La tarde que un periodista cubano conoció a Umberto Eco
Cuando falleció este 19 de febrero acababa de cumplir 84 años y hacía dos que luchaba contra el cáncer sin renunciar a las cosas que más le gustaban: leer, escribir, enseñar, ironizar la realidad, el whisky. Quizás por ello le imagino sonriente, acariciando un libro o un cigarrillo, brindando por nosotros desde su ventana, contemplando el Castillo Sforzesco en el casco antiguo de Milán, donde mañana martes será despedido por sus familiares, amigos y lectores.
Nunca le conocí personalmente, pero sus libros me han acompañado desde 1988. No en balde le siento como un viejo y sabio amigo. Indagar en su filosofía es siempre escuchar imprescindibles consejos y sus relecturas son como instantes revividos. La primera vez que leí un libro suyo fue gracias al narrador José Ramón Fajardo (autor de Nosotros vivimos en el submarino amarillo, volumen de cuentos que marcó la narrativa cubana de esa década) que coordinaba el taller literario al que por entonces yo asistía.
Fue una de las tardes en que solía escaparme del preuniversitario Enrique José Varona del barrio habanero La Víbora para ir a conversar con Pepe de literatura y escuchar rock and roll mientras vaciábamos una botella de ron añejo Ronda (la década siguiente tuvimos que conformarnos con azuquín y otros ingenios del mercado negro y las mentes etílicas habaneras). Nada más que me senté en su estudio, Pepe me puso en las manos El nombre de la rosa. Lo había traído especialmente para mí de la biblioteca de la Fundación Alejo Carpentier, que era un oasis literario tan exclusivo como surrealista, a media cuadra de la Catedral de La Habana. Fue el primer libro que leí de aquella biblioteca (donde conocí a Vargas Llosa, Roland Barthes, Henry Miller, Truman Capote, la Generación Beat) y también el primero de Eco, pero no el único que descubrí esa tarde. Pepe siempre sacaba dos libros y después de contarme la sinopsis del primero, con cara de niño feliz alzó como un premio El péndulo de Foucault. La bibliotecaria, que era su amiga, le llamó el mismo día que llegó la tan esperada segunda novela de Umberto Eco y a la mañana siguiente corrió a buscarla. Fue el primero en leerla, su entonces esposa la segunda, y yo el tercero. Suerte increíble o privilegio inolvidable, desde aquella tarde me convertí en un empedernido lector de sus novelas.
Escritor posmoderno, filósofo, semiólogo, catedrático, contador de historias, especialista en libros antiguos, profundo humanista. En los años 60 y 70 ya era un intelectual reconocido internacionalmente por varios textos dedicados al análisis de dos de sus grandes preocupaciones: la comunicación y la cultura de masas (Obra abierta, Apocalípticos e integrados, La estructura ausente, El super-hombre de masas). Pero en 1980 El nombre de la rosa, su primera novela y su primer best seller mundial, marcó el extra que le faltaba a su carrera y continúa siendo su obra más famosa. Los protagonistas son una posmoderna pareja detectivesca que logró cautivar a diversos públicos, mezclando la neblina histórica de la Edad Media, la erudición, la filosofía, el neopolicíaco, el lenguaje más elevado, las historietas, la seducción. Sin dudas el mejor pastiche literario de la época, armado con elementos que Eco conocía muy bien y que siempre fueron su obsesión.
En 1986, el prestigioso director francés Jean-Jacques Annaud, que 10 años antes había ganado un Oscar, la llevó al cine con el veterano Sean Connery interpretando al fraile franciscano Guillermo de Baskerville (donde confluyen Sherlock Holmes y Guillermo de Ockham) y el adolescente Christian Slater como el novicio Adso de Melk. Recuerdo que una vez viajé hasta El Cotorro, en los confines de La Habana, para ver la película, en una sala de video donde sólo estábamos mi amigo Hanzel y yo. Al terminar convencimos al proyeccionista de que nadie más vendría a verla y le compramos el VHS (nos pidió que guardáramos el secreto, pero ya hoy puedo contarlo). De regreso a casa éramos dos héroes con un trofeo de guerra que terminó destruido de tanto prestarlo y enredarse en las videocaseteras. Hace unos años, ya en Miami, pude volver a comprarla, legalmente y en Blu-ray, pero cada vez que la veo me acuerdo de aquella travesía.
Como suele ocurrir, la mayoría vio la película pero no leyó el libro, que de cualquier modo vendió más de 30 millones de copias. Hasta los críticos lo etiquetaron como un nuevo género: el thriller cultural, por el exquisito carnaval de apropiaciones, referencias, guiños como el personaje Jorge de Burgos, el monje anciano y ciego en alusión a Jorge Luis Borges, uno de los autores preferidos de Eco. Más que crear un género, nos regaló una obra maestra.
Aunque su mayor producción fueron ensayos, escribió otras 6 novelas: El péndulo de Foucault(1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004), El cementerio de Praga (2010), y Número cero (2015). Esta última, según el destacado periodista italiano Roberto Saviano, “es el manual de comunicación de nuestro tiempo”.
Meses antes de morir, en oposición a la fusión del grupo Mondadori (propiedad de la familia Berlusconi) y la editorial Rizzoli, que monopoliza gran parte del mercado editorial en Italia, Eco, junto a otros escritores y editores, fundó La nave de Teseo, editorial de amplio espectro, que publicará su libro póstumo, Pape Satàn Aleppe (título nacido de unos versos de El Infierno de Dante Alighieri: padre Satán cuidado), escrito a partir de sus columnas para el semanario L’Espresso durante 15 años. Su subtítulo es una metafórica definición de nuestro tiempo: Crónicas de una sociedad líquida. Su lanzamiento estaba previsto para mayo, pero la muerte, con su mala costumbre de desarmar la vida, lo precipitó para este fin de semana.
Será la primera vez que un libro suyo aparezca sin él. Espero esta última pieza con la misma emoción que leí su primera novela hace 27 años, aquella hermosa tarde de finales de noviembre, cuando empecé a conocerlo.
Luis Leonel León
@luisleonelleon