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Las revoluciones democráticas de 1989-1990: Polonia (3)

La historia después del comunismo había comenzado en Hungría en 1956. En Polonia también. O quizás antes. Adam Mischnik, ese lúcido disidente en permanencia que también es historiador, cree encontrar el origen de esa historia a partir del año 1944, cuando Mikolajczyk, dirigente del Partido de los Campesinos y Primer Ministro del gobierno en el exilio de Londres, viajó a Moscú a conversar con Stalin acerca de la posibilidad de un «modus vivendi» que permitiera a Polonia vivir al lado de la URSS a fin de sobrevi­vir como nación, compromiso que sería ratificado después en Jalta. Los orígenes del socialismo en Polonia tienen pues más que ver con geopolítica que con política.

Sin esas condiciones geopolíticas, el último país de la tierra que habría adoptado el socialismo habría sido probablemente Polonia. De este modo, Sta­lin encomendaba a la Nomenklatura polaca una misión casi imposible: gober­nar. Es por esas razones que la Nomenklatura polaca, para gobernar, tuvo que ser la más nacional del bloque socialista. La historia de esa Nomenklatura es una historia de permanentes concesiones a las organizaciones po­pulares y eclesiásticas del país, por una parte, y a la URSS por otra.

Mien­tras las Nomenklaturas en los demás países socialistas debían cumplir la ta­rea de representar, en primera línea, los intereses de la URSS, la polaca era más bien la mediadora entre intereses nacionales y los del Kremlin. Tal sistema de compromiso fue estructurado en 1956, cuando como consecuencias de movilizaciones obreras, sobre todo en Poznan, Gomulka, en cuyo currícu­lum figuraba el mérito de haber pasado un buen tiempo en las cárceles de Stalin, fue nombrado Secretario General, levantando la consigna del «nuevo camino». De acuerdo a esa consigna, se iniciarían reformas autogestionarias en las empresas, la descolectivización de la tierra, y no por último, una suerte de «coexistencia pacífica» con la Iglesia Católica, siendo liberado al cardenal Wyszynski quien ante el escándalo mundial, se encontraba en la cárcel. Ese fue, según Mischnik «el único momento en la historia del pueblo polaco en el que un dirigente comunista era al mismo tiempo dirigente de toda la nación».

Precisamente la identificación popular con un representante de la Nomenklatura fue un fac­tor que debilitó al movimiento de protesta polaco, pero al mismo tiempo, como ocurriría repetidas veces en la historia del país, evitó también que la URSS consumara una invasión, parecida a la de Hungría. Gomulka, levantando una plataforma similar a la de Nagy, no adoptaba una posición titoísta. Por lo demás la URSS debía elegir. No podía darse el lujo de invadir a dos países al mismo tiempo. En cierto modo, Nagy salvó a Gomulka.

A partir de 1956, a diferencia de los demás países socialistas, la histo­ria polaca sería construida a partir de una confrontación negociada que incluía a muchos actores (el Partido, la Iglesia, los sindicatos, los intelec­tuales, y no olvidar, los campesinos). No hay dos historias como en el caso húngaro, sino que sólo una que se reproduce a partir de la confrontación de varias.

Más que Nagy, quien apostó al rupturismo; más que Kadar, que hizo del oportunismo pragmático un programa, el verdadero precursor de la ideología del «comunismo reformado» fue Gomulka. También sería el primero, 14 años después de haber llegado al poder por aclamación popular, en enterrarla, terminando su gobierno con la masacre a los obreros de las ciudades costeras del país. Si bien el comunismo reformado terminó con Gomulka, no terminó la política de no confrontación directa que asumiría estratégicamente el KOR (Comité de Defensa de los Trabajadores).

Hoy, mirando la historia polaca en retrospectiva, lo que más llama la atención es la capacidad de sus actores para imponer la hegemonía de la política aún en los momentos más tensos. Es que un país que vive aplastado entre Rusia y Alemania tiene ne­cesariamente que producir buenos políticos, esto es, personas que saben dialogar, transar, negociar, buscar compromisos, y resolverlos a su debido momento mediante otros compromisos. Y lo dicho vale no sólo para los in­telectuales; también para esos excelentes políticos que fueron los obispos, y sobre todo, ese talento político que demostró poseer Walesa y su movi­miento; pero también el general Jaruzelsky fue un buen político e incluso, la Nomenklatura, la institución menos política de todas, producía en determina­dos momentos buenos negociadores.

Pero no sólo aprendían de su historia las fuerzas disidentes polacas; también dieron grandes muestras de saber aprender de la de los demás paí­ses socialistas. Después de 1956, pero sobre todo, después de los aconteci­mientos de 1968 en Praga, captaron que la confrontación no debía tener lugar en las calles, sino en todos los rincones de «producción de lo so­cial». Esto es, eran concientes de que su lucha debía ser librada a largo plazo, y que no debía poseer ningún carácter épico, sino que, valga la redundancia, político.

