Mamá cumple cien años
El 29 de noviembre de 1916 Europa llevaba 28 meses en una cruenta guerra, que todavía duraría casi dos años más (sucedió del 28 de julio de 1914 hasta el 11 de noviembre de 1918) generando más luto, dolor y destrucción que cualquier guerra anterior (los muertos superaron los nueve millones). El continente americano permaneció ajeno al terrible conflicto hasta que los Estados Unidos decidieron participar en 1917, apoyando a Inglaterra y Francia. Venezuela soportaba la dictadura más larga de su historia, Juan Vicente Gómez ejercía su despotismo desde 1908, y mantuvo el poder más absoluto y cruel hasta su muerte en diciembre de 1935. Era un país eminentemente rural, con una economía en la que todavía prevalecían las actividades ligadas a la agricultura, al aprovechamiento de los recursos naturales renovables, porque apenas se iniciaba la exploración y explotación del recurso petrolero, y lo industrial no trascendía las tímidas y muy locales actividades artesanales, con menos del 30% de los habitantes viviendo en espacios urbanizados, las comunicaciones limitadas a los telegramas y la Radio abarcando poco territorio. Pocas carreteras, de tierra y angostas, cada región ignoraba lo esencial de las otras regiones que conformaban la totalidad del país (la primera vez que se organizó un evento que mostrase el abanico musical del país, fue en febrero de 1948, cuando el poeta Juan Liscano presentó en el Nuevo Circo de Caracas, en homenaje a Rómulo Gallegos por su toma de posesión, -primer presidente electo de manera directa y democrática, grupos representativos del Folklore Nacional. Los pocos afortunados que plenaron el Nuevo Circo, tuvieron el privilegio de conocer la diversidad cultural que hasta entonces había permanecido en sus respectivos nichos geográficos; Zulia, los Andes, Llanos occidentales y orientales, Oriente, Guayana, Amazonas, centro-occidente y centro-capital. Joropos llaneros y tuyeros, Tamunangues, Fulías, Gaitas, Merengues, Tambores de Barlovento, Bailes indígenas, que por supuesto contienen rasgos de las tres culturas que produjeron nuestro mestizaje biológico y cultural: Aborígenes americanos, colonizadores europeos y negros africanos.
Mi madre, Elvia Alicia González Sánchez, nació ese 29 de noviembre, hoy hace un siglo. Nació y creció en Mérida, en una Venezuela provinciana, analfabeta, machista, un país que señalaba como oficios de las madres en el Registro formal para expedir la Partida de Nacimiento de cada hijo, “los correspondientes a su sexo”, un país donde era más fácil para trasladarse a la capital desde cualquiera de los estados occidentales u orientales, hacerlo por vía marítima, un país en el cual muchos matrimonios dependían más de la conveniencia de los padres que de los sentimientos de los hijos, y era normal que las muchachas se casaran de 14 o 15 años (la dictadura social establecía que si llegaban solteras a los 25 años, “quedaban para vestir santos”). Si todavía hoy las mujeres sufren discriminación, no es difícil imaginar el conjunto de prejuicios, obstáculos y dogmas que las rodeaban y limitaban hace cien años, mucho más en nuestros países de la periferia cultural, económica y política del planeta. Los retos para las mujeres aumentaban en directa proporción a la distancia de sus lugares de residencia, a las pocas ciudades que eran influenciadas por los graduales avances que ocurrían en las grandes metrópolis del mundo. La modernidad llegaba tardíamente y por cuentagotas a la capital, tardaba mucho más en ser recibida en el resto de aquel país atrasado, incomunicado y esencialmente vinculado a las actividades de la agricultura, la cría y las modestas artesanías. Era usual enterarse de hechos importantes ocurridos en otros continentes, meses o años después de su plena vigencia, y no todas las noticias lograban difundirse uniformemente en aquellos tiempos. En las antípodas de la actual inmediatez, que no conoce fronteras espaciales ni temporales, en cuya difusión puede participar cualquiera con una computadora o un teléfono celular.
