OpiniónOpinión Internacional

Las revoluciones democráticas de 1989-1990: Checoslovaquia (4)

Las coordenadas de tiempo varían a medida que se recorren los distin­tos espacios de la revolución de 1989-1990. Mientras para los húngaros el año clave es 1956, para los polacos es 1980, para los checoeslovacos no puede ser sino 1968, cuando la hermosa primavera de Praga fue ennegrecida por tanques invasores. Pero mientras 1956 era en Hungría un punto de re­ferencia, 1980 en Polonia un punto culminante, 1968 debía ser en Checoslovaquia un punto de partida.

Un irónico punto de partida. Porque después que los tanques asolaban Praga, muchos checoeslovacos pensaban que ese era el punto que ponía tér­mino a todos sus sueños, la definición definitiva del bloque soviético como una fuerza militar de carácter mundial dentro de la cual el destino de Checoslovaquia parecía estar sellado: zona de ocupación.

Por cierto, mucho llegó a su fin en la Checoslovaquia de 1968. Entre otras cosas, el proyecto para construir un socialismo con rostro humano.

Desde 1968 los checoeslovacos supieron definitivamente que el socialismo no podía tener, por lo menos en su país, un rostro humano. Pero ese era tam­bién un punto de partida. Porque desde ese momento también supieron que un cambio en el país ya no podía tener un carácter intersocialista y que el camino de pacto o dialogo con la Nomenklatura, a diferencias de lo que ocurría en Hungría y Polonia, estaba cerrado para siempre. Esto significaba que las futuras luchas debían darse en términos de confrontación abierta, lo que en cierto modo clarificaba los términos. Desde ese punto de vista, la lucha contra el régimen parecía más difícil; pero desde otro, quedaba demostrado que la Nomenklatura, a diferencia con la de otros países socialistas, no tenía más fuerzas políticas de reserva que ofrecer. Estas estaban agotadas. Se habían ido con Dubcek quien, desde su nuevo cargo de jardinero en el que fue quizás más feliz que antes, pasó a ser el símbolo de un pasado que cada vez era más leyenda.

La entrada de los tanques rusos a Checoslovaquia en 1968 fue desde el punto de vista militar una obra maestra. Pero desde el político fue una catástrofe. Entre otras cosas, le costaría a la URSS el resto de simpatía que tenía entre los sectores democráticos de Occidente.

No hay que olvidar que, mal que mal, todavía se mantenía la leyenda de la URSS luchando a muerte contra el fascismo. En cierto modo la URSS pudo vender la imagen de su in­vasión a Hungría como un acto antifacista, lo que tenía cierta credibilidad a poco más de un decenio de la guerra mundial. Kruschev y sus reformas ha­bían despertado más de alguna esperanza al interior de las izquierdas de­mocráticas, y todavía se pensaba que Breschnev podría continuarlas. Figu­ras tan respetadas como Sartre habían dado su voto de confianza al comunismo soviético de post-guerra. Los propios seguidores de Dubcek no creían en la posibilidad de una invasión. ¿No eran al fin y al cabo ellos los mejores socialistas del país, los únicos en condiciones de garantizar la adhesión po­lítica a la URSS? Por si fuera poco, los más importantes Partidos Comunistas de Europa Occidental habían puesto toda su esperanza en Dubcek.

 

El PC checoeslovaco representaba no solamente la utopía del «socialismo con rostro humano», además brindaba a la URSS la posibilidad para una desestalinización radical en sus relaciones con su periferia. Parecía, efecti­vamente, haber llegado el momento de la europeización del comunismo, en cuyo marco podrían insertarse partidos como el italiano, el francés, el espa­ñol. Por si fuera poco, los bulliciosos jóvenes del 68 ya habían inscrito el nombre de Praga en sus banderas.

Si la URSS hubiese apoyado a Dubcek, podría incluso haber canalizado el potencial energético de la juventud uni­versitaria europea a su favor. Hoy, mirando en perspectiva tales posibili­dades, es posible pensar que si Breschnew y sus consejeros hubiesen tenido un mínimo, no digamos de inteligencia, sino que de sentido común, para evaluar la situación checoeslovaca, el fin del imperio soviético no habría sido posible; por lo menos en la forma en que tuvo lugar. Por último, hay que agregar que 1968 dió un impulso moral a la propia disidencia soviética, como reconoció Andrew Sacharow en una entrevista (Le Monde 19 de agosto de 1978). No hay que ser pues demasiado inteligente para encontrar ciertas re­laciones entre Praga de 1968 y Moscú de 1990.

