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Los misterios de Iowa

Tan pronto se abrieron las puertas del avión en Des Moines, Iowa, se coló un horrible viento gélido.

Vi la temperatura en mi teléfono y decía cero grados farenheit (o menos 17 centígrados). Nunca había estado en un lugar tan frío. Mi cuerpo, nacido en México y templado en Miami, se quedó casi inmóvil. De nada sirvió la chaqueta sobre el suéter y la camiseta.

Sí, hacer campaña por la presidencia en el invierno de Iowa es brutal. Los candidatos duermen muy pocas horas, se la pasan saludando a desconocidos, comen mal, dan tantos discursos y entrevistas que a veces se olvida quién es su audiencia y, todo, bajo un frío paralizante. Si ser candidato es el peor oficio en Iowa en estos días, el segundo peor debe ser el de los periodistas que tienen que perseguir a los candidatos.

No habría muchas razones para estar aquí –salvo sus puentes cubiertos en el condado de Madison y que hizo famosos una película con Meryl Streep- si no fuera porque es el primer estado norteamericano en votar para escoger a sus candidatos presidenciales. Es un viejo sistema, muy alejado de la rapidez digital, en que los votantes se juntan –en 1,681 caucuses o reuniones vecinales- para designar a los candidatos.

Todos los aspirantes presidenciales de los dos partidos participan en este baile electoral porque saben que el que pega primero, pega dos veces. O tres. Jimmy Carter, George W. Bush y Barack Obama ganaron en Iowa y llegaron, también, por primera vez a la Casa Blanca.

Iowa está casi en la mitad del mapa de Estados Unidos y casi en la mitad de su espectro ideológico (es el número 24 de 50 entre los estados que se autodefinen como “conservadores”.) Así lo describió hace poco el New York Times: “Iowa es esencialmente blanco, de clase trabajadora y a la derecha del centro.”

A mí, la verdad, no me fue muy bien la primera vez que fui a Iowa. El candidato Donald Trump me expulsó de una conferencia de prensa en la ciudad de Dubuque –la primera vez en mi vida que me pasa eso por querer hacer una pregunta- y, tras ser sacado del salón por su guardaespaldas, un seguidor de Trump me gritó: “Lárgate de mi país.” Interesante insulto si consideramos que yo también tengo pasaporte de Estados Unidos.

Pero ahí entendí, en carne propia, el temor que sienten en Iowa algunos inmigrantes. Una maestra hispana de Dubuque me había contado que los indocumentados preferían salir en la noche a las tiendas debido al temor a ser deportado. Así las autoridades migratorias –y los xenófobos- no notaban el color de su piel.

No quiero generalizar. Lo que hizo un energúmeno despistado afuera de una conferencia de prensa de Trump no refleja, en lo más mínimo, el carácter amable y abierto de los habitantes de Iowa que conocí. “Las cosas aquí son muy tranquilas”, me contó Marcelo. El nació en Chile pero hizo de Des Moines su hogar. “Si hay un asesinato, es noticia en todos los noticieros.” Tiene que ser muy bueno para las familias un lugar donde matar a alguien sigue siendo un trauma colectivo y no un hecho común y corriente.

Antes nadie hablaba de Iowa. Sus votaciones pasaban sin pena ni gloria. Pero desde que en 1972 sus habitantes se convirtieron en los primeros del país en votar por los candidatos presidenciales, sus deseos se han convertido en una especie de obsesión nacional. ¿Qué es lo que quieren los iowanos?

Uno de los acertijos de la democracia estadounidense es ¿por qué los deseos de poco más de tres millones de habitantes de Iowa son más importantes que los del resto de un país de 323 millones? ¿Por qué no votar todos el mismo día? El país donde se inventó el iPhone y el avión no se atreve a romper con una incomprensible tradición.

Iowa, sin duda, es un misterio electoral. Hay políticos que se pasan toda su vida tratando de entender la mentalidad de los iowanos y se estrellan contra la pared cuando lanzan su candidatura presidencial. Y veremos a varios de ellos patinar en el hielo durante las votaciones del próximo lunes primero de Febrero.

Jorge Ramos Avalos

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