La Venezuela deseada
La otra noche tomaba un café en El Hatillo y por un momento, sentí que el reloj había dado marcha atrás. Era las 8 de la noche y la plaza Bolívar estaba llena de niños corriendo, de enamorados en los bancos públicos, de gente contenta y sin miedo que simplemente disfrutaban del placer de estar en la calle. De pronto me vino como un relámpago la imagen del día anterior, otro lleno de terror y pesadumbre, en el que pude cruzarme, involuntariamente, en una panadería de Los Palos Grandes con dos muchachos muy jóvenes con una tristeza en sus rostros que no se compadecen con lo que deberían ser sus caras en una ciudad normal.
El muchacho, compraba unos cachitos para compartir, probablemente, con sus compañeros de marcha y ella, sentada en el piso fuera del establecimiento con la mirada perdida en el espacio y la sentí como si estuviera entrando en un estado casi catatónico. No sé que dije o qué comenté y la joven cajera me dijo que eran compañeros del joven que habían asesinado pocas horas antes en la manifestación.
Me embargó con ese recuerdo una sensación infinita de tristeza que fue disuelta por la paz que reinaba en mi entorno en esa plaza Bolívar, que debería ser lo normal en un país como el nuestro, que siempre fue afable.
En los años que llevo de vida, en los que he visto mucho, nunca viví lo que ocurre hoy en este país, con una dirigencia política desquiciada en el gobierno, que miente, prevarica, ordena reprimir a sangre y fuego y luego se ríe y baila como si habitasen, no en una plaza Bolívar, sino en una burbuja protegida por guardaespaldas y abastecida por todo género de bienes de consumo que son inalcanzables para la inmensa mayoría de los venezolanos.
Yo deseo que el cambio que inexorablemente vendrá nos lleve no sólo a la reconciliación, sino al deseo de construir un mejor país y podamos volver a encontrarnos inocentemente y sin miedo en las tantas maravillosas plazas que existen a lo largo y ancho de nuestra muy bella nación.