El propio fenómeno del eurocomunismo de los años sesenta no puede explicarse totalmente sin la invasión a Praga. Y visto en perspectiva, el eu­rocomunismo, aunque fracasó en sus respectivos países, fue uno de los principales factores erosionadores del imperio soviético. Significó, ni más ni menos, la imposibilidad de la URSS de expandirse políticamente hacia Europa Occidental. La idea que incluso Stalin acarició hasta sus últimos momentos, la de la revolución mundial con hegemonía soviética, terminaba para siempre con el eurocomunismo. Si el comunismo debía seguir expandiéndose, debía hacerlo militarmente, lo que también era imposible realizar en Europa Occi­dental sin provocar una guerra mundial que perdería todo el planeta. En fin, si 1989 significó la muerte material del comunismo, 1968, con la invasión a Praga, señalizó su muerte ideológica, condición, al fin, de la primera.

Quienes extraerían las mejores lecciones de los acontecimientos de Praga serían los disidentes de los demás países de Europa del Este. Para Kurón y Mischnik por ejemplo, quedó desde ese momento claro que la lucha polaca debería evitar por todos los medios provocar una invasión de la URSS para lo cual era fundamental no dividir a la Nomenklatura nacional, pero sí, negociar con ella cuando fuera posible. La segunda, y quizás más importante lección, fue que una transformación radical de los países socialistas satélites no era posible si no ocurrían cambios paralelos en la URSS, o lo que es igual: se hacía necesario acumular fuerzas para cuando llegara el momento en que apareciera un nuevo Kruschev como decía Mischnik. El nuevo Kruschev apareció al fin, en la figura de Gorbachov.

Pero la lección más decisiva fue la si­guiente: la revolución no podía ser posible en un sólo país, sino que debía realizarse de una manera permanente o ininterrumpida, atendiendo a las condiciones desiguales que imperaban en el desarrollo de cada uno. El lector avisado se habrá dado cuenta que estoy aludiendo nada menos que a la tesis defendida por Trotzky en relación a la revolución socialista que debería tener, según él, en Occidente. El revolucionario ruso se habría caído de es­paldas si hubiera sabido que su tesis era correcta, pero no para implantar el comunismo, sino que para derribarlo. Y esa tesis, defendida por supuesto con otra terminología por los disidentes de los países de Europa del Este, demostró en 1989 ser absolutamente cierta. Como escribía Pelikán, ya en el año 1977 «Las derrotas del pasado, en Hungría en 1956 y Polonia, y en 1968 en la primavera de Praga, permiten hacer un pronóstico que parece ser im­portante: La liberación del sistema estalinista y el desarrollo de un socialismo que se diferencie del modelo soviético, no pueden ser realizados en los lí­mites de un sólo país».

La convicción de que la revolución antitotalitaria debía tener un ca­rácter permanente llevó a los disidentes a establecer relaciones internacionales entre ellos, teniendo lugar lo que Pelikán llamaría un nuevo internacionalismo de acuerdo al cual la disidencia coordinaba sus acciones e intercambiaba sus respectivas experiencias sin someterse a ninguna conduc­ción especial. Particularmente intensivas fueron las relaciones entre Carta 77 en Checoslovaquia y el KOR polaco. Todos los esfuerzos gastados en cuarenta años por la URSS destinados a fundar una Internacional para implan­tar el comunismo no funcionaron mejor que los pocos años que gastaron los disidentes en crear relaciones internacionales con el objetivo de derribarlo.

También los disidentes checoeslovacos extrajeron sus conclusiones. No habiendo más esperanzas en el socialismo reformado, no quedaba más alternativa que enfrentarlo «desde fuera» del Partido, sobre todo si se tomaba en cuenta que después de 1968 la URSS había cambiado al propio Partido, caso único en la historia de las «democracias populares».

Según datos proporcionados por el propio Comité Central, hacia septiembre de 1970, 475.731 miembros habían dejado de pertenecer al Partido. Según otras informaciones la cifra rebasaba el número de 600.000 persona. En otras palabras, ya no existía más una Nomenklatura nacional. Husak y los suyos no eran más que una simple embajada soviética en el poder. ¿Como enfrentar a esa asociación mercenaria? Militarmente era imposible, puesto que siempre significaría perder. La única alternativa era hacerlo moralmente, apelando a la conciencia ciudadana, denunciando la permanente violación a los derechos humanos. Es por esa razón que mientras KOR y Solidarnosc fueron las fuerzas más políticas de la resistencia, Carta 77 fue la con más fuerza moral.

