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¿Liderazgo express?

Porque la vida en sociedad sería impensable sin actores que ofrezcan modelos, tracen mapas y distingan fórmulas para arribar a determinado destino; capaces de responder con concreciones a la necesidad colectiva y de asumir posiciones que les permitan influir sobre sus seguidores: por eso hablar de liderazgo es una tarea inagotable, forzosa. Mucho más en un país donde ese ejercicio parece esquivo, confundido a veces por los propios políticos profesionales (los que viven para y de la política, explica Weber) con el producto de un mero trámite administrativo.  

Pero la asunción del liderazgo pide más que eso. Lo sabe el capitán del navío cuyo “espíritu sano” describe Aristóteles. El predecible, incluso rutinario desempeño de quien debe trasladarse de un puerto a otro, de pronto se ve sacudido por una pavorosa tempestad. ¿Debo tirar la mercancía para salvar la vida de mis marinos, o arriesgarme a capear el temporal con ella en la bodega, esperando que el tiempo mejore o que la nave resista?, se pregunta. Los dilemas son el caldo donde el liderazgo abreva y cuaja. Lo que obliga a seres humanos dotados de especial talento a tomar decisiones, desenredar madejas y extraer el hilo preciso, escoger un rumbo. 

La asignación de ese rol crucial no puede por tanto depender de una fría y expedita diligencia. Una que se vuelve ajena a la fragua de los tiempos, -los de Kronos y Kairos– a las voluntades, esperanzas y miedos de una tripulación que, por cierto, está también facultada para hacer sus propias elecciones. Para que el piloto sea reconocido como tal, pues, su visión debe ser compartida y avalada por otros. De tal modo que, más allá del poder (la capacidad objetiva de dominio) sea la autoridad, la habilidad para persuadir, lo que prevalezca.      

La reflexión viene a cuento de los nuevos-viejos pujos de algunos actores políticos venezolanos por determinar quién asume la batuta de la oposición, ahora por vía de una “gran elección popular”. La propuesta, aunque vendida como innovación, no puede menos que retrotraernos a la perversa confusión que invoca la llamada democracia tumultuaria. Parte del menú populista, la exuberante adjetivación que acaba desvirtuando la idea de la representatividad conquistada en elecciones, resurge acá como moción “rebelde”. Un llamado a desconocer un proceso que, según estos exaltados promotores, no podrá legitimar a quienes se sometieron “mansamente” a sus reglas: las reglas del otro, el enemigo.  

Negados a abrazar la premisa de que “siempre es mejor contar cabezas que cortarlas”, -así decía Norberto Bobbio al reflexionar sobre la capacidad de la democracia para, más que lograr consensos, dirimir y gobernar el disenso- el discurso de sectores de la auto-mentada “oposición verdadera” no luce tan distinto al de los populismos que florecen en otra acera. En este caso, una élite que esgrime su presunta superioridad moral para encajar estigmatizaciones y fundar “lados correctos” de la historia, apela también a un idealizado, ignaro, desvalido Pueblo y lo instrumentaliza para sus fines. De nuevo, un “ellos” contra “nosotros” respondiendo al momento de excepción (Schmitt dixit), se acomoda a la claves de lo que Umberto Ecobautizó como populismo selectivo: un populismo conservadoren el que el Pueblo, “entidad monolítica expresiva de la Voluntad Común… es solo una ficción teatral”.  

Así, omitiendo a conveniencia reglas de juego y procedimientos, se insiste en desbancar el fatigoso trabajo de base, la visibilización y legitimación de liderazgos que el voto reporta incluso en elecciones autoritarias, por mecanismos paridos a juro y sin efectos vinculantes. Eso, sin siquiera contar con que la crisis de representación que desnudó el 21N anula de entrada esos atajos. Pero todo sugiere que tras la iniciativa, respira la nostalgia por la bella, triste e infructuosa historia de la consulta popular del 16J, en 2017; o la que en 2020 promovió el interinato, sin penas ni glorias. ¿Acaso se explica tanto desdén por la realidad?   

Cuando se piensa en líderes prominentes -incluso aquellos que emplearon su ascendiente personal, su carisma, jerarquía social o burocrática con propósitos éticamente cuestionables- lo último que cabe suponer es que su éxito se ataba a los albures de alguna suerte de coronación express. Es la lección que queda tras los chuscos intentos de pre-fabricación de mesías. El liderazgo político, la capacidad de convencer, integrar y conducir a muchos, así como ese saber que asiste en la adecuación de medios y fines, prospera allí donde la materia prima lo permite.  

En ese sentido, la reciente elección asoma también un potencial. Los espacios disputados a un gobierno autoritario, bregados y ganados con votos por una oposición retratada en su pluralismo agonista, podrían anticipar el camino hacia esa reconfiguración del liderazgo. En ese retador contexto, azuzados por una ciudadanía que parece haberse cansado de la explotación discursiva de sus necesidades, los llamados a asumir esa nueva dirección democrática están obligados, por cierto, a desactivar a los intransigentes.  

@Mibelis 

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