Miguel Ángel Parada: Paradigma de la Escultura Venezolana
Amanecía entre el enceguecedor verdor de Bailadores, cuando vi un ángel vibrante de color, con una trompeta entre sus manos. No podía creer lo que veía, y no era una alucinación, dubitativo seguí una trocha oculta entre yerbas y cañas, al acercarme surgieron las paredes blancas de un rancho de bahareque, cubiertas con enormes murales de ángeles y vírgenes. Era la manera de proteger su hogar y las tierras cultivadas de Miguel Ángel Parada, cariñosamente llamado el mudito.
En el rancho no había puerta, grite buenos días una y otra vez, nadie respondió, entre por el establo donde unos becerros masticaban pasto, en el fondo en la semioscuridad: un hombre encorvado pintaba con pincel una escultura, el suelo estaba cubierto de astillas de madera y troncos. Al hablarle no respondía, como iba imaginar que casi no oía, y era mudo. Al verme, se levantó, sonreía y señalaba la escultura en que trabaja mientras se persignaba. Trataba de expresarse, cuando tomo una de las mangas de la camisa y me llevo al interior de su casa. Solo había una cama, herramientas para desbastar la madera y el suelo era de tierra apisonada. Desapareció por unos minutos, y trajo dos tazas de peltre con guarapo de papelón. Seguía sonriendo, al rato vi su vieja cédula de identidad entre recortes de prensa de una destartalada maleta; en las reseñas se le llamaba El Mudito de Bailadores: Encantador de tallas.
Así, supe su nombre Miguel Ángel Parada (1926-2013), parecía hablar con su reír, acompañado de sonidos guturales, y fragmentos de palabras. Vivía en un cuarto-taller que daba al establo. En la amplia habitación destacaba la mesa cubierta de pinturas, pinceles de diversos grosores, cuchillos transformados en improvisados escoplos. El orden que había sobre el mesón de trabajo era admirable. Los pinceles recién usados los guardaba en un pote de leche con aserrín, para evitar que se dañaran las cerdas. Cada uno de sus instrumentos de creación tenían su sitio, creaba en el tiempo libre que le dejaba la siembre y el cuidado del ganado.
El único elemento moderno en su hogar era un viejo televisor, pues le gustaban mucho los comics. En las paredes las repisas de madera sostenían libros y revistas. Colgados había cuadros pintados sobre cartón piedra de fantásticas ciudades. El último día que lo vi, el espacio donde tallaba estaba rodeado de esculturas de vírgenes recién pintadas, junto a mujeres que parecían brujas, lo que se percibía por la furia de sus gestos y lo retorcido de sus formas.
Al ir con el tiempo leyendo sus libros y revistas, en ellos estaban referentes visuales de su creación. Me podía imaginar verlo leyendo cuentos de encantados alrededor del fogón, donde danzaban duendes y brujas. Cuando regresé en 1999 y en el 2002, las ciudades fantásticas del Mudito se hacían cada vez más futuristas, y ganaban colorido. Parada es de una generación de artista, que crean y dejan huellas en el alma de un país, al proyectar su alma colectiva en su hacer. No tienen otra escuela que la vida y otra pretensión que vivir y crear. No fue inducido y direccionado por las tendencias de moda, los estilos impuestos por los museos, o los circuitos de arte. Fue auto-didacta y reinventó técnicas, temáticas, para crear su propio lenguaje plástico.
Vivía dentro de un proceso de incomunicación sensorial, paradójicamente leía con facilidad. En este aislamiento, fue re-creando las causas y efectos de su percepción de la realidad. De ahí sus esculturas híbridas de rostros con tres ojos, manos que brotan de sus cabezas, y espaldas con brazos cual deidades de la India; vírgenes sonrientes, brujas con cabelleras flamígeras, fiscales de transito danzantes. Son esculturas con un fuerte sentido musical y dancístico. De hecho la serie de Bailarinas, dentro del arte popular y contemporáneo venezolano salen del canon de lo hecho; al ser creadas por un artista que imaginaba la música, a través de lo que pudo ver en la televisión e imaginar. En ellas su lenguaje plástico se depura, se centra en lo esencial, y les transmitía fuerza potencial a sus formas, para transmitir la sensación de estar estar girando.
Entre sus esculturas las que más me impacto, se caracteriza por el desprejuicio con que fundía lo sagrado y lo cotidiano, tal como ocurría con su escultura de José Gregorio Hernández, que posa sus manos sobre los genitales. Y las pupilas de sus ojos se dirigen a esa parte del cuerpo, transmitiéndoles un acento expresionista y un toque humorístico, que sugiere al espectador: los santos también orinan. Los toques de picardía, y humor son parte de su lenguaje plástico.
El artista proyecta en sus esculturas, la mímica con que se comunica. Algunas de las categorías de su visión del mundo se mostraron al terminar de amarrar los becerros en el establo, se veía entre el estiércol, filos de cañuelas que parecían haber sido blancas, y por curiosear me ensucie las manos de bosta. Eran dos cuadros, uno del Niño de Atocha pintado en blanco sobre fondo gris, delineado con líneas fluidas de color negro, recostado sobre una calavera. Simbolizaba el ciclo del nacer y el morir, destino que todo ser humano.
El otro cuadro era una condenación, la limpió con un pañuelo, inmediatamente broto la fuerza del color y de las formas de la superficie pictórica. Me señaló que me llevara ese cuadro, que estaba centrado en el alma de una condenada en el infierno. No quiso tocarlo, posiblemente era su temor a la ira divina, y al pecado. Sus pinturas y tallas están dispersas a lo largo de nuestra geografía. El y su arte son una evidencia de como la Venezuela desconocida, se encuentra plena de voluntad creativa, ética y espiritual.