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Mandados de la pelazón

Para navidad, decidí ir al centro de la ciudad para comprarle trenzas nuevas a unas botas viejas que están en buen estado. Conseguí un betún prestado y las pulí, así tendré un par de pisos dignos para el fin de año. Comprar zapatos se convirtió en un pecado, o peor, en un suicidio para el bolsillo del ciudadano promedio: el precio más modesto duplica el salario mínimo, y todo lo que se consigue de ahí para abajo, son cachivaches que apenas sirven para andar un par de semanas.

En el centro, al final de la tarde, las colas de personas son en todos los órdenes. Cola en la farmacia, cola en los abastos, cola para los autobuses y cola para los carritos que cumplen la engorrosa y lenta tarea de llevar y traer a la gente de los sectores más recónditos ocultos en barrios, cerros e invasiones. Un muchacho de 21 años que labora como vigilante, me comentó que a diario se generan por lo menos dos o tres peleas entre la muchedumbre aglomerada a las puertas del supermercado en el que trabaja desde hace un año.

–Todos los días es esa guachafita: se matan para ver qué llegó en el camión, como si siempre viniera cargado de arroz o leche –fue el breve relato del joven devenido en guachimán.

Matar el hambre en la calle es tarea imposible. Lo único barato son los perros calientes, pero ahora cuestan 100 Bs. y más pequeños. Comerse tres perritos y un refresco para engañar el estómago y hacerlos pasar por el manjar de cualquier nutricionista, nos da un total aproximado de 450 Bs. Si me proveía de ese lujo, no tendría para pagar los tres autobuses que debía tomar para llegar a casa (ah, porque mi vehículo espera que la providencia lo dote de un repuesto inconseguible, como rezan los mandamientos de la escasez: no hallarás, no comerás, no ahorrarás…).

Cuando el árabe de la zapatería me mostraba su colección de trenzas disponibles, una señora lo abordó intentando el inglés, pero con el oriental en la boca:

–¿Qué jué musiú?, gur afternun.

–Caramba chica, tanto tiempo. ¿Y ahora eres gringa?

–Sí, como Cilia, porque Maduro dijo que la va a mandar a aprender inglés para que lo defienda de los catires gringos cuando nos invadan más tardecita.

No sé si la risa fue espontánea o fue un remedo para tapar la indignación de la noticia cierta que invadía la primera página de un periódico que reposaba en el mostrador, pero todos en la zapatería estallaron en una carcajada.

Antes de retornar, me encontré a El Gato, el maestro de obra de la cooperativa de mi suegro. Dejó la construcción para convertirse en taxista porque la empresa no recibe una llamada de trabajo desde marzo, cuando desojábamos nuevamente la margarita sobre si el régimen iba a caer o llegaría hasta las elecciones. Desde aquel momento, ocho meses atrás, trampeó algunas mañas del viejo vehículo que reposaba en el porche de su casa y salió a la calle a procurarse el sustento de su familia.

–La gente cree que el “taxeo” de ahorita es como antes – dijo. –Antes se hacía más plata. Ahorita hay muchos taxiando porque todo el mundo anda pelando. Las carreritas están caras, pero si haces cinco o seis al día, vas que chuta. Yo estaba sacando entre 2500 y 3000 Bs. diarios. ¿Qué profesional gana ahorita 75mil o 90mil al mes? Bueno, con todo y eso se me jodieron dos cauchos y ando parado hasta nuevo aviso porque no tengo para comprar aunque sea unas chivitas. Todo se va en comida para la casa.

Cuando no es la inflación, es la escasez, y cuando no es la escasez, es la inflación; y si con suerte resuelves todo, te atracan, o caes enfermo y sin medicinas, o llegas a casa sin luz ni agua, o el gobierno decreta una nueva medida, o más impuestos, o más cadenas nacionales… Así estamos. ¡Vota!

 

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