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Mafias vs. Mercado

I.

Mercados competidos y transparentes, en los que se conocen precios y calidad de lo que se transa, constituyen la forma más eficiente de satisfacer los requerimientos de la sociedad con los recursos y capacidades disponibles. Cualquier desajuste entre demanda y oferta de un bien encuentra expresión inmediata en su precio, incentivando la concurrencia de nuevos oferentes cuando sube o desplazando a aquellos menos eficientes en caso contrario. En competencia, el sistema de precios orienta a los consumidores hacia las mejores ofertas y señala oportunidades de negocio a los emprendedores. Además, presiona a cada firma a perfeccionar su oferta, so pena de que un competidor satisfaga mejor la demanda y la desplace del mercado. Esta dinámica incentiva la innovación, mejorando la calidad de los bienes y servicios producidos, disminuyendo sus costos y generando espacios para la inversión, el crecimiento y el empleo productivo.

Corresponde a los gobiernos estimular la competencia, promover la transparencia de los mercados, regular los monopolios naturales[1] y forjar condiciones que promuevan la innovación y el cambio tecnológico. Deben procurar los equilibrios macroeconómicos que están en la base de la estabilidad de precios, del financiamiento competitivo y del intercambio provechoso con el extranjero. Asimismo, es menester un marco institucional que promueva la confianza y la iniciativa de inversionistas, productores y comerciantes. A la vez, el Estado debe producir los bienes públicos[2] que demanda la sociedad y compensar por las ineficacias ocasionadas por la presencia de externalidades[3].

Pero maximizar la eficiencia y lograr, por ende, el mayor crecimiento a través de mecanismos de mercado, en absoluto garantiza la equidad en el provecho de sus frutos. Por esta razón, un régimen democrático debe procurar que los más pobres puedan valerse de las oportunidades que ofrece la igualdad ante la ley. Apela, para ello, a sus potestades redistributivas, pechando a los más ricos para obtener los recursos con los cuales atender las necesidades de los de menores ingresos. El alcance de este empeño dependerá de cómo se expresen los valores de justicia social en el país, pero no debe interferir con los mecanismos de mercado, ya que mataría «la gallina de los huevos de oro» de la iniciativa privada. En esta difícil combinación entre equidad y eficiencia se mueve el mundo moderno, desde el «capitalismo salvaje» tipo chino, escaso en derechos laborales, del consumidor y ambientales, así como en libertades civiles y políticas; a países democráticos cuya protección social tiende a ser omnicomprensiva, como la de los escandinavos, que exhiben la mayor equidad en el mundo con niveles muy altos de bienestar material; pasando por los EE.UU.

II

Pero Venezuela tiene petróleo. A partir de su producción comercial a gran escala los gobiernos se sintieron ungidos financieramente para tutelar la modernización de la nación invirtiendo en obras de infraestructura, servicios de educación, salud y seguridad, y formando una burocracia estatal que administrara estos desarrollos. Desde el llamado «trienio adeco» –con la trágica interrupción de la dictadura de Pérez Jiménez- fueron incorporándose sectores otrora marginados al usufructo de una amplia gama de derechos. Pero en este proceso el Estado buscó la justicia social, no por medio de políticas redistributivas, sino interviniendo los mecanismos de mercado.

Con el boom del mercado petrolero internacional de los ’70, la economía se indigestó con una plétora de recursos que no pudo absorber productivamente. Se afianzó un PetroEstado dispendioso que desplazó al rol del sistema de precios en la asignación eficiente de recursos por incentivos perversos asociados a la búsqueda de rentas. Ello apartó a los agentes económicos del esfuerzo productivo y aupó actividades especulativas. Políticas populistas y clientelares fueron minando la vinculación entre eficiencia, competitividad y nivel de vida, corrompiendo la ética ciudadana con una conducta paternalista del Estado, según la cual el disfrute de derechos en absoluto obligaba al cumplimiento de deberes. Cuando bajaron los ingresos del petróleo en los ’80, la ilusión de bienestar creciente se vino abajo. Los gobiernos sumieron al país en una serie de controles y regulaciones en procura del «paraíso» extraviado, que terminó desdibujando los criterios de justicia social con que el bipartidismo de AD y COPEI había forjado su legitimidad. Se diluyó el carácter inclusivo del Estado de Derecho, que pasó a depender de mecanismos discrecionales, prestos a la manipulación política a cambio de favores. Los intentos de superar el rentismo con las reformas pro mercado de CAP II hicieron aflorar los costos reprimidos por años de los controles y los subsidios. Se desató un fuerte rechazo de parte de los dolientes del viejo esquema, que entrabó este proceso de cambio.

