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Las parlamentarias chilenas de marzo de 1973 y el 6D

Contrariamente a lo que afirma un twit que circula en las redes, si bien es cierto que la oposición a Allende se unió para enfrentar a la UNIDAD POPULAR en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, no obtuvo los resultados de los dos tercios del Congreso que requería para echar a andar su proyecto de desalojo legal del gobierno de Salvador Allende. Muy por el contrario: a resultas de dichas elecciones recibió un auténtico baño de agua fría, pues obtuvo una mayoría simple, con lo cual las cosas seguían por el camino que le convenía a la Unidad Popular. Fue, en el más estricto sentido del término, una victoria pírrica. Para ambas partes.

De haberse expresado la misma correlación de fuerzas que le dieran el triunfo a Salvador Allende en las presidenciales de septiembre de 1970, las fuerzas coaligadas de la derecha liberal conservadora y el centro democratacristiano, que entonces fueran separadas, habrían debido obtener el 71,92% de los votos y, con ello, la cantidad suficiente de senadores y diputados como para haber impuesto la salida de Salvador Allende por vía estrictamente constitucional.  Lo que dada la extrema gravedad de la crisis socioeconómica y los ingentes problemas de todo orden – inflación, desabastecimiento, colas – no sólo era perfectamente esperable, sino incluso superable. De allí que la oposición agrupada en la llamada CODE pusiera toda su carne en el asador de dichas elecciones parlamentarias. Desembocando en la frustración y el fracaso.

En lugar de dichos resultados, las elecciones prácticamente reprodujeron los últimos resultados en comicios de la misma naturaleza, celebrados en 1969, cuando los partidos agrupados en la Unidad Popular obtuvieran el 43.84% de los sufragios. Una porfiada estabilidad en la correlación de fuerzas, que ponía a las fuerzas del establecimiento ante la dramática disyuntiva de ir avanzando hacia la pérdida total del poder o cambiar el arma de la crítica – las elecciones -, por la crítica de las armas – el golpe de Estado. Al día siguiente de dichas elecciones parlamentarias de marzo de 1973 la sentencia tronaba en los partidos de la derecha y del centro políticos y en los círculos empresariales y castrenses: el golpe de Estado se había hecho inevitable. Tras seis meses de búsquedas desesperadas adelantadas por Salvador Allende, en la más absoluta soledad, pues todos los partidos que lo respaldaban jugaban al enfrentamiento final e inevitable – socialismo o fascismo, rezaban las consignas populares – el telón de acero cayó el 11 de septiembre de 1973. Era el inevitable coletazo de los resultados de unas elecciones infructuosas: un gobierno militar comandado por el Comandante en Jefe de los ejércitos chilenos.

De modo que muy mal hace quien quiera llevar entusiasmo al molino opositor recuperando la memoria de esos infaustos resultados electorales. De cumplirse según el mismo esquema, la oposición democrática no alcanzaría los dos tercios necesarios para proceder a una inmediata remoción de Nicolás Maduro y un cambio de 180 grados en el direccionamiento de sus instituciones.  Mejor olvidarnos del ejemplo chileno, dado que, en primer lugar, Venezuela no cuenta con fuerzas armadas del profesionalismo, el temple, el verticalismo, la tradición, la disciplina y la institucionalidad de las fuerzas que actuaron bajo la jefatura de su comandante en jefe, el general Augusto Pinochet y los otros comandantes de fuerza, como un solo hombre. En segundo lugar, porque en Venezuela las instituciones del Estado – parlamento, sistema judicial, contraloría, entre otras – no están contestes y unánimes en la necesidad de desalojar al régimen – como lo estuvieran frente al gobierno de Salvador Allende – y, antes bien, son la más cabal expresión de su obsecuencia, sometimiento y avasallamiento. Y en tercer lugar, porque las circunstancias de la Guerra Fría que entonces imperaban en el hemisferio y el mundo han desaparecido, y los tres poderes fácticos que velan por la situación venezolana – La Habana, Washington y el Vaticano – tienen otras apuestas que la de desalojar en el corto plazo a la satrapía que nos desgobierna. No quieren problemas. Asunto grave, pues la historia, como lo sabemos desde Hegel y sus discípulos, no mueve un dedo sin descalabrar los equilibrios y sacudir telúricamente las viejas certidumbres. Aún la historia no resuelve sus partos por la pacífica vía de las cesáreas. No hay partos históricos sin el sudor de las frentes.

No cabe dudas acerca de lo que podrían ser los resultados de contar con elecciones limpias, decentes y transparentes. Según todos los indicios, Maduro ha visto descender sus apoyos a menos del 20% de la ciudadanía. Un 80% de votos a favor de la unidad opositora provocaría un terremoto político que, diestra y certeramente conducida por una oposición honesta, lúcida y valerosa condenaría a muerte al régimen dictatorial. Siendo indudablemente esa la fuerza real que pugna por el cambio a lo largo y ancho de todo el país, incluso en regiones tradicionalmente sometidas al manejo de la dictadura, todo otro resultado será producto de la manipulación, la trácala y el fraude.

Esa fuerza, ocultada, torcida o manipulada, pero apabullante, debe servirnos de plataforma para seguir avanzando hasta el desalojo total de la dictadura y la salida del sátrapa de Miraflores. Ni a la chilena ni a la española: a la venezolana. Que todos los desenlaces históricos son inéditos. Como será el nuestro: la sociedad civil asumiendo el control de la Democracia del Siglo XXI. A jugar todas nuestras bazas, que todas nos serán necesarias para no desfallecer hasta lograr la victoria final.

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