En cierto modo puede decirse que en Polonia fueron lle­vados a la práctica las propuestas políticas de Antonio Gramsci. Para los disidentes no se trataba en primera línea de conquistar el poder político, sino que espacios de lo social mediante la política, y no por último, de la cultura.»Construyamos una sociedad auto gestora en el seno de un Estado totalitario» fue la consigna de ese especialista en buenas consignas que es Jacek Kuron. De este modo, ya en los años setenta, du­rante la infortunada administración de Gierek, aún antes de que surgiera Solidarnosc, quedó establecido un contrato social tácito que se expresaba más o menos en los siguientes términos. El poder pertenece al Partido en el Estado. La hegemonía pertenece a la oposición en la sociedad.[1]

El pueblo polaco no culminó su revolución en 1989. Ella alcanzó su mo­mento más alto en 1980, cuando en los astilleros de Danzig, Gdigen, Stettin y Ebbing, tuvo lugar la primera revolución obrera de Europa, irónicamente en contra del socialismo y bajo el nombre unitario de Solidarnosc.

Solidarnosc a su vez, fue la cristalización definitiva del poder obrero acumulado en largas y a veces sangrientas jornadas como las de 1956, 1970 y 1976. Desde el mo­mento en que surgió Solidarnosc terminó para siempre una mentira en que se apoyaba el régimen, a saber: que el Partido representaba a los trabaja­dores.

Rápidamente, la revolución obrera de 1980 alcanzaría un carácter de­mocrático al vincularse con múltiples organizaciones, culturales, políticas y eclesiásticas que ya habían hecho su entrada en la era después del comu­nismo. En otros términos: Solidarnosc, de sindicato obrero, pasó a ser el Partido del pueblo polaco en movimiento. Fue en ese tiempo cuando Jacek Kuron del KOR, hizo pública la inteligente consigna «No incendies ningún lo­cal del Partido. Funda uno». Quería decir: «multiplicad los comités de Solidarnosc».[2]

Solidarnosc había nacido como sindicato. Después fue el Partido de la revolución democrática. Inevitablemente tenía que alcanzar su última, y en 1980, imposible fase: la de movimiento de liberación nacional.

El golpe de Estado del general Jaruzelsky tuvo desde sus inicios un doble carácter. Por una parte representaba la contrarrevolución de los gene­rales para salvar «el socialismo». Por otro lado era la alternativa para que la URSS no invadiera al país. Con razón Jaruzelski es el único gobernante del mundo a quien nunca se ha visto sonreír. No tenía ningún motivo. Su posición era la menos envidiable: encarnación del contrarrevolucionario, del golpista, del comunista y del patriota, al mismo tiempo. Muchos disidentes fueron a parar a las cárceles durante su gobierno; pudieron haber sido muchos más. Era quizás el precio módico que había que pagar para que en Polonia no se hubiese cometido una de las carnicerías más espantosas del siglo.

Durante el gobierno Jaruzelsky, hasta 1989, tendría lugar en Polonia una «guerra de desgaste» entre el Estado y las fuerzas más representativas de la nación. Esa guerra la han perdido todos. Sin las energías ni el entusiasmo de 1980, Solidarnosc, desdibujada después de tantas concesiones, ha llegado al poder detrás de Masowieki primero, con Walesa después, probando que para Polonia no había otra alternativa de gobernabilidad. Pero los héroes de ayer están cansados. El pueblo también. La llegada de Solidarnosc al gobierno se pareció al de esas parejas que ha­biéndose amado desde lejos toda la vida, al final se encuentran; pero cuando ya no son más jóvenes.

La mayoría del pueblo polaco sabe lo que debe a Gorbachov: la inde­pendencia nacional. Pero, y la pregunta es historiograficamente válida: ¿Habría sido posible Gorbachov sin la revolución de Solidarnosc en 1980? La expresión más nítida del quiebre del comunismo en la periferia soviética fue sin dudas la Polonia de 1980. A partir de ahí, las alternativas para la Nomenklatura soviética estaban claras: o regir militarmente en contra de los llamados países socialistas, o intentar conquistarlos, mediante un proyecto de liberalización política, a riesgo de perderlo todo. Gorbachov eligió la última alternativa. Y lo perdió todo.

Texto extractado y resumido del libro «El Orden del Caos, Historia del fin del Comunismo»» de Fernando Mires. Editorial Araucaria, Buenos Aires, 2005.

__________________

[1]     En una entrevista, el dirigente de Solidarnosc Bogdan Borusewicz respondió hábilmente a la pregunta relativa al rol dirigente del Partido, en un tiempo en que desconocerlo era motivo para ir a la cárcel (noviembre de 1980): «El rol del Partido es dirigente, pero en el Estado». Con ello quería decir: la «sociedad» no pertenece al Partido.

[2]     El mismo Kurón establecía en 1980: «Hemos liquidado el antiguo sistema. El sistema se basaba sobre el monopolio del Partido en tres aspectos: el de la organización, el de la información y el de la decisión. Bajo esas condiciones funcionaba nuestra sociedad hasta agosto de 1980 .

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