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Neruda, Castro y el comunismo chileno

En septiembre de 1970, cuando Salvador Allende gana las elecciones presidenciales en una estrecha contienda contra los otros dos candidatos – Jorge Alessandri Rodríguez, conservador, y Radomiro Tomic, demócrata cristiano – Pablo Neruda venía de cumplir 66 años. Había sido uno de los precandidatos a la nominación en representación del Partido Comunista de Chile, del que era no sólo un leal y comprometido militante, habiendo obtenido por determinación de su disciplinada dirección los más altos cargos de representación popular – senador de la República – sino su figura representativa por excelencia. Era, además, la figura literaria y cultural viva más importante del país y el gran poeta del comunismo mundial, como Picasso lo era de la pintura. Si bien en su caso la estricta y fiel militancia partidista lo habían convertido en un miembro de su más alta dirigencia y un consentido de la nomenklatura soviética.

Esa última década de su vida, sus viajes anuales a la Unión Soviética, su paso por París, su vida de voraz vividor y de tenaces encuentros con sus fieles y leales amistades, sus dudas y vacilaciones políticas han sido narradas con prolija exactitud por Jorge Edwards en su libro Adiós, Poeta, del que ya hemos hecho una primera reseña. Cabe imaginar que el poeta, ya de resonancia mundial y personaje de primera fila de la intelligentsia comunista internacional, mantenía en torno suyo el clásico foso de inexpugnable intimidad que rodea a los militantes de esa cofradía cerrada y estricta que es la militancia comunista. Semejante a un cardenal, que antes va a la hoguera que revelar secretos de su Santa Iglesia, así Neruda.

Si bien su poesía sufre un vuelco como consecuencia de las revelaciones del XX Congreso del PCUS referentes a la barbarie estalinista, a cuya muerte el poeta escribiera una ominosa apología, y vuelve desde lejos y tímidamente a su esencia intimista de su primera poesía, aquella de Residencia en la tierra (1925-1935) que lo convirtiera en el primer poeta en lengua española de la modernidad – digno heredero de sus amados Quevedo y Góngora -, Jorge Edwards nos desvela las dudas, las incertidumbres, las vacilaciones posteriores a las revelaciones de Kruschev. Pero más que las miserias del estalinismo, lo afectan las miserias con que Fidel Castro y los intelectuales cubanos a su servicio se ceban en su figura a raíz de su participación en julio de 1966 en un congreso del PEN Club. La carta incriminatoria escrita por tres funcionarios cubanos a instancias de Fidel Castro contra el vate chileno constituye uno de los ataques más infames, arteros y cínicos de que se tenga memoria en la historia de las tortuosas relaciones entre la política y la literatura en América Latina. Tanto o más ominosa que la práctica expulsión de Volodia Teitelboim de un encuentro de la izquierda latinoamericana en La Habana por esos mismos años. Pues era, además, un mentís a la supuesta distancia entre la revolución cubana y el estalinismo: Cuba ya se había convertido, a cinco años del triunfo de la revolución contra la dictadura de Batista, en un cuartel tanto o más policíaco, represor y tiránico que la Unión Soviética de los años treinta. Poco después, el caso Padilla – uno de los firmantes de la carta abierta, por cierto – terminaría por romper la luna de miel entre la intelectualidad y la cultura mundial con el castrismo. Al releer los nombres de los cubanos firmantes resaltan los nombres de Jesús Díaz, Manuel Moreno Fraginals, el mismo Heberto Padilla y otros desencantados del castrismo, muertos en el destierro. No habrán firmado de muy buena gana.

Lo sorprendente del recuento de Jorge Edwards es no solo constatar la profunda herida que la puñalada castrista asestara para el resto de los pocos años de vida que le quedaban al poeta: es comprobar la angustia con que Neruda asumía la victoria de Salvador Allende, de cuyas consecuencias desastrosas y trágicas para Chile no tenía, pocos meses antes de esa victoria, la menor duda. En una visita a Lima de abril de 1970 se confiesa en la máxima intimidad sin ambages. Este es el recuento de Jorge Edwards, en cuya casa del barrio limeño de Miraflores se alojaran Neruda y Matilde Urrutia, sobre una situación inminente: “Él creía que la situación en Chile iba a ser extremadamente difícil. No era nada optimista, no se hacía ilusiones de ninguna clase al respecto. El triunfalismo que exhibirían más tarde algunos otros sectores de la Unidad Popular era, ahora, enteramente ajeno a él, ajeno a su experiencia política y a su visión actual de las cosas.”

