Muerte y resurrección
Alan Eugene Magee, 24 años, era uno de los tripulantes estadounidenses del avión B17 que bombardeaba posiciones del ejército nazi en Francia, el 3 de enero de 1943, durante la 2a Guerra Mundial. El avión fue destruido en el aire, y Magee cayó desde 6700 metros, sin paracaídas. Por la altitud -poco oxígeno- perdió el conocimiento varias veces. Atravesó los cristales de la estación ferroviaria en San Nazario, y se estrelló contra el suelo del vestíbulo. Con casi todos los huesos rotos, daños graves en un pulmón y los riñones, brazo derecho semi desprendido: Sobrevivió. Al parecer, los paneles del techo de vidrio de la estación, amortiguaron el impacto. Alan Magee murió a la edad de 84 años, en San Ángelo, Texas, el 20 de diciembre de 2003.
El avión BAC 111-500 de la compañía British Airways , la madrugada del 10 de junio de 1990 estaba en el hangar de mantenimiento, con orden de reemplazar los 90 tornillos de la ventana frontal izquierda de la cabina de mando (probablemente la habían sentido vibrar). El técnico encargado los sacó y fue al almacén a pedir unos nuevos. El responsable del almacén le indicó que el calibre que solicitaba no era el correspondiente a la ventana de ese avión, sin embargo el técnico insistió en que le dieran unos iguales a los que había sacado, y quizás por evitar discutir o por la modorra de la madrugada, el almacenista lo complació. El técnico colocó de nuevo la ventana, pero 84 de los 90 tornillos no eran del calibre o la longitud correcta (el parabrisas se halló luego con algunos tornillos aún en él, y se comparó con los tornillos anteriores, que el técnico había alcanzado a rescatar de la basura).
El vuelo 5390, con 81 pasajeros y 6 tripulantes, despegó de Birmingham (Inglaterra) a las 7.20 am, con destino a Málaga (España), un viaje de 2 horas. A los 13 minutos y a 5.273 metros de altura, el parabrisas se salió de su marco, junto con dos tercios del cuerpo del piloto, Tim Lancaster, de 42 años, que se había liberado del arnés que lo mantenía asegurado a su silla. Fue absorbido desde fuera de la cabina, por la diferencia de presiones (76 kPa en el interior y 54 kPa en el exterior. Por debajo de 2900 mts de altura ocurre lo contrario, porque la diferencia de presión estática no compensa la presión del aire sobre el parabrisas por la velocidad del avión, la presión interior es menor que la exterior). Una densa niebla llenó la cabina a consecuencia de la sobresaturación del aire al no poder retener su vapor de agua con la reducción casi instantánea de la presión en cabina. El cuerpo del piloto no salió completo, porque sus pies se trabaron y empujaron el volante, forzando al brusco descenso de la nave. Dos tripulantes se turnaron para sujetarlo por las piernas, sin poder meterlo en la cabina. El copiloto Alistair Atchison -39 – volaba por primera vez en esa compañía y en esa ruta-, descendió para apartarse de las rutas de vuelo y alcanzar una altura donde no necesitaran las máscaras de oxígeno, una acción clave para poder salvar a todos a bordo. Luego de bajar a 3.000 metros y disminuir la velocidad a no más de 300 km/h, el cuerpo del capitán dejó de estar presionado encima de la cabina y se deslizó por la parte exterior, pegando la cara de la ventana lateral izquierda. Quienes lo sostenían, exhaustos por el esfuerzo, el frío y calambres, (uno resultó con un hombro dislocado, congelado su rostro y daños graves en un ojo), le propusieron al copiloto soltar el cuerpo del piloto -convencidos de que ya estaba muerto-, pero el copiloto rechazó la sugerencia porque podía ser absorbido por un motor y agravaría la situación. Al copiloto le dieron la opción de aterrizar en el aeropuerto de Gatwick, en Londres, pero él estaba más familiarizado con el de Southampton y allá se prepararon para atender la emergencia. El piloto estuvo fuera del avión 22’(7.33 a 7.55), dando golpes al fuselaje, a 620 Kmh, a menos 17ºC, a 3.000 mts, inconsciente, durante el trayecto al aeropuerto de Southampton. Al aterrizar los paramédicos lo declararon muerto, pero le aplicaron medidas extremas que incluyeron el uso del desfibrilador. Lograron revivirlo, estuvo semanas en terapia intensiva, a los 5 meses se reincorporó a BA, y luego pasó a otra empresa aérea.
El 8 de enero de 1991, Rafael Corti Vivas, Alférez de la Escuela Naval, en curso particular para aprender a pilotear aeronaves, entrenando solo en avioneta monomotor Cessna cayó a tierra cerca de San Casimiro, Aragua. La Armada dispuso un avión Casa 212 AVIOCAR, siglas ARV-0209, para trasladar el cuerpo -el día 10- para su entierro en Mérida, de donde era nativo el occiso. En ese vuelo iban 12 familiares, 7 compañeros de la Escuela Naval y 3 tripulantes: 22 personas y el ataúd con el cadáver. El aeropuerto de Mérida es de muy difícil acceso, ubicado en una estrecha meseta entre montañas elevadas y abruptas, y ese día la visibilidad era poca. El avión había hecho escala en Santa Bárbara del Zulia, esperando que las condiciones mejoraran. Se desvió de la ruta regular, que sobrevuela el valle del río Chama. Al pasar la recta de Santa Bárbara-El Vigía-Chiguará debió cruzar al noreste, en dirección a Lagunillas, Ejido-Mérida, apenas a 45 kmts, pero siguió recto, hacia los páramos del sur, cuya nubosidad impidió evitar el extravío y la colisión. A las 4 pm chocó contra una montaña del páramo de Mucuquí, al SO de la ciudad de Mérida. De las 22 personas vivas a bordo, fallecieron 21. Sobrevivió el Alférez Naval Renato Marino Bove, entonces de 22 años, hoy con 49, Teniente retirado, reside en Barcelona, España.
