Marina para de subir y Dilma para de sufrir
Pocos acontecimientos han resultado tan sorprendentes y conmocionales en la política latinoamericana de los días de las guerras de fin de mundo, como el crecimiento de la candidatura de Marina Silva en la primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas a celebrarse el 5 de octubre, al colocarse a 5 puntos de la presidenta y candidata para la reelección, Dilma Rousseff y segura ganadora con poco menos de 9 en una segunda vuelta o balotaje que tendría lugar 26 días después.
Datos de numerosas encuestadoras confirmados por las prestigiosas Ibope y Datafolha, que, sin duda, dieron comienzo al mes y medio más amargo, cruel y sombrío de las carreras políticas de la presidenta Rousseff y de su mentor, Lula da Silva, quienes, si es verdad que aun le quedan días y recursos para recuperarse y ganar con un margen exiguo pero indiscutido, no podrán evitar despertar del sueño de que merecen la confianza de mucho más de la mitad de los electores y que, en 4 años, el líder fundador, el PT y sus aliados podrán continuar sus pretensiones dinásticas y subimperiales.
No es poco el tiempo que se perdió en tamañas fruslerías, en una anacronicidad que recordaba el “tiempo de los generales” y del tristemente célebre “modelo de desarrollo”, y que, lejos de animar al gigante a volar por el mundo, lo redujo a dar vueltas por el cielo siempre nublado y tormentoso del hirviente y helado Cono Sur.
Ocho años que derritió Lula, y cuatro (y si no ocho) que congeló la Rouseff aislados de los grandes retos y desiderátum que propulsó el fin de la “Guerra Fría” y en, stricto sensu, afiliados al trasnocho redentor de un teniente coronel venezolano, y a la atracción por dos leyendas sobrevivientes pero activas que seguían cautivándolos: Fidel y Raúl Castro.
Fue su adscripción a una de las peores causas de las tantas que ha sufrido el continente, como fue convertir las costas, selvas y cordilleras de la región en la tierra de resurrección del populismo y el socialismo, en una en la cual, los pobres y desheredados venían a tomar la venganza por el escarnio de la caída del Muro de Berlín y el fin del Imperio Soviético.
No sabemos cuán profundo y consciente llegó a ser el compromiso de Lula -y mucho menos el de Dilma- con el programa que había nacido en latitudes brasileñas, concretamente en el Foro de Sao Paolo y que era de inspiración castrista y de financiamiento chavista, pero que se dejaron llevar por “los tres tristes tigres” caribeños, y aun utilizar, de eso no me cabe la menor duda.
Lo cierto es que resultó desconcertante y desmoralizante ver cómo en el país donde el militarismo desarrollista impuso una dictadura que por casi dos décadas no escatimó crueldades para asesinar, torturar y encarcelar a demócratas brasileños -y que después fue de los primeros de la región en recuperar la democracia en 1985-, en 2006, con el ascenso al poder del obrero metalúrgico, Luiz Inacio Lula da Silva, líder del Partido Trabalhista Brasileiro, inició una suerte de regreso de las agujas del reloj que año tras año fue haciéndolo más retro, autoritario y populista.
Rasgos que, muy a lo periodístico, pueden reducirse: En la economía acento en la redistribución, el gasto, el intervencionismo y el paternalismo. En política: sistema aparentemente plural, porque en los hechos, el ventajismo y el clientelismo electoral buscaban establecer la dictadura de un partido único. En lo social: conexión con los sectores más pobres y menos pobres de la sociedad para, a través de programas de ayuda, inscribirlos en un ejército de votantes que, en cada elección (presidencial o legislativa, para gobernadores o alcaldes), legitimaran una y otra vez en las urnas a estos “dadores” y “hacedores” del bien que nacieron con ímpetu excluyente y vitalicio.
Por eso, tras de Lula, vino Dilma, tras de Dilma, regresaría Lula y quién sabe si después de los nuevos 8 años de Lula, un hijo de Dilma o un nieto de Lula.
Nada de extrañar, entonces, que con tales ideas, métodos, vocaciones y caducidades, el Brasil de Lula y Dilma se convirtiera en un apalancador, sostenedor y aliado de autoritarios menos embozados y más cínicos como Hugo Chávez de Venezuela, Daniel Ortega de Nicaragua, Rafael Correa de Ecuador y Evo Morales de Bolivia.
Y, desde luego, primeros en la fila de adoradores que año tras años no se perdían la romería para presentarse en La Habana a expresar su devoción a las momias vivientes de Fidel y Raúl Castro.
