Mirar más allá
Pocas maldiciones tan aplastantes como la de Casandra. Dueña del don de la clarividencia, impelida por tanto a prevenir a los suyos sobre las graves desgracias que les aguardaban, fue fustigada por un despechado Apolo con un cruelísimo revés. Todo lo que era capaz de adivinar la alucinada hija del rey Príamo, sólo inspiraba descreimiento en quienes lo escuchaban.
Con esa torcedura a cuestas entrevió a lo lejos, por ejemplo, el deslucido rostro del rapto de Helena, que llevaría a la destrucción de Troya. Se erizó ante la panza deletérea del caballo de madera, ese corcel sospechoso que el propio rey se empeñó en admitir, aunque para ello tuviese que desmontar el dintel de las puertas Esceas. ¡Presagio! Hacer eso significaría la hecatombe, advirtió sin éxito la sacerdotisa junto a un suspicaz Laocoonte. Vaticinó, además, que Agamenón y ella misma serían asesinados al salir de Grecia, lo que en efecto ocurrió, a manos de Clitemnestra. Desgraciadamente, Casandra, “la que enreda a los hombres”, no logró estremecer a nadie con sus muchas profecías. Con todo y que los hechos dieron razón a sus sombríos augurios, nunca logró que la atendieran, nunca logró persuadir a las potenciales víctimas de la miseria por venir.
Al revés de Casandra, no pocos cunden en la política que consistentemente fallan en sus previsiones, que distinguen trochas milagrosas justo cuando el camino seguro se siente largo y espinoso; y muchos les creen. Que optan por encandilar a su auditorio para que vea factible lo que dicta el puro deseo; eso, mientras todas las pistas que lo desestiman son pasadas por alto. Penosamente, esta retórica marrullera -que, bien cosida al pathos, se vuelve adictiva- suele disimular las resultas de los pasos mal dados. Entonces, la pifia recurrente pasa una y otra vez bajo la mesa, invisibilizada, como tocada por el casco de Hades. El efecto no suele ser eterno, sin embargo. Y cuando aquello se descubre, la palabra acre y sepultada de Casandra vuelve a resonar, más dolorosa que nunca. En el peor de los casos, se volverá detestable para quienes antes la ignoraron. En el mejor, servirá para medir la hondura de lo estropeado, y entender que sin disposición para reparar en las señales, el futuro siempre nos devorará con sus imprecisiones.
Inmersos en la recta final de un proceso, esperando que la elección racional del electorado, la famosa “economía del voto” despunte en espacios donde las gestiones exitosas puedan prosperar, más que clarividencia cabe invocar un ejercicio compasivo de discernimiento. Sí: todo anunciaría que un marchito ciclo se va cerrando. El de las aventuras y los raptos de diletantes, el de una política contraria al propio interés, como la describe Barbara Tuchman, al recordar la insensatez de quienes, teniendo a mano otro curso de acción viable, optaron por esquivarlo. Una teoría del cambio que sólo ha traído desgaste y fracasos, en fin, no debería sellar la suerte del colectivo.
Algo probablemente se hará más evidente tras el 21de noviembre: la existencia no de una gran mayoría capaz de reclamar hegemonías, sino de muchas minorías, algunas más organizadas o con más recursos que otras, pero igualmente forzadas a coexistir y entenderse. Sin eventos electorales en el panorama inmediato -con tal dispersión opositora, poco lleva a pensar que el Referéndum Revocatorio cobrará cuerpo- lo prudente sería no sólo enfocarse en seguir fortaleciendo la conexión con bases que se abandonaron por años, en conjurar la des-identidad de la lucha democrática. También, en aras de la recuperación de esa cierta “normalidad”, de ese sosiego que preserva la energía tras los períodos de exaltación extrema, lo que se esperaría es que el foco de la vida pública privilegie, ahora sí, el entendimiento que permita agenciar los atascos. Entendimiento que, de cara a una reinstitucionalización útil para optimizar las mediaciones entre el Estado y la sociedad, aplique tanto a lo interno como hacia fuera de la oposición.
La negociación, siempre ineludible, seguirá descollando como práctica a la que se apela no para suprimir el conflicto, sino para transformarlo. He allí, quizás, el giro gentil de la intervención de Casandra: la posibilidad de distinguir las amenazas con antelación, para intentar resolverlas de modo cooperativo. Los años torpemente invertidos en subestimar la capacidad de aguante del adversario, su anti-fragilidad, alguna lección deben haber dejado. Saltar de un punto a otro implica tomar consciencia de que los nuevos tiempos exigen apartarse de los viejos lastres, de las rutas fallidas y el autoengaño, la ilusión de las transiciones forzadas. Esto es, abrazar una política que, por posibilista, rehúya la tentación del bucle rupturista.
En medio del incierto proceso que se avecina, ganar credibilidad será vital, por cierto. La capacidad de mirar más allá, como la del arquero bien advertido de Maquiavelo, resultará efectiva cuando junto con la previsión incontestable, haya una audiencia dispuesta a dar crédito al mensajero.
@Mibelis