III

Chávez llega al poder capitalizando la incapacidad de AD y Copei por honrar sus promesas de bienestar y justicia social. Luego de unos años iniciales en que continuó con las políticas económicas de Caldera (II), decide llevar el intervencionismo del Estado a extremos que superaban en mucho el de gobiernos anteriores. Concentró y centralizó el poder en sus manos, demoliendo el Estado de Derecho liberal que había servido de marco a la democracia, invocando para ello un Bolívar justiciero y luego, un socialismo de reparto, «del siglo XXI». Los mecanismos de mercado fueron reemplazados por decisiones que, desde la Presidencia, asignaban los portentosos recursos que deparaban las altísimas cotizaciones del crudo y fijaban precios administrativamente con base en consideraciones políticas. La desaparición de la rendición de cuentas y de la transparencia en la toma de decisiones, subordinadas ahora al objetivo «superior» de la «revolución», fomentó un ávido mercado político en el que los allegados al poder se disputaban las oportunidades que les abrían los numerosos controles, regulaciones y la expropiación de empresas privadas, para hacer fortunas. El «socialismo del siglo XXI» resultó en un régimen de expoliación de la renta petrolera a discreción, según el posicionamiento que se tuviese en la estructura de poder, que acentuaba prácticas especulativas que destruyeron la economía. La importación masiva de bienes otrora producidos internamente -abaratados por un dólar racionado que alimentó corruptelas para negociar su entrega- ocultó tal descalabro. Precios de $100 por barril del crudo permitió a PdVSA asignar $234 millardos a misiones y otros programas sociales en estos años. Junto a otros millardos provenientes del presupuesto nacional, fueron repartidos clientelarmente en procura de apoyo político al régimen.

IV

Este manejo discrecional de la bonanza petrolera, en desapego a criterios de racionalidad propios de una economía de mercado, ha centrado la dinámica económica en Venezuela en manos de mafias atrincheradas en los nodos que deciden precios, contratos, asignación de recursos y formas de participar en los negocios en que incide el Estado incluyendo, tristemente, la habilitación y custodia de corredores para traficar drogas desde Colombia. El eje de esta dinámica perversa es el control de cambio, cuyo nivel de disparate se ha potenciado con el desplome del precio del crudo –y de los ingresos que percibe el país- en el mercado mundial. Para el viernes 26 de junio el dólar «paralelo» marcaba 476,44 bolívares, 75 veces el precio del dólar oficial. Por otro lado, el precio del litro de gasolina en Colombia era poco menos de un dólar, unas 4.500 veces más caro que su precio de venta en Venezuela al tipo de cambio paralelo. Según declaraciones del presidente de PdVSA en septiembre del año pasado, se contrabandeaban entre 50 y 100 mil barriles diarios al vecino país[4]. La cifra hoy, dado el ensanchamiento en la brecha de precios, debe ser aún mayor. ¿Sorprende que la oligarquía milico-civil se haya negado a desmantelar esta prodigiosa fuente de lucro instantáneo?

El fin del control de cambio fue reservar las divisas para usufructo discrecional de esta oligarquía. Por esta vía, según denuncia quien fuera zar económico de Chávez, Jorge Giordani, empresas de maletín habrían esquilmado $25 millardos. La prensa registra lavado de dineros ilícitos en la Banca Privada de Andorra de siete venezolanos vinculados con el gobierno por $4,2 millardos. Otra noticia informa que el Banco del Tesoro depositó $12 millardos en la filial suiza del HSBC entre 2005 y 2007, sin que se sepa el propósito de tan descomunal transferencia. Escándalos, con dólares de por medio, resuenan asociados a los nombres de Derwick, Andrade y otros. Desde que se implantó el control de cambio, lejos de contenerse la salida de capitales, ésta superó, hasta finales de 2014, los $190 millardos, más de 10 veces lo que salió en los cuarenta años de democracia.

La desaparición de oportunidades productivas en Venezuela por el acoso oficial al sector privado, la inflación desorbitada y la inseguridad, convierten al dólar en refugio obligado de empresarios y ahorristas. Pero la cuasi imposibilidad de acceder al dólar preferencial hace del «paralelo» referente prioritario para la fijación de los precios al interior de la economía. Junto a la impresión de billetes sin respaldo por el Banco Central –ya va por un billón de bolívares (¡!)- ha disparado a la inflación por encima del 100%. Mantener el negoción del control de cambio y de los precios controlados ha empobrecido aceleradamente a los venezolanos, de manera cruel e inhumana.

