¿Memoria o historia?
“La historia… testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad” Cicerón (Escritor, orador y político romano)
En estos últimos años, para situar sus desordenadas apetencias por encima de la Ley, con frecuencia hemos escuchado argumentar a los nacionalistas que sus aspiraciones son la expresión de un sentimiento. Pero los sentimientos son ciegos y ciegan el análisis objetivo de la razón.
El debate abierto en España por la ofensiva de los nacionalismos o en su día, por la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, constituyen un buen ejemplo de esta ceguera.
No son estos los únicos acontecimientos que nos obligan a enfrentarnos con la historia reciente y que ponen de manifiesto la dificultad de establecer una posición objetiva en relación con el pasado.
Los españoles llevamos siglos obrando y en consecuencia desgobernándonos, no basándonos en el frío juicio de la Historia, sino arrastrados por el apasionado subjetivismo de la memoria.
La memoria dispone, por supuesto, de su propia legitimidad. Sin embargo no se puede ignorar que siempre será celosa de sus prerrogativas y tenderá a afirmarse como verdad inapelable; en moral, sustitutiva, tanto que en casos extremos puede llegar a alcanzar la categoría de toda una religiosidad.
No obstante, la memoria y la historia son percepciones de muy distinta índole, hasta tal extremo, que en la mayoría de los casos, llegan a generar tendencias radicalmente opuestas.
La memoria, en el supuesto de que no haya sido desvirtuada intencionadamente o mitificada con el paso del tiempo, aspira substancialmente a establecer una ensoñada identidad en base a una particular concepción de la realidad individual o colectiva de una parte de la sociedad. Tiende a fijar con el pasado un vínculo afectivo y a menudo doloroso; no deja de ser ante todo narcisista e implica un culto al recuerdo que termina por crear un obsesivo anclaje en el pasado.
Cuando una acción de futuro, sobre todo si es de gobierno, se basa en la memoria, se corre el gran riesgo de ser parcial, injusto y revisionista, porque la memoria es intrínsecamente beligerante.
Hay que tener presente, que por su propia naturaleza, la memoria es necesariamente selectiva, solo contempla una parte de lo sucedido —la que hemos vivido o se nos ha transmitido— y sobre esa base se elabora una recreación mental del pasado que ubica a quienes participan de ella en una facción de una realidad más amplia y global. Una facción que al mantener el encono, se sitúa en permanente confrontación con la otra parte de la realidad e imposibilita cualquier reconciliación, perpetuando así los conflictos. De este modo, la memoria se convierte en un instrumento que encadena las ideas a lo largo de los siglos, hasta llegar al anacronismo.
Así comprobamos como la memoria y la historia en realidad representan dos formas antagonistas de relacionarse con el pasado.
Cuando esta relación con el pasado avanza por el camino de la memoria, nada le importa la verdad histórica. Le basta con decir: «¡Acuérdate!» La memoria empuja de tal modo a replegarse identitariamente en unas circunstancias —reales o ensoñadas— que se juzgan incomparables por el solo hecho de identificarse con quienes se consideran sus víctimas, mientras que el historiador tiene, por el contrario, que romper en la medida de lo posible, con cualquier forma de subjetividad.
La memoria se mantiene mediante conmemoraciones; la investigación histórica, mediante metódicos y rigurosos trabajos de investigación. La memoria cree estar en posesión de la verdad absoluta, y por tanto, nunca admitirá una duda o una revisión de sus planteamientos. La historia, en cambio, admite por principio, la posibilidad de ser cuestionada, en la medida en que aspira a establecer hechos reales, aunque estén olvidados o resulten chocantes para la memoria, y a situarlos en su contexto auténtico con objeto de evitar la incoherencia y el absurdo. El enfoque histórico, para ser considerado como tal, tiene que situarse al margen de cualquier ideología o juicio moral. Ahí, donde la memoria exige adhesión, la historia requiere distanciación.
La memoria, por último, se hace monstruosa cuando pretende controlar a la justicia y utilizarla al servicio de sus intereses. La justicia, no tiene como finalidad atenuar el dolor de las víctimas u ofrecerles algo equivalente al dolor que han sufrido. Su razón de ser es castigar a los criminales en relación con la importancia objetiva de sus crímenes considerando las circunstancias en las que han sido cometidos. Bajo el control y dominio de la memoria, la justicia se convierte inevitablemente en venganza, cuando es precisamente para abolir la venganza por lo que fue creada.
Por todas estas razones, es por lo que la memoria. En ningún caso, debe sustituir a la historia. Como dice el profesor Philippe Joutard: «En un Estado de derecho y en una nación democrática, lo que forma al ciudadano y lo que debe presidir la acción de su Gobierno, es el deber de historia y no el deber de memoria».
El pasado ha de pasar, no para caer en el olvido, sino para hallar su lugar en el único contexto que le es propio: la historia. Sólo un pasado encuadrado en la historia, puede ser la sólida base sobre la que informar válidamente al presente y construir el futuro, mientras que un pasado mantenido permanentemente vivo, no puede sino ser fuente de dolor, heridas abiertas y violentas convulsiones sociales.