Lecciones escocesas
La victoria, en el referéndum escocés, de los partidarios de permanecer en Reino Unido aumentando su autogobierno conlleva tres importantes consecuencias inmediatas. Internamente, propicia una inédita federalización del país; en la Unión Europea, disipa las inquietudes añadidas a la difícil recuperación económica y debería abrir paso a una actitud menos obstruccionista de Londres ante Bruselas; y va en contra de movimientos secesionistas como el del soberanismo en Cataluña.
Es mucho más de lo que podía esperarse, y ello se debe a la consistencia del resultado. Frente a unos sondeos que preveían un empate técnico, la diferencia entre unionistas (vitaminados por el autonomismo) y secesionistas supera los diez puntos. Ello desarbola la presunta fragmentación de la sociedad escocesa en dos mitades simétricas, y al tiempo reafirma la profundidad de su voluntad de autogobierno. La elegante dimisión del líder secesionista Alex Salmond rubrica la victoria rival, tras un resultado que, de no haberse magnificado antes, sería notable. También da cuenta del exigente hábito de rendición de cuentas, clave en las democracias avanzadas.
La rotundidad del resultado se muestra más relevante si se compara con las apariencias afloradas en la campaña: el empuje secesionista, la ebullición juvenil, epifenómenos que traen ecos de las movilizaciones soberanistas catalanas. Y es más meritoria porque ocurre tras los errores del unionismo conservador. La aceptación de un referéndum, motivada en parte por el cálculo de la victoria futura; la altanería de abandonar durante meses el proceso a su cuenta y riesgo; el olvido de la recomendación del Tribunal Superior de Canadá exigiendo mayorías reforzadas en Quebec para evitar la segmentación social; las amenazas tramposas de la futura expatriación de bancos nominalmente escoceses pero de capital ya británico, y la tardía promesa de aumentar la autonomía son un rosario de errores. En cambio, debe aplaudirse la rápida reacción del primer ministro David Cameron, ayer, asegurando que cumplirá todos sus compromisos e impulsará una devolution generalizada (federalización, sin el nombre) que no figura en el ADN de su partido. Ojalá estos comportamientos, de Salmond a Cameron, exquisitamente legales, dialogantes, consensuales y responsables ante la opinión se prodigaran por nuestros lares.
No es así, no solo por la escasa sensibilidad en la reacción del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, al interpretar en clave de las distintas sensibilidades españolas (también de las catalanas) este episodio: ni su actuación mejora la de Cameron ni ofreció la reanudación del imprescindible diálogo como alternativa a la deriva separatista. Tampoco por la inanidad del presidente catalán Artur Mas, subrayando cansinamente que votar es lo único importante, sin aprender ni cómo se puede organizar legalmente un voto, ni sus efectos: sobre todo si, como en este caso, les son muy perjudiciales. Nada de lo que sucede parece afectar al rumbo invariable y eterno de su hoja de ruta: ni las encuestas que anuncian que los partidarios de la “tercera vía” duplican a los separatistas; ni los reveses por los reiterados posicionamientos de la UE contra el secesionismo catalán; ni el saqueo del caso Millet o el caso Pujol, nada importa nada, como si no fuese un proceso humano, sino mineral.
Y, sin embargo, la derrota de Salmond y los suyos es devastadora para los soberanismos europeos. Tras el reiterado fracaso del quebequés, el aplazamiento de la independencia por el flamenco, la ruina política y moral de una Lega Padana convertida en baluarte de la peor ultraderecha xenófoba…, la derrota de las ilusiones del Partido Nacionalista Escocés baliza el fin del ciclo del ilusionismo secesionista en las democracias occidentales. Pero ni Mas ni los suyos se dan por enterados.
(Editorial)