Los atajos de la infamia
Antonio José Monagas
Siempre se ha leído que al infierno se va por atajos. Pero también, a cualquier lugar que desestime el esfuerzo como virtud. El escritor británico John Ronald Reuel Tolkien, había referido que “aquel hombre que huye de lo que teme, a menudo comprueba que sólo ha tomado un atajo para salirle al encuentro”. Ese hombre, que se ve entrampado al huir de la realidad que lo azora, es el mismo que buscó recortar camino para alcanzar su propósito. Sólo que su logro se desvaneció al apenas obtenerlo. Asimismo, sucede en política. No sólo se esfuman o desvarían las metas pretendidas, sino que también se inducen problemas por causa del forzamiento al romperse los cánones que establece la naturaleza del hecho propiamente. Por eso, la teoría política insiste en el respeto como conducto de transferencia entre objetivos trazados.
Cuando se desconoce o desdeña el respeto, la tolerancia y la solidaridad como bastiones del pluralismo político, cualquier intento por dar con alguna solución que anhele el encuentro entre miembros de una sociedad, es simple y vulgar entelequia. Pura vocinglería. Aunque bastante conveniente a todo propósito que tienda a devenir en populismo, pues de ello se pondera la demagogia que su vez sirve al autoritarismo para arremeter con sus radicales cometidos. Es decir tanta declaratoria de intenciones, funge de atajo cuya trocha sólo conduce al empeoramiento de la situación en cuestión.
Es patético que casi al término de la segunda década del siglo XXI, todavía haya quienes siguen empecinados en negarse al desarrollo económico, político y social que ha alcanzado el mundo. La obstinación, asociada con la mezquindad, actuando en perversa complicidad, ha permitido situaciones tan absurdas como el oscurantismo cuando se planteó hacer del conocimiento un conjunto de consideraciones abstrusas y difícil de entender. De manera que resulta sumamente impugnable, aceptar condiciones de gobierno que se tracen objetivos tan displicentes, que sus resultados se tornan completamente improcedentes dado el anacronismo que caracteriza sus contenidos. Es el problema que azota a Venezuela toda vez que el carácter antidemocrático embadurna buena parte de sus decisiones. Sus ejecutorias presumen casi siempre de una arrogancia tal, que hace que su gestión se sienta imbuida por una prepotencia que resiste toda necesidad de actuar con la transparencia que avala un sistema político de corte democrático. Esto lleva al gobierno a arrogarse la potestad necesaria para encubrir información, tanto como para manipular realidades mediante argucias y evasivas. O sea, concibe y hasta subscribe condiciones desde las cuales se permite desconocer derechos, violentar principios, desvirtuar razones, adecuar condiciones que justifiquen desafueros, desatender reclamos, actuar de modo complaciente ante la impunidad que exhiben actitudes de funcionarios y afectos al régimen, omitir preceptos constitucionales para allanar situaciones que favorecen la terquedad por mantenerse aferrados al poder.
Al régimen le resulta casi imposible rebatir, con razones de peso, los motivos por los cuales el país sucumbió por efecto de una crisis del tipo de acumulación. Sus indicadores macroeconómicos revelan el desmedido retroceso refrendado por la ineptitud de sus gobernantes. No tiene cómo demostrar que la culpa de la ineficacia e ineficiencia que exhibe su gestión de gobierno, es sólo suya. Su desidia no puede inculpársela ni al “imperio norteamericano”, ni a la nombrada “guerra económica”. Tampoco, a la presunta “derecha apátrida”. Mucho menos, a la ofensiva “contrarrevolucionaria”. Por qué entonces no responde interrogantes que den cuenta de ¿qué ente ha dictado medidas económicas durante casi 19 años? ¿Quién ha controlado la asignación de divisas a las empresas? ¿Quién ha dirigido el BCV, PDVSA, Corpoelec, el Sicad y otras más del mismo tenor? Sus señalamientos buscan acusar a la oposición democrática a fin de excusarse del desgobierno logrado durante casi dos décadas contados desde 1999 hasta hoy.
No hay duda de que el régimen, al desconocer el modo de encaminar al país por parajes de desarrollo económico, político y social, se ha reducido a avanzar entre embrollos y laberintos sin alcanzar otros resultados distintos de la grave situación de crisis en la que hoy está ahogada Venezuela. Todo lleva a inferir que los pretendidos caminos que debieron ser transitados, lejos del merecido estadio de bienestar y calidad de vida que bien pudo alcanzar el país, el régimen extremó su perspicacia. Pero para caer en niveles donde el resentimiento se adueñó de todo lo que a su paso consiguió. Naturalmente, porque prefirió internarse por los atajos de la infamia.