Mirar hacia adentro
Hay una materia que no hace parte de los currículos educativos, a pesar de ser clave: aprender a mirar hacia adentro.
Claro, casi todos los propósitos concretos que uno emprende en la vida implican acciones hacia afuera: terminar una carrera, atraer y hasta seducir a tal o cual persona, ejecutar bien cualquier proyecto y sacar provecho de él, viajar. La lista de lo que queda fuera de nosotros es gigantesca. Sin embargo, una persona pasa más de la mitad de la vida mirando hacia adentro, y no cuento ahí la más misteriosa manera de hacerlo, que es dormir y soñar.
Incluso, la actividad de leer, un libro, un trozo más breve –por ejemplo, esta columna–, bien vista tiene como componente esencial que obliga al lector a mirar hacia adentro. En la página o en la pantalla están las palabras, sí, pero al convertirlas en historias, personajes, versos o ideas, por fuerza uno debe construir en la mente la narrativa que lo ata todo. Cervantes nunca, por ejemplo, presentó un retrato detallado de don Quijote ni nos dijo quién era el modelo de su héroe. Todos los “quijotes” que hoy circulan fueron ideados por pintores y dibujantes a partir de unas pocas palabras de la novela y recurriendo a las imágenes que estas evocan. En ello el contraste con los medios audiovisuales es muy grande. Uno puede procesar y reelaborar lo que ve, pero las imágenes son concretas, imposibles de cambiar a la hora de verlas en secuencia.
Al mirar hacia adentro, lo más normal es construir narraciones y cuentos que suelen involucrarlo a uno o quizá a algún conocido o conocida. Más raro y difícil es imaginar historias que nos excluyen del todo, pues queda siempre la duda mental de ¿qué hago yo allí presenciando esa historia, si no me involucra? ¿Quién me llevó?
A los escritores nos toca el papel de producir secuencias de párrafos y páginas, todas previamente armadas mirando hacia adentro o tal vez hacia un papel o una pantalla. Claro, las manos –con un lápiz, un teclado, incluso las de alguien que recibe un dictado– van convirtiendo todo en un texto, que después se puede y se debe procesar según los hábitos y métodos que uno haya adquirido para hacerlo. Se vale, incluso, darlo a leer a alguien por el camino. Una vez impresa –por ejemplo, esta columna– ya está afuera y empieza su propia vida, una vida que sobre todo consiste en golpear a la puerta de los ojos de los demás para entonces entrar de un modo u otro a participar en la mirada interior de esa persona, con las mil confusiones y cambios que entonces tienen lugar. Cuando un texto funciona es porque logró concentrar un conjunto atractivo y ojalá coherente de significados.
Volviendo a la educación, sobre todo a la escolar, no he visto que a los niños los interroguen sobre cómo miran hacia adentro. Este es un tema que tendría que hacer parte de los currículos. ¿Qué se ve por la ventana de esos dos ojos, querida Leonor?
No se me escapa que existe una forma más tradicional de mirar hacia adentro, sin otro propósito que apaciguar el cuerpo o el “alma”: la meditación. Entiendo que mi tema podría continuar por ahí, aunque por ahora no me apetece meterle al asunto referentes ideológicos, medicinales o religiosos. En fin, no suelo practicar la meditación como tal. Quizás un día de estos me ponga a mirar hacia adentro por esa vía.