No sólo se había distanciado sentimental y anímicamente del entusiasmo con que sus camaradas del PCCh le encargaban tareas de proselitismo y propaganda en su ruta por tierra de regreso a Santiago desde Lima, seguros de que Allende vencería en las elecciones de septiembre: su pesimismo sobre el futuro lo llevaba por un derrotero absolutamente contrario: “En estas elecciones, él veía a dos candidatos, dos personas valiosas, talentosas, combativas, dos amigos suyos, por lo demás” – el mismo Allende y Radomiro Tomic – “pero esas dos personas, de un modo demasiado visible, ambicionaban llegar a ser presidentes de Chile, y eso, en aquel momento, a él no terminaba de gustarle.” ¿Qué prefería él en la grave circunstancia? “Había un tercero, en cambio,” –relata Jorge Edwards que Neruda le habría dicho esa mañana limeña de abril, a poco más de cuatro meses de distancia del proceso electoral, recién desayunado y aún entre las sábanas, en un clima de íntima camaradería, mientras Matilde Urrutia trajinaba de un lado al otro del amplio dormitorio – “un viejo conservador” – se refería Neruda al ex presidente y empresario de vieja estirpe conservadora e ilustrada, hijo del dos veces presidente Arturo Alessandri Palma, Jorge Alessandri Rodríguez – “muy alejado de las posiciones suyas, representante del Chile anticuado y reaccionario de siempre, pero que a él, en esas circunstancias de la vida del país, le parecía un candidato estimable. Si triunfaba Allende, como su partido, con criterio realista, pensaba que ocurriría, él tenía mucho miedo de que las cosas terminaran mal. ‘Pero yo no puedo, como tú comprenderás, votar por Jorge Alessandri’.” Como para terminar de cuadrar el ánimo de la pareja, agrega Edwards que la frontal y siempre activa Matilde Urrutia habría agregado como al pasar: “Yo voy a votar por Tomic”.

La historia se encargaría de confirmar hasta en sus más mínimos detalles la sombría predicción de Neruda, que viviera como embajador de Allende en París, con Edwards como su ministro consejero. Recibiría el Nobel de literatura, padecería de un cáncer terminal y moriría pocos días después del golpe que seguramente había esperado desde el día mismo de la asunción de mando de su amigo Salvador Allende, por quien votara en las cuatro oportunidades en que se presentara de candidato.

El otro aspecto que terminaría teniendo consecuencias, de cuyo alcance y desenlace aún no tenemos mayores certidumbres, fue el vuelco que tendría su partido luego de ese golpe de Estado: un acercamiento insospechado hacia la tiranía cubana. El partido comunista más filo soviético, estalinista y observante del planeta, el chileno, que se enfrentara con Fidel Castro hasta el borde de la ruptura, que defendiera la vía pacífica y electoral hacia el socialismo y combatiera frontalmente a las izquierdas castristas de Chile y el continente en su aventurerismo guerrillero, y cuyas más dramáticas consecuencias las sufriría el propio Neruda con el avieso ataque de la intelectualidad castrista de Cuba y la izquierda revolucionaria entera, se acercaría a Castro, aceptaría la vía armada para salir de la dictadura pinochetista y se marginaría de los primeros esfuerzos de los partidos de la concertación por salir de Pinochet mediante la realización del Plebiscito establecido por el mismo Pinochet en la Constitución promulgada durante su dictadura.

Giros de la historia: ese acercamiento ha sido recíproco. Cuba abandonó la vía armada como estrategia para la siempre postergada conquista de América Latina, apostó a la vía electoral, conformó un frente común – el Foro de Sao Paulo – de partidos y movimientos de izquierda marxista tras el intento de copar todos los gobiernos de la región, mediante crisis de gobernabilidad inducidas y conquistas de los respectivos gobiernos. Último beneficiado de tal estrategia, el propio gobierno de Michelle Bachelet, más cercano política y espiritualmente al de Salvador Allende que al de Patricio Aylwin, ya sufre los embates de ese acercamiento. La punta de lanza de este insólito proceso de regresión es el Partido Comunista chileno. Como diría el bardo, “la vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida, ay Dios…”

@sangarccs

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