Nepal: Un dolor muy intenso
Pensando en los Nepalíes (Tibetanos e Indios) que sufren lo indecible y en mi hija Cyntia y Andy que aguardan tomar un vuelo, en la emergencia de Katmandú.
Solo una vez en la vida he tenido una experiencia tan honda entre lo práctico y lo ancestral: bajé del avión más moderno del momento, en el aeropuerto de Katmandú y sin mediar otro vehículo de la modernidad me fui a pie hasta Pashupatinath, una de las moradas más sagradas de Shiva; sitio de peregrinación de los que siguen a la poderosa deidad que «destruye para crear».
Aquellos que no profesamos ese culto milenario tenemos prohibido traspasar las murallas del misterioso recinto. La forzada interdicción me hizo meditar, en la ribera opuesta del río Bagmati, sobre la muerte vencedora que se eleva en humo de sándalo desde los crematorios. Trabajan allí docenas de fieles, día y noche, al borde de las aguas que remontan las cenizas hacia un devenir de las almas en busca del Nirvana.
Esa imagen que vislumbro en mi memoria tres lustros después, de manera vívida, se mezcla de forma desolada con la contemplación desgarradora de la pantalla de plasma donde la CNN no ha dejado de mostrar las graves consecuencias de la potencia devastadora del terremoto que ya ha causado la muerte a más de ocho mil personas y casi ha destruido la bellísima memoria arquitectónica de una civilización, con un golpe demoledor al patrimonio cultural de la humanidad. Allí, en ese valle tan castigado por la naturaleza, las raíces del Tantrismo enlazan y confunden las ramas del Hinduismo con otra concepción del mundo y de la vida, tal vez más científica, la de las enseñanzas del Buda.
Y fue en otro de mis numerosos viajes a Nepal cuando festejé en «situs» un aniversario de la luna llena que celebra el nacimiento (medio milenio antes de Cristo) del príncipe Sidharta, en Lumbini. Ahora reparo que una suerte de búsqueda de espiritualidad me llevó también a compenetrarme en ese reino tan singular. Su monarca de entonces, de profunda convicción Hindú —la tradición apuntaba a Birendra como reencarnación de Vishnu— mantenía un vínculo especial con un Lama Rinpoché que nos acogió y acabó abriendo las puertas de su monasterio, donde «tomaron refugio» dos de mis hijas y me concedieron el honor de otorgarme un nombre simbólico. A Lopön Tchechu Rinpoché dediqué un poema en el que reconocía mi falta de rigor y disciplina para seguir las enseñanzas del gran maestro de Sarnath:
«No buscó el fingimiento y ha sufrido cuando ha amado/ ¿amará entonces al sufrimiento/ que acecha detrás del amor?/ y que en otra faceta/ asoma su esqueleto/ de cuencas oscuras)./ no se aferró a nada/ nada es y nada será/ en ese recipiente que ocupa,/ menos noble que la arcilla./ El cuerpo es un depósito/ y la mente un estanque de pensamientos/ que origina su réplica inútil./ No quiere desprenderse del deseo/ mediante la meditación./ No ama al sufrimiento:/ lo condena a fustigarle;/ no busca soluciones prácticas/ en el mundo ilusorio:/ la Maya que puebla y que me Puebla./ Aun no halla razón de peso/ para inclinarse al desprendimiento;/ aprecia el esfuerzo del sabio/ que dentro o fuera de su gruta/ construye su morada/ con la prisión de su libertad./ No sigue los pasos del asceta/ ni renuncia a los placeres vanos/ que se cobran el precio/ de una entera existencia./ Al Buda lo escucha y lo ama:/ ha sido incapaz de seguirlo,/ tampoco yo.»
Esta crónica no debería tener un enfoque familiar, pero dadas las circunstancias actuales se podrá entender; veo ahora con mayor calado cómo cambió nuestra existencia el privilegio que tuve de trabajar para mi país, de manera concurrente, desde la India en Nepal: una de mis hijas, formada en la Sorbonne, decidió profundizar en las tradiciones y en la lengua tibetana y hace varios años estudia y enseña a la vez, en ese país de los Himalayas.
En los momentos en que escribo estas líneas, ella y su marido, un joven cineasta norteamericano que profundiza también en otra poderosa tradición hinduista, se encuentran durmiendo a la intemperie en una cancha de tenis de un hotel internacional; su departamento, frente a Boudhanath, una de las más emblemáticas estupas, quedó afectado por el terremoto. Además, las intensas réplicas continúan sembrando pánico por su rabiosa intensidad.
El rey Birendra, de trágico fin —fue asesinado por su hijo Dipendra— me recibió en su palacio para la ceremonia de entrega de las cartas credenciales que me acreditaban como embajador. Antes, el protocolo me había transmitido unas indicaciones particulares, sin pormenores: lleve usted un pañuelo blanco en el bolsillo de su saco, me dijeron.
Al concluir la ceremonia, uno de los momentos más altos en la carrera de un diplomático, el instante quedó marcado de manera adicional por un detalle único y significativo: el monarca extendió su mano y me pidió el pañuelo. Un ayuda de cámara se aproximó con un frasco de perfume que olía a jazmín y roció unas gotas.
El rey Birendra me devolvió el pañuelo.
Hoy acudí en busca de ese trozo de tela, ya blanquecina, que conservo en una pequeña urna de sándalo…
NOTA: El embajador mexicano Edmundo Font -en activo y con 40 años de servicio exterior en 8 países de 4 continentes- ha incursionado en la poesía, la traducción, la pintura, y la crónica periodística. Es colaborador de analítica.com desde hace varios años.