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Lo que hay que hacer

Es muy frecuente escuchar esta arrogante frase en estos tiempos. Casi todos los ciudadanos, de uno u otro modo, tienen la tentación de convertirse en ese consejero universal capaz de señalar las líneas de acción sobre las que la sociedad toda debería trabajar para su progreso.

No es que esa posición en sí misma sea incorrecta. Es saludable que la gente se interese en lo que pasa, le preocupe genuinamente lo que ocurre a su alrededor e impacta en sus vidas. Es útil tener un diagnóstico propio respecto de lo que sucede y animarse a sugerir diferentes caminos posibles.

Todo se complica, y mucho, cuando esa postura es escoltada por una conducta individual ambigua. No es que la gente no pueda, o no deba opinar. Es muy bueno que así sea. El dilema comienza cuando ese análisis agudo no está en sintonía con la labor cotidiana. No sirve demasiado decir «lo que se debe hacer» si eso no viene de la mano de un compromiso personal intransferible que conduzca a la concreción de esa anhelada visión.

Los problemas que se enfrentan a diario no precisan solo de un acertado diagnóstico y una elaborada orientación sobre los pasos a seguir. Es imprescindible también, que esa misma gente, esté dispuesta a pasar a la fase de implementación y pueda protagonizar esa etapa.

Sin embargo, en los últimos tiempos, la apatía imperante y cierta inocultable abulia ciudadana, han dado nacimiento a una perversa postura, que demuestra elevados niveles de contaminación cívica y poco ayudan.

Se trata de la aparición de una generación de opinadores seriales que se quedan siempre a mitad de camino. No solo no pasan a la acción, sino que aspiran a instruir al resto sobre lo que deberían hacer por el bien de todos, aunque no están dispuestos a mover un dedo para que ello suceda.

No solo pretenden dar las órdenes, sino que además esperan que la multitud los siga como rebaño, y si no lo hacen a su manera, se ofenden como si fuera un deber que todos comprendieran y acataran sus mandatos.

Este gesto social crece permanentemente. Se visualiza fácilmente cierto nivel de autoritarismo no asumido que preocupa. Muchos de estos personajes que opinan, esperan un apoyo irrestricto. Se incomodan porque no obtienen los recursos suficientes para emprender su mesiánica causa, porque los dirigentes políticos no toman nota de tan brillantes ideas, ni los ciudadanos se entusiasman frente a ese apasionante sendero propuesto.

Tal vez, la tarea pasa por entender que si se desea fervientemente que algo suceda, se debe poder tomar las riendas del asunto y hacer algo concreto al respecto. Y no es que no se pueda opinar si no se hace algo. Es que no es razonable decidir que no se tiene tiempo, ganas o habilidad para un objetivo, y esperar que el resto asuma ese deber moral de hacerlo.

Se debe reflexionar profundamente sobre esta cuestión con absoluta honestidad intelectual. Todos tienen derecho a pensar y a decir lo que sea. También a emprender los proyectos en los que creen férreamente. A lo que no se tiene derecho es a pretender que los demás tomen las causas propias como eje de sus vidas y las ejecuten del modo que otro ha diseñado.

Como en la vida misma, si alguien cree en algo, tiene la responsabilidad de intentar que se haga realidad, pero no puede esperar que los demás lo conviertan en su meta vital.

Si esta premisa se comprendiera, probablemente la sociedad dispondría de más proyectos interesantes, de mayor cantidad de personas con ganas de gestar el cambio. Por ahora, solo existe mucha gente opinando, muy pocos haciendo lo correcto, y una inmensa cantidad de individuos frustrados, porque el mundo no hace, a su manera, lo que ellos sueñan para los demás.

Es bueno saber «lo que hay que hacer». Es positivo tener infinitas ideas disponibles. Algunas serán contrapuestas y otras complementarias. Lo que se debe poder abandonar, es la despótica e insolente actitud de pretender que el resto haga lo que individualmente no se está dispuesto a encarar.

Si se aspira a contar con apoyo masivo y el acompañamiento de miles de ciudadanos y que esas ideas personales se plasmen en la realidad, pues habrá que tener la determinación suficiente para liderar ese proceso, y tener las agallas para invertir tiempo, trabajo y dinero en ese sueño propio.

Si semejante pasión no es suficiente, si la convicción no alcanza, pues habrá que asumir que no es demasiado importante y entonces apelar a la humildad necesaria para dejar vía libre a los que tengan esa decisión.

Es una enorme virtud proyectar. Es muy conveniente y provechoso opinar. Muchos insisten en que saben «lo que hay que hacer». Pues entonces, tendrán que tomar la determinación de hacer lo necesario, de alinear discurso y acción, o de sumarse a los que están en el itinerario más cercano. Pero lo más trascendente es aprovechar esta excelente oportunidad de abandonar la mezquina actitud de imponer al resto una agenda, a la que no se está dispuesto a invertir esfuerzo personal. No es moralmente correcto pedir a los demás que hagan lo que uno no tiene el coraje de llevar adelante. Es indispensable sincerarse. Y sobre todo asumir las propias debilidades con gran hidalguía.

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