Las alas del espíritu
El águila majestuosa decide remontar los cielos, usa toda su fuerza para iniciar su vuelo, bate sus alas y se esfuerza con pasión, al llegar a cierta altura se entrega a los vientos y se deja llevar por ellos. Si hay corrientes suaves ella solamente planea, como si estuviera flotando en los cielos. Cuando soplan vientos poderosos, el águila usa las fuerzas indómitas de éstos para elevarse aún más. No se resiste, se deja llevar. Despliega sus alas que pueden alcanzar hasta dos metros cuando están completamente extendidas. Se funde con los vientos en un baile apresurado de altura, puede llegar a alcanzar hasta 200 kms. por hora. En su vuelo agudiza su vista, la cual alcanza a precisar hasta 5 veces más lejos que los ojos humanos. El águila confía sus alas a las alas del viento. Primero, usa su fuerza para despegar; luego, se entrega a las fuerzas de los cielos.
En el libro del profeta Isaías, en el Antiguo Testamento, encontramos estas palabras que al leerlas nos remontan junto con el águila a los cielos: “¿Por qué te quejas, Jacob (puedes poner tu nombre aquí)? ¿Por qué dices, Israel (puedes volver a poner tu nombre aquí): “Mi camino está escondido del Señor; mi Dios ignora mi derecho”. ¿Acaso no lo sabes?¿Acaso no te has enterado? El Señor es el Dios eterno, creador de los confines de la tierra. No se cansa ni se fatiga y su inteligencia es insondable. Él fortalece al cansado y acrecienta las fuerzas del débil. Hasta los jóvenes pueden cansarse y fatigarse, hasta los más fuertes llegan a caer, pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; levantarán sus alas en vuelo como las águilas, correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán”. Isaías 40:27-31.
Es precisamente en la hora oscura del alma, en medio de las tormentas de la vida, cuando pensamos que Dios nos ha abandonado, cuando sentimos que ignora nuestra causa, que Él está más presente que nunca antes. Tan solo es necesario, que al igual que el águila usemos nuestra fuerza para iniciar el vuelo, despleguemos nuestras alas en oración, elevando la plegaria más intensa, más profunda de nuestro corazón. Y allí, en su presencia, rendirnos a los vientos de su voluntad. Dejar que Él nos remonte en los cielos; pedirle que haga resplandecer la luz de su rostro sobre nosotros, y con ella, alumbre los ojos de nuestro entendimiento espiritual para ser capaces de agudizar nuestra mirada, de ver más allá de nuestras circunstancias. Porque desde las alturas el panorama es completamente diferente. Como una vez dijo el predicador y maestro de las Sagradas escrituras G. Campbell Morgan, en la capilla de Wetsminter en la Inglaterra de 1904: “La necesidad suprema en cada hora de dificultad y angustia es una nueva visión de Dios. Al verlo a Él y solamente a Él, todo lo demás adquiere una perspectiva y proporción adecuada”.
Dios nos creó para tener comunión con nosotros. Podemos vivir nuestras vidas sin comunicarnos con Él. Ciertamente, millones de personas viven de esta manera. Más aún, podemos pensar que no es necesario. No obstante, todos, desde el más poderoso hasta el más débil; desde el más rico hasta el más pobre, absolutamente a todos nos llega el día, el momento crucial de nuestras vidas en el que todos nuestros recursos son insuficientes, toda nuestra sapiencia es solo oscuridad ante el reto que debemos dilucidar, toda nuestra fuerza se desvanece ante el dolor y nuestra alma no encuentra sosiego. Todos nos encontramos cara a cara con ese momento de absoluta impotencia, entonces elevamos nuestra mirada al Cielo, porque no hay ateos en las trincheras.
Una vez Jesús, nuestro Señor Jesucristo, envió a sus discípulos a subir en una barca y cruzar el mar de Galilea. Mientras tanto, él se fue a una montaña a orar. Los evangelios nos muestran a través de diferentes pasajes que Jesús se levantaba muy temprano y se apartaba a lugares solitarios para orar. De la misma manera, terminadas las faenas del día, luego de despedir a las multitudes y volver a reunirse con sus discípulos, él se alejaba de todos, por ratos, para tener una comunión más íntima con su Padre celestial. Ese día no fue la excepción, Jesús los envió delante de él en la barca y se fue al monte a orar.
