La victoria que venció la muerte

Muy de mañana, cuando el sol apenas comenzaba a disipar la oscuridad e iluminar las murallas de Jerusalén, una mujer caminaba deprisa, como tratando de retener la vida, mientras su corazón envuelto en luto lloraba. Ella era María Magdalena. No era la más conocida entre los discípulos de Jesús; tampoco la más popular. Había sido lavada con el agua de la Palabra del Maestro, de su vida de seducción.
A pesar del vuelco que había dado su vida, aún su reputación estaba llena de manchas ante los ojos de muchos. Pero ella era la que más sabía el significado de la restauración del alma. Jesús la había liberado de siete demonios. La había rescatado de las sombras. Y desde aquel día en que sus cadenas se rompieron, María Magdalena no se separó del Maestro. Escuchaba sus palabras como quien memoriza un poema que provee sanidad. Ella le acompañó en caminos polvorientos, en plazas y sinagogas. Ella le vio sanar, perdonar, multiplicar los panes y los peces. Le vio llorar y también presenció su muerte.
En aquella mañana del primer día de la semana, con el alma rota, sin recordar sus palabras: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar que le era necesario ir a Jerusalén… padecer… ser muerto, y resucitar al tercer día”… María Magdalena caminaba apresuradamente con mirra, áloes y nardo en las manos. Ella y las otras mujeres no sabían que aquellos dos discípulos que en secreto visitaban a Jesús, José de Arimatea y Nicodemo, se habían encargado de sepultar a Jesús.
José y Nicodemo habían tomado el cuerpo de Jesús y lo habían envuelto en lienzos con especias aromáticas, según la costumbre judía. Nicodemo había venido con las manos llenas de mirra y áloes, como unos 33 kgs. Luego, lo sepultaron en un lugar cercano a la cruz, una tumba nueva, la cual era propiedad de un rico, cumpliéndose así la escritura: “Y se dispuso con los impíos su muerte, más con los ricos fue su sepultura”… Isaías 53:9.
Al llegar al sepulcro, María Magdalena vió que la piedra que cerraba la tumba había sido removida. Y un ángel, cuyo aspecto era como de un relámpago, con vestiduras blancas como la nieve, le habló a ella y a las otras mujeres que estaban con ella y les dijo: “No temáis vosotras, porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo» Mateo 28:5-7.
Entonces, María Magdalena corrió y fue hasta Pedro y Juan y les dijo: “Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto”. Juan 20:2. Fueron todos al sepulcro y mientras María Magdalena lloraba vió a dos ángeles sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde Jesús había sido puesto. Estos ángeles le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras? Y ella les dijo: Por qué se han llevado a mi Señor”… Mateo 28:12-14.
Todo era demasiado irreal, nunca había visto ángeles, aunque sabía que eran parte del reino de los cielos. Asombrada ante su presencia se volteó, como observando todo el lugar, quizá sintiendo la presencia poderosa de Jesús que estaba allí, observándola. Pero sin saber que era Él, pues aún no lo había reconocido. De repente, escuchó la voz del maestro que la llamó por su nombre: ¡María! E inequívocamente supo que era el Maestro. ¡Jesús estaba vivo! No era una visión, no era un recuerdo. Era real y glorioso. Ella era una mujer restaurada, una discípula fiel, a quien Él le dio el honor de ser la primera mensajera de su resurrección. Entonces, Jesús, mirándola le dijo: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Juan 20:17.
María corrió de nuevo, pero esta vez no llevaba perfumes en sus manos para ungir a la muerte; esta vez, llevaba la vida resucitada en su alma, era portadora de la noticia que transformaría la historia: “¡He visto al Señor!” Ese mismo día, dos de los discípulos caminaban hacia Emaús. Iban cabizbajos y tristes. Y Jesús se les unió en el camino, pero no lo reconocieron. Conversando con ellos, les explicaba las escrituras, tratando de consolar sus corazones, explicándoles los eventos sucedidos. Entonces, hicieron un alto en el camino para comer. Al sentarse a la mesa, aquel extraño tomó el pan, lo partió y sus ojos se abrieron. Supieron que era el Señor, su Señor. Entonces se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” Lucas 24:32.
Esa noche, los discípulos seguían reunidos, llenos de miedo, a puerta cerrada. Desprevenidos, fueron arropados por una voz que les hablaba de manera familiar: ¡Paz a vosotros! Era Jesús, allí en medio de ellos, vivo, real. Les mostró sus manos y su costado. Les dijo: “Como me envió el Padre, así yo los envío”. Entonces, sopló el Espíritu Santo sobre ellos y les dió autoridad, la que solo puede dar el que venció a la muerte. Luego vino Tomás, quien albergaba dudas en su corazón y Jesús no lo rechazó, le mostró sus heridas, le hizo poner su dedo sobre su costado, le iluminó la oscuridad de su pensamiento. Y Tomás exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”
Al día siguiente, Pedro junto a varios de sus discípulos fueron a pescar, pero la noche fue larga e infructífera. Y cuando ya estaba amaneciendo Jesús se presentó en medio de ellos, les dio instrucciones de donde debían lanzar la red y sus ojos fueron, de nuevo, testigos del milagro de la red repleta. Mientras ellos recogían esa gran cantidad de peces, el Señor les preparó desayuno en la orilla y les dijo: “Venid, comed. Y ninguno se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? Sabiendo que era el Señor. Vino, pues Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado. Está era la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos”. Juan 21.
La tumba quedó vacía, los corazones fueron llenos de la gloria de la vida que había vencido la muerte para siempre, derrocado el pecado y restaurado la esperanza. Jesús no solo fue levantado de la muerte, salió del sepulcro y fue al encuentro de los que le amaban. Así como hoy viene al encuentro de quienes le aman y de aquellos que desean abrir su corazón para amarle.
Y tú, ¿estás también en esta historia? ¿Estás buscando a Jesús? ¿Lo estás buscando entre los muertos? ¡El vive, es real! Él también quiere un encuentro contigo. Si escuchas atentamente Él pronunciará tu nombre. Y así como aquella mañana María Magdalena se encontró con Jesús resucitado, tú también puedes encontrarte con Él y escuchar su voz que te llama por tu nombre.
X:RosaliaMorosB
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