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Motines anti-judíos de Coro (1831 y 1855)

Ángel Rafael Lombardi Boscán

“Coro es la Libia, donde no hay ni aun agua que alimente a los seres vivientes”. Bolívar a Santander en 1821. 

De niño, siempre me llamó la atención, al escuchar los sermones de los sacerdotes católicos cuando mis padres me llevaban a la iglesia, la mención a los judíos como el pueblo que asesinó a Jesucristo: nada más y nada menos que a Dios mismo. Ya intuía que ésta reiterada mención llevaba en sus entrañas una estela de odio y que explica en buena medida el porqué del Holocausto y tantas persecuciones sobre los israelitas.

Lo que sí me pareció un hallazgo imprevisto es que en Venezuela, cuna de un catolicismo ultramontano de origen colonial, hayan existido brotes antisemitas que nuestra historiografía apenas se molesta en mencionar. Imaginar a judíos de la diáspora arribar a Venezuela y padecer intentos de linchamientos y persecución es una completa novedad. Gracias a un eminente zuliano, cirujano e historiador, hoy podemos saber de algunos de estos hechos. Nos estamos refiriendo al Dr. José Rafael Fortique (1919-2002) cuya obra, aún poco conocida, es esencial para el conocimiento cabal de nuestro pasado.

La envidia social es el principal caldo de cultivo del resentimiento entre humanos. Y el resentimiento, en mucho sentido, mueve la historia. Perfectamente se puede entender la I y II Guerras Mundiales, cuyo detonador fue el orgullo herido de los alemanes, sintiéndose menospreciados por Inglaterra y Francia, potencias encumbradas que se habían repartido el mundo y dejado sólo migajas al resto. Otro tanto ocurre en el caso que nos ocupa: los motines anti-judíos en Coro de los años 1831 y 1855 se lo debemos a la rabia de una vecindad empobrecida y perturbada, celosa de la prosperidad comercial de estos. El tema religioso sólo fue un pretexto: lo que incitó a los corianos a saquear las propiedades y comercios de los judíos, con la complicidad de las autoridades gubernamentales que se hicieron de la vista gorda, fue una profunda tristeza derivada del bienestar ajeno.

Hay una paradoja en la Historia de Venezuela que el mito nacional alrededor del culto a Bolívar, elaborado a partir del año 1842, ha soslayado por completo: la pobreza del territorio venezolano luego de la devastadora guerra de la Independencia (1810-1830) y nuestra peregrina inestabilidad política. La historiografía escolar y el poder analfabeto, aunque autosuficiente, nos han hecho creer que los venezolanos tenemos unos orígenes ilustres. Que los Padres de la Patria, los próceres que derrotaron a España y “liberaron” el sur del continente, instalaron un proyecto republicano impoluto y sobre bases sólidas. El siglo XIX niega todo esto. En realidad el siglo XIX fue un siglo perdido en nuestra historia: despoblamiento, ruralidad desfalleciente, constituciones de papel toalet, economía del café tutelada por extranjeros y caudillos rapaces.

¿Cómo llegaron los judíos a Coro? El periplo es muy sencillo: Ámsterdam y Curazao. Los comerciantes judíos de Curazao vendieron armas y municiones a las fuerzas republicanas durante la Independencia y mantuvieron una “neutralidad” conveniente que favoreció a la subversión siendo un sitio de refugio para los exiliados. El mismo Bolívar arribó a Curazao luego de la Capitulación de San Mateo en los meses últimos del año 1812.

Si bien la dominación española en Venezuela estableció un cerco sanitario político/ideológico y económico/comercial que impidió el arribo de algún tipo de inmigración extranjera sobre la Costa Firme, ésta situación cambió luego del Decreto del 24 de noviembre de 1826, emitido en Bogotá por El Libertador que autorizó la entrada de extranjeros al país. Esto fue suficiente para el asentamiento judío en Coro. Familias enteras se trasladaron y de inmediato prosperaron y controlaron las principales fuentes de riqueza.

“En Coro los judíos fueron mercaderes, tenderos, boticarios, prestamistas, banqueros, monopolizaron el comercio de importación y exportación, instalaron una flota de nave a vela con trafico constante a Curazao, a otros puertos venezolanos y a las Antillas cercanas, ocuparon cargos municipales, fueron asesores en asuntos financieros y secretarios de los funcionarios, y en pocos años llegaron a ser los dueños de todas las fuentes económicas de la provincia”. Nos dice José Rafael Fortique en su obra: “Los Motines Anti-Judíos de Coro”, 1973.

Resulta que la proverbial tenacidad judía, su laboriosidad, capacidad de ahorro y emprendimiento comercial aunando a su ética religiosa que establece solidaridades positivas en el grupo fueron los causantes de los celos de la vecindad criolla empobrecida (“la parte infeliz”). Pero cuidado: no se vaya a creer que el populacho actuó desde una ceguera iracunda. Detrás de ellos, siempre como instigadores, estuvieron las autoridades civiles y militares de la ciudad, incluso el prócer de la Guerra Federal (1859-1863), el general Juan Crisóstomo Falcón.

“!Mueran los judíos. Viva su dinero!” fue una de las consigna de la turba saqueadora de tiendas e inmuebles de la comunidad judía en Coro, sobretodo, en el brote del año 1855. Los pasquines fueron varios y decían cosas como: “A los Jueces de ésta ciudad: No se admiren Uds. de lo que ha ocurrido anoche con los judíos, pues estamos resueltos a hacerles salir dentro de ocho días, o a matarlos a todos porque ya se han hecho dueños del comercio y del dinero, y lo peor es que hacen irrisión de nuestra religión y de los santos en la iglesia, en las procesiones y los rosarios. Aconsejamos a los judíos que se vayan porque los mataremos”.

La comunidad judía de Coro tuvo que huir en estampida hasta Curazao donde fueron resguardados por las autoridades holandesas que de inmediato presentaron el respectivo reclamo y la exigencia de una indemnización por los daños ocasionados, incluso, se atrevieron a solicitar la remoción del Gobernador Carlos Navarro y el Comandante de Armas, general Juan C. Falcón. Como todos sabemos la “Diplomacia” es una formalidad de intenciones que sólo la fuerza puede concretar. El gobierno de los Países Bajos ante la renuencia de Caracas envió una flota de buques de guerra hasta La Guaira presentando un ultimátum. Todas las peticiones del cónsul holandés fueron aceptadas y el gobierno de Venezuela tuvo que pagar 100.000 pesos sencillos, el equivalente a 200.000 florines.

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