La última palabra
La revelación de Ana fue síntoma del naufragio por venir: “La verdad, no sé cuánto cuesta un cartón de huevos”, admitió con cierta desolación, ”nosotros nunca comemos huevos… comemos lo que hay en la caja del CLAP, cuando llega. Fuera de eso, lo que alcanzamos a comprar es algo de yuca, o topocho… a algunos en la zona a veces les llega carne; a mí no. Pero si nos quejamos, nos amenazan con quitarnos el beneficio”. La sensación de estar ante un prójimo que vive a expensas de una realidad urdida por el Estado -muy distante, seguramente, de la de quien no recibe CLAP- es demoledora: he allí un muro donde rebotan las más abstractas nociones políticas, las invectivas contra un modelo que busca esclavizar al pueblo a través de la precaria adjudicación de la ración, los afanes por sacudir el embotamiento antes de acudir a una elección en la que eventualmente se jugaría la suerte de un país… ¿Tendrá hoy el hambre la última palabra?
Con inusitada fiereza, el instinto va achatando toda ocasión de consolidar nexos políticos con un amplio sector de venezolanos absortos en resolver el día a día, lo cual siempre hace temer por el escenario que describe Samuel Huntington: la pobreza desmoviliza, “propicia una aceptación pasiva de la autoridad y el statu quo”, la gente está demasiado ocupada como para atender cosas distintas a la supervivencia. Por contraste, el autor también observó que la posibilidad de democratización aumenta cuando los países alcanzan un nivel intermedio de desarrollo socio-económico, momento en el que ingresan en una zona de transición política. En ese sentido, la situación de Venezuela ofrece un doble reto: ¿cómo sintonizar efectivamente con la limitante realidad de quien no tiene más opción que depender de las prebendas del Estado, y a la vez hacerlo partícipe activo del reclamo de cambio que estremeció a un azotado país como Túnez durante la famosa “Primavera Árabe”, por ejemplo, frente a los abusos de un régimen corrupto y autoritario que somete a la población a las más infamantes condiciones de vida?
Tarea compleja: la peor versión del populismo ha tocado fondo en Venezuela, esa que incorpora a la estructura de la cultura y los valores, al ethos social, la normalización de las anomalías. Una frase de Susana Raffalli, especialista en nutrición y testigo doliente de la mengua que viven los grupos más vulnerables, resuena lapidaria: la gente termina votando “por quien le ofrezca el almuerzo, no por quien le ofrezca libertad”. El ruido de un estómago vacío adelgaza las voces de la propia conciencia, los deseos de autorrealización, las heroicas señas de la autoestima. Ese asalto a las certidumbres más básicas del individuo, el manoseo de la aplastante lógica maslowiana probablemente han estado claros para el régimen desde sus inicios. El desahogo del actual gobernador del estado Miranda, Héctor Rodríguez, no deja de picar en la memoria, cuando en 2014 y siendo Ministro de Educación, admitía que “no vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarlos a la clase media y que después aspiren a ser escuálidos”. La visión del socialismo del siglo XXI no malgasta tiempo en sutilezas: la prosperidad individual sólo será tolerada dentro de los límites que impone la sumisión ideológica.
Quizás por eso, procurar bienestar no figura entre las prioridades de un gobierno que, inmune a la urgencia de rectificaciones y avances de la región, se mantiene aferrado a esa vista secular del infierno que tan diligentemente erige. Así, en país que vivió la mayor bonanza petrolera de su historia, los beneficiarios de un barril que pasó de 8 a 110$ produjeron el más improbable milagro, el portento al revés: recordemos que Encovi reporta en su más reciente entrega un 82% de hogares en situación de pobreza, mientras voceros del régimen se escudan tras la marrullera excusa de una “inversión social” que hizo imposible el ahorro. “Gaffe” sin sonrojos, no faltaba más.
Pero a santo del descalabro –y sitiados no sólo por la tiranía del hambre y su poder para ablandar dignidades, ese jugo que en términos de control social extrae un envilecido cíclope; sino también por el laberinto que castiga a una oposición ocupada en canibalizarse- toca insistir en que la división sería un manso suicidio. La crisis exige recomponerse, recuperar la competitividad perdida frente a la grosera ganga del clientelismo o los ahogos de la intimidación, calibrar con ojo afinado nuevas y urgentes estrategias que potencien esa colapsada necesidad humana de procurar espacios de libertad: nos toca retomar la pedagogía política de base, restaurar redes de comunicación afectiva, reconectar las distintas realidades sociales para ampliar el horizonte de aspiraciones, articular valiosos factores que en ese campo aún trabajan aisladamente y con bajo impacto. No conviene dejar todo en manos de una presión externa que sin duda es útil; sin embargo, como dice el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, “si no hay fuerza interna organizada, no pasa nada”.
Queda entonces seguir bregando, en fin, para que el hambre no nos arrebate la última palabra.
@Mibelis