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Lo que ofrece el Estado Islámico

Los partidarios del EI han sobrepasado a otras organizaciones como la emblemática Al Qaeda al cristalizar en la práctica lo que otros solo mantienen como promesas: una sociedad yihadista

En abril de 2013 fue cuando se produjo la ruptura entre Al Qaeda y una de sus dos ramas territoriales en la región de Oriente Próximo, la organización yihadista cuyos antecedentes se remontan a 2004 y que el pasado mes de junio adoptó el nombre de Estado Islámico (EI). Desde entonces, esta última sobrepasa con creces a la primera en la movilización de seguidores y el reclutamiento de militantes o colaboradores, dentro y fuera de aquella región del mundo, en países con poblaciones predominantemente musulmanas así como entre las colectividades islámicas que existen en el seno de las sociedades occidentales.

No es sólo un fenómeno observable en redes sociales y canales de Internet. Una gran mayoría de los varios miles de yihadistas extranjeros procedentes del norte de África o de Europa Occidental que se encuentran actualmente en el escenario común de insurgencia que forman Siria e Irak está a las órdenes de Abu Bakr al Bagdhadi, el líder del EI, en lugar de estarlo a las de Abu Muhammad al Julani, subordinado de Ayman al Zawahiri como dirigente del Frente Al Nusra, la filial en Siria de Al Qaeda. Por cierto que Julani fue entrevistado en enero de 2014 para la cadena catarí de televisión Al Yazira por Taysir Alouny, ciudadano español de origen sirio a quien la Audiencia Nacional condenó en 2005 a siete años de cárcel por colaboración con una célula de Al Qaeda desmantelada en nuestro país cuatro años antes.

Más aún, en la rivalidad que mantiene en estos momentos con Al Qaeda por la hegemonía del yihadismo internacional en su conjunto, el EI ha conseguido recabar el apoyo de organizaciones yihadistas de relativa reciente aparición, como Ansar al Sharia en Túnez y Libia, Ansar Bayt al Maqdis en Egipto o Abu Sayaf en Filipinas. Además, ha provocado significativas fracturas en extensiones territoriales de Al Qaeda tan afianzadas como Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA) o Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), e incluso escisiones en entidades asociadas con aquella estructura terrorista de la importancia de Therik e Taliban Pakistan.

Sin embargo, la realidad es que el EI y Al Qaeda comparten ideología y fines. A ambas es común la misma versión fundamentalista y belicosa del islam que se denomina salafismo yihadista. Ambas coinciden también en un mismo objetivo último declarado, que no es otro que el de extender por la fuerza la observancia de esa religión, en su expresión más excluyente y rigorista, sobre el conjunto de la humanidad y reinstaurar el califato —una suerte de imperio político panislámico— sobre el conjunto de territorios en los que rigen o han regido alguna vez, desde el siglo VII, las estipulaciones plasmadas en el Corán. ¿Dónde está pues la diferencia?

Para empezar, la diferencia está en que el EI, ante su población de referencia, por otra parte la misma de Al Qaeda, presenta como resultados lo que para esta última siguen siendo aspiraciones. Mientras que el EI controla amplias franjas de Siria e Irak, Al Qaeda central se encuentra recluida desde 2002, bajo la protección de islamistas radicales, en las áreas tribales de Pakistán, AQPA tiene muy limitado su espacio de influencia en Yemen y AQMI fracasó en mantener el condominio que durante 2012 instauró, junto al Movimiento por la Unicidad y la Yihad en África Occidental y a Ansar al Din, en el norte de Malí.

Mientras que Al Qaeda pretende, desde al menos mediada la década de los noventa, restablecer el califato, el Estado Islámico lo ha proclamado en la práctica —aunque administrativamente delimitado entre Alepo y Diyala— y ha convertido a su propio líder en el nuevo califa que reclama autoridad política y religiosa sobre todos los musulmanes del planeta. Poco importa que los dirigentes de aquella insistan una y otra vez en que aún no se dan las condiciones favorables para crear y consolidar el califato. Habiéndose anticipado en ello y disponiendo de una base territorial donde ejerce poder y que otorga credibilidad a su propaganda, al EI se le atribuyen un éxito y unas expectativas de éxito que le son negadas a Al Qaeda.

A este respecto, unas palabras de Osama Bin Laden, quien fuera fundador y emir de Al Qaeda hasta su abatimiento en Abbottabad, Pakistán, en mayo de 2011, permiten aprehender con particular rotundidad lo que, en definitiva, tiene o se percibe tiene el EI que en estos momentos no tiene o se percibe no tiene aquella. En noviembre de 2001, apenas dos meses después de los atentados de Nueva York y Washington —de los que ahora se cumplen 13 años—, dirigiéndose a unos partidarios suyos reunidos en la localidad afgana de Kandahar, afirmó: “Cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, preferirá el caballo fuerte”.

Ese éxito y esas expectativas de éxito atribuidas al EI refuerzan extraordinariamente las motivaciones individuales para la implicación en actividades yihadistas basadas en criterios de racionalidad. Este tipo de motivaciones se interiorizan mediante el proceso de radicalización, a lo largo del cual se adquieren las actitudes y creencias propias del salafismo yihadista, que justifican en términos tanto morales como utilitarios el uso de la violencia y el terrorismo, supuestamente para defender y expandir el islam. Al Qaeda ha subrayado la utilidad del terrorismo en relación con, por ejemplo, las consecuencias económicas o políticas que imputa a atentados tan letales como los del 11-S o el 11-M, pero la brutal implantación del califato hecha por el EI está superando esas y otras manifestaciones.

El EI tampoco deja de fomentar, con su narrativa y con sus actos, un acendrado odio hacia quienes cataloga como infieles o apóstatas. Ni cesa en el empeño de trocar en sentimientos de humillación asociados con la condición islámica las injusticias y las frustraciones que por otras razones aquejan a grandes segmentos de las poblaciones musulmanas. Estas pasiones inducidas agitan en estos momentos, mucho mejor de cuanto lo viene haciendo Al Qaeda, las motivaciones emocionales para contribuir a la yihad neosalafista que hace suya la minoría —eso sí, estadísticamente más que significativa— de musulmanes radicalizados, principal pero no exclusivamente jóvenes, una porción de los cuales termina optando por la militancia.

En nuestro entorno europeo, la movilización yihadista relacionada con el EI afecta mucho más a naciones como por ejemplo Francia, Reino Unido, Alemania, Bélgica o Países Bajos, donde la población musulmana está básicamente compuesta por descendientes de inmigrantes procedentes de países islámicos, las llamadas segundas o incluso terceras generaciones. Ello sugiere que dicha movilización incide muy especialmente sobre jóvenes que atraviesan por una crisis de identidad. A este respecto también, la nación del islam a que tanto ha apelado Al Qaeda es un marco menos atractivo para resolver en clave yihadista ese tipo de crisis que la adscripción al califato propuesta por el EI.

En suma, lo que Al Qaeda central y sus extensiones territoriales ofrecen a jóvenes musulmanes radicalizados o vulnerables a la radicalización es pertenecer a una organización yihadista que, aunque degradada en su núcleo, mantiene capacidades operativas nada desdeñables en determinadas áreas del mundo islámico y persigue la restauración del califato. Lo que el EI ofrece a esos mismos individuos es algo más. Les ofrece nada menos que formar parte de una sociedad yihadista, de un califato con territorio reducido pero al que sus arquitectos logran dar visos de expansión, de un orden social y político en el que reiniciar sus vidas, incluso emigrando en familia, con un nuevo significado y una nueva identidad colectiva en la que reconocerse a sí mismos y ser reconocidos por los demás.

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