En los años 20 y 30 del siglo pasado, muchos no tenían acceso a la Escuela Primaria, de modo que cursar hasta el sexto grado era poco común, y graduarse de bachiller un privilegio que garantizaba la obtención de un buen cargo. Ser analfabeto era la condición de la mayoría, pero además no se concebía que las mujeres formaran parte de la minoría que culminaba los seis grados de Primaria, con aprender a leer y escribir, y algún curso de Artes y Oficios -del hogar, se sobreentiende- ya era más que suficiente para lo que se esperaba de ellas. La Universidad estaba reservada exclusivamente a los varones, y debido a las pocas existentes, y los altos costos que requería dejar el terruño para estudiar en una Universidad lejana, quienes provenían de familias humildes simplemente no podían darse ese lujo, los de clase media a duras penas podían costearse la residencia, la manutención y los libros, los de clase pudiente sí cursaban sin problemas estudios universitarios, incluso en el exterior.
Elvia Alicia y una amiga y compañera de estudios, María Edilia Bottaro (a quien ella siempre se refirió como Botarito), fueron seleccionadas para estudiar Enfermería, becadas por el Ministerio de Educación, en la Escuela de Enfermería que iniciaría su primer curso con ellas, y cuyo nombre oficial cambió luego a Escuela Nacional de Enfermeras, graduándose la primera Promoción 1937-40. Esa Escuela era una dependencia de la UCV en Caracas, y tuvo entre su Personal fundador a Jacinto Convit, Marcel Granier padre, Alfredo Coronil, el Capellán era Juan Francisco Hernández, el Médico del alumnado Miguel Zúñiga Cisneros, y una enfermera española a quien mi madre admiró mucho, pues fue la responsable primordial por la formación de las primeras camadas de egresadas, la Señorita Ripoll (creo que catalana, aclaro que casi todo lo estoy citando de memoria, por sus historias de esos tiempos y algunos documentos que tuve en mis manos alguna vez). Dos colegas de mi mamá permanecen en mis recuerdos de niñez, Ramona y Lucani, porque fueron amigas y compañeras de trabajo en los años 50. A “Botarito” la conocí en la triste ocasión de fallecer su hija menor (inhalación accidental de monóxido de carbono, durante un viaje vacacional de Semana Santa a Mérida, la ciudad natal de mi mamá y ella). Apenas mi madre se enteró de la trágica noticia -por la radio- me pidió que la llevara de inmediato a La Carlota, a donde llegarían con el cuerpo para su velorio y entierro). Era una chiquilla hermosa, de unos 13 años, víctima de una absurda filtración de gas del escape. Doloroso recuerdo que conservo desde mis 16 años.
Recién graduada la enviaron a trabajar en Mene Grande, entonces un campamento surgido de la dinámica petrolera en la margen oriental del Zulia. Las enormes dificultades para viajar del Zulia a Caracas, la obligaron a tramitar por Poder la compra de una vivienda en la capital, en enero de 1944, el crédito hipotecario lo terminó de pagar en 1956. Esa casa fue el hogar de cuatro de sus siete hermanos (del primer matrimonio de su padre, la madre falleció muy joven), en sus respectivas migraciones de Mérida a Caracas, mientras formaban sus nidos propios. Miña e Iraíz permanecieron en Mérida, Tulio se fue a San Cristóbal. Olga, Custodio y María vivieron en la casa de Artigas por varios años, Hilda compartió por más tiempo, y Miña estuvo apenas el lapso que le llevó conseguir y mudarse a una casa alquilada en Altagracia, luego compraría en San José, muy cerca del Hospital Vargas. La familia, con la suma de los tíos políticos, Homero, Campo Elías, Macario y Francisco, se mantuvo muy unida, a pesar de estar disgregada en varios domicilios. La Caracas de los años 50 y 60 no adolecía del insoportable tráfico automotor actual, los recorridos eran breves y amables, sin el terrible flagelo de la constante y omnipresente inseguridad de estos días, lo que permitía salir de noche.