V.

La economía venezolana se encuentra secuestrada por mafias que controlan al Estado, amparadas en una prédica «socialista revolucionaria». No otra cosa podía esperarse de una política basada en controles y regulaciones de todo tipo, el usufructo discrecional de enormes rentas captadas en los mercados mundiales, un intervencionismo estatal acentuado, y la destrucción de las instituciones que velaban por la transparencia y la rendición de cuentas de la gestión pública. Pero ello no ocurrió solo por Chávez. Los gérmenes de los tres primeros elementos de política ya se habían hecho sentir en los regímenes populistas de AD y COPEI. Chávez lo que hizo fue completar el cuadro con el cuarto elemento; la destrucción del Estado de Derecho. En tal sentido, llevó el intervencionismo a su extremo lógico, abatiendo las instituciones que se interponían al usufructo personal, político-partidista, de la renta. Para ello se valió de su inspiración patriotera, militarista, con claros ribetes neofascistas, que luego fue «actualizada» y reforzada bajo el tutelaje fasciocomunista de los Castro.

La disyuntiva que enfrentamos los venezolanos hoy y que, auspiciosamente iremos dirimiendo en los próximos procesos electorales, está entre una economía controlada por estas mafias, amparadas por un régimen militarista que esgrime un discurso «revolucionario» para «absolver» sus atropellos contra el Estado de Derecho y los derechos humanos, y una democracia social de mercado.

La oligarquía milico-civil lleva 16 años acomodándose en el poder, disfrutando de sus mieles y con sus prácticas de expoliación cada vez menos restringidas. El «paquete tecnológico» de terrorismo estatal contra las fuerzas de cambio, traído por los jefes cubanos, es la apuesta que hacen para aferrarse a tales prácticas. Pero la neolengua maduro-chavista, fiel a las enseñanzas de Joseph Goebbels, ministro de propaganda  nazi, las cobijan en un discurso que alardea de «conquistas» de la «revolución» que no pueden dejarse arrebatar por la «derecha». Mafias y represión fascista son, en este sentido, dos caras de un mismo ejercicio de usurpación de la voluntad popular para privatizar el usufructo de los recursos del poder en nombre del «pueblo». Como resultado, tenemos el acelerado empobrecimiento de la población, un desabastecimiento crónico que empeora y una situación de anomia que nos coloca a merced de la violencia y la arbitrariedad.

La propuesta de las fuerzas democráticas en las venideras contiendas políticas no puede ser alegar simplemente que son más honestas en el manejo de los proventos del petróleo y respetuosas del Estado de Derecho. Es menester plantear, de la manera más clara y didáctica, la imperiosa necesidad de romper de una vez por todas con el PetroEstado rentista y sentar las bases para un desarrollo inclusivo fundamentado en la competitividad. Ello implica la conquista de un marco institucional que promueva una economía pujante de mercado, acotada por la dotación de herramientas y recursos a los sectores menos favorecidos para que puedan beneficiarse de sus frutos. Para facilitar la transición hacia el nuevo modelo, todavía contamos con una portentosa renta petrolera. Aprovechémosla antes de que los cambios estructurales que estamos presenciando en los mercados energéticos del globo, cierren para siempre esta ventana de oportunidades.

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[1] Aquellos que se presentan en actividades productivas con costos decrecientes a escala, que termina reduciendo la oferta a un solo productor. Caso de la generación hidroeléctrica a través de grandes represas.

[2] Son aquellos cuyos beneficios no pueden ser capturados por un solo individuo, lo que desincentiva su producción a través del mercado en las cantidades deseadas por la sociedad. Requieren de producción conjunta, lo cual involucra al estado. Ejemplos: Educación primaria, protección policial, salud pública universal, infraestructura vial.

[3] Se refiere al efecto de un agente (o de varios) sobre otro (u otros) que no es recogido adecuadamente en el precio. La contabilización privada de los costos y/o beneficios del (o de los) causante(s), basada en los precios, no toma en cuenta, por ende, algunos costos y/o beneficios causados a terceros, con lo que la maximización del beneficio privado no coincide con la maximización del beneficio para la sociedad. Se considera una «falla» del mercado.

[4] Eulogio del Pino, Presidente de PdVSA, en declaración en Maracaibo el 25-09-2014.

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