De repente, la barca fue abatida por una tormenta terrible. Ellos se llenaron de miedo, sus vidas estaban a punto de naufragar. Al buscar a qué aferrarse sus ojos divisaron la silueta de Jesús que caminaba hacia ellos sobre el mar. Maravillados, atónitos, se rindieron ante la lucha con las embravecidas aguas; fijaron sus ojos en el Señor y escucharon su voz que les dijo: “Soy Yo. No tengan miedo”. En muchas ocasiones, las tormentas que atravesamos en la vida se convierten en la fuerza que hace desplegar nuestra alas hacia Dios. Y es desde allí, desde el ojo del huracán que nos convencemos que la fuerza que puede impulsarnos, establecernos y defendernos, es solo la fuerza del Todopoderoso. “Oh SEÑOR Dios de los ejércitos ¡restáuranos! Haz resplandecer tu rostro y seremos salvos”. Salmo 80:19.
Cuando Jesús estaba preparando a sus discípulos sobre lo que habría de acontecer con su partida, una y otra vez les habló acerca de la tristeza que tendrían y cómo debían afrontarla. En medio de esta conversación les expresó lo que habría de venir con esta alegoría: “De cierto, de cierto les digo, que ustedes llorarán y lamentarán, mientras que el mundo se alegrará; pero aunque ustedes estén tristes, su tristeza se convertirá en gozo. Cuando la mujer da a luz, siente dolor porque ha llegado su hora; pero después de que ha dado a luz al niño, ni se acuerda de la angustia, por la alegría de que haya nacido un hombre en el mundo. También ustedes ahora están tristes; pero yo los volveré a ver, y su corazón se alegrará, y nadie les arrebatará su alegría”. Juan 16:20-22. Este capítulo del evangelista San Juan termina con estas palabras de Jesús: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Juan 16:33.
Cuando le damos alas a nuestro espíritu para alcanzar la misericordia de Dios, para nuestro propio asombro, descubrimos que Dios nos habla de las maneras más diversas que podamos imaginar. En ese vuelo de nuestro espíritu a través de los cielos llegamos a la comprensión que el propósito de la oración no es convencer a Dios para que haga nuestra voluntad, sino para que Él nos capacite para que nosotros hagamos la suya. La oración junto a las Sagradas escrituras nos revela el carácter de Dios, mientras moldea el nuestro a la semejanza del carácter de Cristo. Cuando elevamos las alas de nuestro espíritu, el Señor nos convierte en sus manos, sus ojos, sus pies, su boca, su corazón, en el cual hay cabida para todos. Para ser instrumentos en sus manos; para traer luz, para romper cadenas de opresión, para hablar la verdad, para enjugar las lágrimas, para abrazar con su amor.
Para concederle alas a nuestro espíritu es necesario creer, acercarnos a Dios con la convicción de nuestra necesidad de Él y con la certeza de que El ES, que El existe. El autor de la carta a los Hebreos lo expresa de esta manera: “En realidad, sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que Él existe y que recompensa a quienes lo buscan”. (Hebreos 11:6)El primer paso de la fe es creer que Dios es y está por encima de todo. La fe nos eleva a la dimensión de Dios para ser testigos de su brazo extendido en nuestro favor. He tenido la inspiración de llamar a la oración la voz gentil del alma, porque creo que la oración es la voz de la rendición de nuestro ser entero a Dios, cuando ya no hay soberbia que nos enaltezca, cuando el orgullo ya no tiene fuerzas, cuando comprendemos que Él se hace grande en nuestra pequeñez, suficiente en nuestra flaqueza, poderoso en nuestra debilidad. Entonces, es en ese momento, cuando la voz gentil de nuestra alma eleva alas como las del águila a nuestro Creador.
“Tu escuchas la oración, a Ti acude todo ser humano”. Salmo 65:2.
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Extraordinario escrito, hablará a las almas sedientas que deseen poner a un lado su orgullo o soberbia y puedan recibir este manantial de luz y frescura al espíritu