Las nuevas generaciones comenzaron a nacer en Mérida, Josefa Herminia y Homero tuvieron allá sus ocho hijos, Edmundo, Ilia, Mayita, Tibaldo, Elvia, Auxiliadora, Gioconda y Carmen, pero ya creciditos se trasladaron a Caracas, donde nacimos la mayoría de esa primamentazón, aunque los cuatro de Iraíz también son merideños –Juan Bautista, Jesús Alberto, Rita y Jesús Leopoldo– sólo este último sigue allá. Mi hermano José Antonio y yo, Carmen Alicia, Morela, Otto, Claribel, Francisco Javier, nacimos en Caracas. Gladis, Iraiza, Servio y Cocuya en San Cristóbal. Elvia Alicia nos llevaba cada agosto por vacaciones a Mérida, visitábamos a Iraíz y sus hijos, al abuelo, a sus hijos del segundo matrimonio, Alfonso, Betina, Hernán, Antonieta y Rodulfo, que a su vez sumaron otra primamentazón a esta larga familia.
En mis recuerdos de la infancia abundan las escenas de los Hospitales donde trabajó mi madre. En el del IVSS de Santo Tomás a Porvenir, de 5 años me sacaron las amígdalas, la mujer que me puso la máscara con éter, cantaba Ces’t si bon, mi tía María me llevó plátanos horneados, yo a duras penas podía tomar pastillas de Aspergum. Mi memoria trae ráfagas del Hospital Vargas, pero mi conexión es mayor con el Puesto de Socorro de Salas, la Maternidad Concepción Palacios, y el Hospital Militar (el IVSS ocupaba los pisos 12 y 13, mamá era Supervisora de Enfermeras), donde falleció en mis brazos el domingo 27 enero de 1985. El Papa Wojtila había dado misa en Montalbán, desde el piso 12 vi pasar el papamóvil por la autopista hacia el este. El maldito cáncer no la dejó disfrutar los pocos años que “vivió” en situación de jubilada. Pero mantuvo su espíritu alegre y su bondadosa preocupación por sus seres queridos, hasta el último momento. Fue abnegada y eficaz como madre, enfermera, hermana, tía, prima, abuela, amiga, incluso como hija aunque el abuelo poco hizo para merecer ese amor y los cuidados que le prodigaron en sus últimos meses aquellos que mantuvo a distancia.
Alicia la enfermera trabajó turnos de día y de noche, sus ingresos eran limitados, y sin embargo a sus dos hijos nunca nos faltó nada, y se las ingeniaba para extender su generosidad hacia sus hermanos, sobrinos y cuñados, desde la sencilla visita hasta los fuegos artificiales en navidad, y ocasionales regalitos, sencillos pero impregnados de su infinito amor. Son innumerables las veces que prestó servicios de enfermería gratuitos a vecinos, amigos y familiares, desde poner inyecciones a ocuparse de amortajar un cadáver, y disfrutaba haciéndolo, porque era genuina su vocación e inmensa su generosidad. Todos los que la conocieron la recuerdan con cariño, y sus dos hijos la extrañamos mucho, a pesar de los casi 32 años transcurridos desde que tuvo que dejar de vivir, por razones absolutamente ajenas a su hermosa voluntad. Podría sentirse orgullosa, a su manera nos educó sin imponernos yugos mentales, dogmatismos. No somos malandros, no somos viciosos, tratamos de parecernos a ella, llegar a ser excelentes personas. Alicia, siempre estás en nuestros pensamientos y emociones.
Integrantes de la Primera Promoción, Curso 1937 – 1940: María Edilia Bottaro, Josefina García C., Alicia González, Melania Mogollón, Cecilia Montilla, Carmen Osuna, María Luisa Peralta, Ana Isabel Rivas Núñez, Emérita Silva, Luisa M. Valverde, Amparo Sosa, Mary Vesga.-