El 6 de julio del 2010, Yulia Evdokímova, de 21 años, residente de Nefteiugansk, ciudad de Siberia, Rusia, saltó de un avión a 800 metros de altitud, y su paracaídas falló. Sobrevivió porque cayó en un pantano y la alta humedad del lodo amortiguó el golpe. Sus heridas fueron muy graves; La jovencita estuvo en el hospital más de un mes, con fracturas de dos vértebras y una costilla, además de otras lesiones. Le practicaron una difícil cirugía de columna vertebral, pero gracias a la pericia médica, su juventud y la suerte de haber caído en un colchón de barro blando, pudo evitar esa segura muerte.
La Catalepsia es una condición que afecta a muy pocas personas, quienes cada cierto tiempo presentan rigidez corporal, pulso y respiración extremadamente lentos, lividez de la piel, no responden a estímulos ni muestran signos vitales en el examen médico, su apariencia es de cadáver. Etimológicamente, el término conjuga las palabras catapulta y narcolepsia, y en griego significaría “casi muerto”. Esos síntomas pueden durar desde pocas horas a días o semanas. Asusta pensar en la cantidad de catalépticos que fueron enterrados vivos en el pasado. Ahora, que se conoce su especial condición, los médicos saben qué hacer para detectar y superar la extraña situación. Sé de dos casos; un hombre en India, donde hay separación por castas sociales, fue declarado muerto y, como le correspondía a su casta, puesto en un simple hueco de 200 x 80 cmts, cubierto por lajas. Esa noche despertó de su catalepsia, quitó una laja y salió de su tumba. Sin tomar previsiones, fue directo a su casa y al verlo en la puerta, su madre y su hermana, que presenciaron el entierro, murieron infartadas. Conocí de vista y trato a otro afectado de catalepsia, a quien declararon muerto en el Hospital Central de Barquisimeto, y ya en una camilla de la morgue, despertó de su letargo, y casi le provocó la muerte a una bedel que limpiaba el piso cerca de él. Años después, viajando con él y un amigo mutuo, que conducía demasiado rápido su vehículo, le dijo en tono de sermón: “A esta velocidad podemos matarnos, y yo sé de eso, porque yo vengo de la muerte”.
En Ospino, Portuguesa, un sicario le dio 11 tiros a quemarropa a un hombre, que sin embargo pudo sobrevivir. En el Hospital Pérez Carreño de Caracas, llevaron a un hombre que, drogado, enfrentó a una comisión policial a tiros, y recibió 7 balazos en el pecho, cayó de la camilla del pabellón de emergencia y golpeó su cabeza contra el piso, y pese a los 7 tiros y el fuerte impacto al suelo, sobrevivió. Todos sabemos de sucesos en los cuales las circunstancias o factores deberían producir la muerte de la persona o del grupo involucrado y, sin embargo, contra todo pronóstico y lógica, alguien sobrevive. Es una rareza estadística, la excepción que confirma la regla.
Los latigazos y la crucifixión fueron castigos vigentes por ochocientos años, y quienes sufrieron tales torturas bajo el imperio romano suman decenas de miles. Hay la posibilidad de que entre tantas ejecuciones, a pesar de todos esos suplicios, algunos hayan sobrevivido. Jesús de Nazareth pudo estar vivo, en condición agonizante, con imperceptibles signos vitales, cuando fue bajado de la cruz y llevado por sus allegados a la especie de cueva que le iba a servir de tumba. Le limpiaron y atendieron de alguna improvisada pero eficaz manera las heridas (cuidados sanitarios, antisépticos, alimenticios, curativos), y subrepticiamente lo sacaron de su “última morada”, propiciando su aparente “resurrección” (al tercer día, sostiene la narrativa elaborada décadas después, desapareció su cadáver). Resucitar es imposible -excepto en condiciones de falsa muerte, el caso de los catalépticos-. Ya reseñamos casos de personas que superaron condiciones extremadamente letales. Es probable que no haya muerto. Los guardias -de madrugada, cansados y quizás ebrios- permitieron que se llevaran el cuerpo de Cristo AGONIZANTE, aparentemente sin vida, y de allí en adelante la leyenda substituye a la realidad, la que hacen a un lado aquellos cegados por los dogmas, siempre a la defensiva, basados en libros escritos mucho después de ocurridos los hechos, adulterados o maquillados para adaptarlos a su credo religioso.
No eran métodos mecánicos, en los que todos los elementos participan con la misma intensidad, como el amperaje de la corriente en la silla eléctrica, la dosis exacta de la substancia que le inyectan al condenado a muerte. Se puede reducir o aumentar la fuerza con la que se da cada latigazo, o con la que presuntamente le hirieron con la punta de la lanza en el costado. Fuera de lo escrito a posteriori, ¿qué demuestra que le perforaron el pulmón?. El extremo dogmatismo genera la respuesta egoísta de considerar excepcional un castigo que, con ciertas diferencias, sufrieron decenas de miles, algunos por razones más injustas aún que las que llevaron a Jesús al Gólgota. Si sobrevivió, pudo adoptar otra identidad y es probable que disfrutara el resto de su vida con Magdalena, en un hogar lejos de quienes pudieran identificarlo y reiniciar el suplicio. Con sentido común, y razonamiento no alienado a dogmas, se entiende la realidad.