su dicha en los que vivían con arreglo a otros principios y desconfiaban de haber acertado; creían refutar a estos con su felicidad mejor que con ningún argumento, y se figuraban que para lograr este fin bastaría parecer siempre felices, pero de este modo llegaban, necesariamente a la larga, a ser felices de veras…”

En concreto, se puede ser feliz o ser irreverente a esa felicidad, logrando con esa irreverencia, también ser feliz; la felicidad no debe comprenderse como el destino de la vida, sino como parte del conocimiento de la realidad; lo real en Nietzsche, es representar fielmente lo que existe, desconociendo todo aquello que busque mentir o alterar el sentido de verdad al que está integrado el hombre en sociedad.

Pero esa felicidad, o filosofía de la felicidad, no es el producto de un Nietzsche adulto, sino de escritos de juventud que al ir madurando en Nietzsche se llegó a la conclusión que la felicidad siempre será la conexión asociativa entre los valores genuinos y originarios de los hombres, y la realidad que circunda esos valores. La fuerza eterna dionisíaca que destruye y crea constantemente este mundo dominado por el dolor y la creatividad no suscita en nosotros la náusea, la desazón o la repulsión. Fueron Sócrates y Platón con su metafísica los que renegaron de ese mundo postulando otro celeste e inmóvil donde se aquietara la lucha; eso mismo hizo el cristianismo y, más adelante, Schopenhauer. En cambio la tragedia enseña a decir un «sí» absoluto a ese mundo de dolor, de sufrimiento y de contradicción. La concepción del mundo alumbrada por Apolo y Dioniso va más allá de la concepción metafísica de corte platónico. El mundo apolíneo de las máscaras y de las apariencias, en cuanto éstas se suceden incesantemente sin reclamar permanencia eterna y mostrando el placer de la destrucción, es el mundo dionisíaco de la sobreabundancia de fuerzas creativas.

Es decir, como cierre de estas ideas sobre Nietzsche y su existencia, que para él la felicidad se muestra en la concepción de un mundo acoplado a las máscaras y apariencias de una sociedad cada vez más limitada en su razón de mostrar la esencia de un hombre que logra superar al hombre para reivindicar un lugar en la naturaleza y el universo.

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