Pero, por supuesto, que hubo deslices más hirientes e intolerables para la dignidad de Brasil, como fue creer en aquel desvarío de Chávez que se llamó “El gasoducto del Sur” (cuando Venezuela no tiene reservas de gas para exportar), o de Petrosudamérica, o apostar que la pertenencia de la Venezuela de Chávez al Mercosur podía traducirse en un beneficio para el Mercosur o Venezuela.
No era, sin embargo, lo que más podía doler a los demócratas venezolanos, y de Cuba, Nicaragua, Ecuador y Bolívar, como fue ver a los dos gobiernos trabalhistas haciendo causa común o callándose ante los atropellos a los derechos humanos de la región, o involucrándose en circos sin ninguna propiedad, identidad, ni utilidad como son la Unasur, la Celac, o la Cumbre Unasur-África.
Pero quizá a causa de ese amor por los autoritarios locales y regionales, le llegó a Lula y a Dilma su encanto por los autoritarios planetarios, y así, una mañana despertaron durmiendo en la misma cama con Putin, el presidente chino de turno, y el presidente o primer ministro indio también de turno.
No fue, sin embargo, una decisión propia, ni del grupo, sino el invento de un economista inglés, Jim O’Neill, presidente de Goldman Sachs Asset Management, quien “hace más de una década detectó el potencial de cuatro países que, para la mayoría de los inversionistas, pasaban desapercibidos: Brasil, Rusia, India y China”.
Los llamó BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y por ahí le llegó a los trabalhistas la distracción y justificación que necesitaban para aislarse de los bloques democráticos y tecnológicos occidentales y de Asia, -concretamente de Estados Unidos, la EU, y Japón-, y pasar a hacer parte de un grupo de países de antecedentes dudosos (menos India), ya que Rusia y China no niegan sus apetitos imperiales.
Malos socios económicos y peores aliados políticos, puesto que, del lado chino, Brasil se “unió” a un competidor en los mercados de manufacturas, y del ruso, a otro en la exportación de materias primas.
Que al final, es el destino inescapable de todos los populistas antiimperialistas, como lo revela la crisis en que se hundió Brasil a medida que se desaceleraron las economías de China e India, y “el gigante” terminó pasándole lo que le sucedió a la Venezuela chavista con su petróleo: cae la demanda internacional, se desploma el país.
El Brasil de hoy hace unos días entró en recesión, la inflación ya casi desborda el 6 por ciento, “y el capital extranjero ya no cubre el déficit exterior, que supera los 80 mil millones de dólares (contra 60 y pico mil millones de inversión foránea). Lo último significa que Brasil tendrá que endeudarse aun más o gastar reservas. Aunque tiene todavía muchas reservas, esa dinámica es propia de una economía en crisis, no de una economía “estrella”, como quería Dilma, una de las líderes más empeñosas de los Brics”. (Álvaro Vargas Llosa dixit)
En otras palabras: que hay desencanto en Brasil, y las consignas “cambio de modelo” y “cambio de gobierno” se oyen desde los barrios exclusivos de Leblon y Vila Nova a las favelas de Rocinha y Vila Canoas, desde el norte, el centro y el sur, y por una jugarreta del destino, o de lo que llaman los ingleses “justicia poética”, no lo está encarnando un candidato blanco y de centroderecha, del partido de la Social Democracia Brasileña de Fernando Henrique Cardozo, Aecio Neves, sino negra y del Partido Socialista Brasileño, Marina Silva.
Que Marína Silva sea negra y socialista (aún más: que haya sido dirigente del PT y ministra del primer período de gobierno de Lula) tiene un enorme significado simbólico en un país donde urge romper el mito de la integridad, armonía y distensión racial que fundó a comienzos de los 30 el sociólogo. Gilberto Freyre, en su clásico “Casa Grande y Senzala”
Y que ha sido debatido con ardor y profusión por académicos contestarios de Brasil como José Jorge Carvalho (“As propostas de cotas para negros en Brasil o racismo académico”) e Isabel Manuela Estrada (“Las cuotas raciales en el discurso mediático y académico brasileño”), y de otros investigadores que sería copioso citar, y que, sin duda, subyace como fundamento último de un fenómeno electoral que tan cabalmente representa una mujer de color de la Amazonía (Río Branco, Estado de Acre), criada en una aldea de seringueiros, que ha sido cauchera, ha padecido brotes de malaria, hepatitis y lesmaniasis, y que si no puede ganar ( ya la maquinaria electoral del PT ha lanzado cientos de miles de millones de rais a la calle tras la caza de votos clientelares, y en consecuencia Dilma revela una recuperación en las encuestas) destruyó el mito de la invencibilidad del caudillo Lula y el PT y que su vigencia será tan breve y atacada como un próximo gobierno de su favorita Dilma Rousseff.
¡Louvado seja Deus!