Los disidentes agrupados en Carta no se consideraban siquiera como una organización política (aunque lo era) sino que como una fuerza moral, y en su primera declaración del 11 de enero de 1977 se definía como una «asociación informal y libre de seres humanos de diferentes ideologías, diferentes creencias y diversas profesiones» (Garton Asch 1990:63). Princi­palmente Havel hizo de los principios morales un programa, en un país en que el régimen se caracterizaba por su inmoralidad de origen, de facto y de praxis.

Luchar contra la mentira era la estrategia de Havel y los suyos. De­nunciarla donde estuviera y como fuera era su principio de acción. Mientras más perseguidos y encarcelados eran, mayor era su presencia moral, y menor era la de ese régimen que ya no creía ni en sí mismo, y que se ex­presaba, como suele ocurrir en los sistemas sin legitimidad, en actividades corruptas, lo que se traducía, entre otras cosas, en su total ineficacia polí­tica y económica. Como afirmaba Havel en una conferencia en Toulousse: «Una sola persona que se atreva a gritar la palabra libertad, y que la de­fiende con todo su ser y su vida puede ser más poderosa que miles de electores anónimos, aunque formalmente le sean arrebatadas todas las li­bertades». Este fue el Credo de Carta 77 que por lo demás no era una sola persona, pues su circulo de simpatizantes eran millares. Pero la prédica con el ejemplo fue, sin dudas, una de las características de la disidencia che­coeslovaca, hasta el punto que a veces se tiene la impresión de que ser en­viado a la cárcel por el régimen era motivo de orgullo, por una parte, y un paso políticamente calculado, por otra. Si la Nomenklatura lo hubiera sabido, habría abierto todas las puertas de todas las cárceles. Quizás se habría mantenido un par de meses más en el poder.

La moral convertida en política explica por qué la rebelión checoeslovaca fue principalmente portada por sectores sociales no inmediatamente vincula­dos a intereses materiales, como estudiantes, artistas e intelectuales. Para ellos, la principal reivindicación no eran los aumentos de sa­larios, sino la libertad de acción y de palabra. A diferencias de Polonia en donde los intereses culturales se articularon con los económicos, en Checoslovaquia los últimos se articularían con los primeros. Eso explica también que a la hora de hacerse del poder, Havel y los suyos tuvieran menos ideas concretas para gobernar que la gente de Walesa de quien se tiene la im­presión que ya antes de 1980 guardaba un programa de gobierno en su dormitorio.

Viernes 24 de noviembre de 1989. La Nomenklatura ha sido derrotada; sin dignidad, como en Hungría; sin negociar, como en Polonia; vergonzosa­mente, como se lo merecía. Al igual que en el entierro de Nagy en Budapest, ha llegado el ansiado día en que la nación se encuentra con su historia. Pero, a diferencias con Hungría, el Nagy checoeslovaco está vivo, y el pue­blo lo llama: ¡Dubcek, Dubcek, Dubcek! El ya anciano líder comunista asoma a los balcones. 1968 está ahí, de nuevo, y la gente no pudo contener más las lágrimas. Todos saben que la primavera de 1968 no volverá; pertenece al pasado; pero también saben lo decisiva que ha sido en la liberación, no sólo de Checoslovaquia, sino de todos los países socialistas. 1989 fue la rei­vindicación de 1968. Pero como todo pasado, no puede ser revivido. Dubcek, antes que nada es un símbolo, y como tal fue reintegrado al nuevo poder; simbólicamente.

 

Texto extractado y resumido del libro «El Orden del Caos, Historia del fin del Comunismo»» de Fernando Mires. Editorial Araucaria, Buenos Aires, 2005.

Los comentarios, textos, investigaciones, reportajes, escritos y demás productos de los columnistas y colaboradores de analitica.com, no comprometen ni vinculan bajo ninguna responsabilidad a la sociedad comercial controlante del medio de comunicación, ni a su editor, toda vez que en el libre desarrollo de su profesión, pueden tener opiniones que no necesariamente están acorde a la política y posición del portal
Fundado hace 28 años, Analitica.com es el primer medio digital creado en Venezuela. Tu aporte voluntario es fundamental para que continuemos creciendo e informando. ¡Contamos contigo!
Contribuir

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te puede interesar
Cerrar
Botón volver arriba