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La senda de la obnubilación

Los que pretenden llegar al poder están siempre repletos de buenas intenciones. Más allá de sus innegables ambiciones personales, los inunda un entusiasmo desbordante por hacer algo diferente, por cambiar el estado de situación actual, por aportar ese granito de arena que puede modificar el rumbo de forma positiva.

Desde afuera del sistema, sin tener el mando, se horrorizan por lo que sucede a diario, se espantan por los resultados que obtiene la política imperante, y se prometen a sí mismos, y a quienes quieran escucharlos, que al llegar a ese ansiado sitial, eso no volverá a ocurrir nunca más.

Lo concreto es que el tiempo transcurre y algunos de ellos, más tarde o más temprano, ocupan esos espacios por los que tanto se esforzaron. No es necesario detenerse demasiado a analizar la nómina de mecanismos utilizados para conseguirlo, aunque es probable que ese sea el punto de inflexión, el quiebre moral que tuerce definitivamente el recorrido.

Todo lo que se haya dicho hasta ese momento, puede cambiar súbitamente. El nuevo rol del ocupante del poder, transforma la matriz original, para que las supuestas creencias y visiones ideológicas se desvanezcan. No se debe imaginar al poder como el lugar más destacado, el superior a todos. A veces solo se trata de cargos menores, espacios irrelevantes en términos generales, pero esa sensación de tomar decisiones que impactarán en muchos es lo que lo vuelve mágico, adictivo y, por lo tanto, corrupto.

El proceso de degradación moral no es automático, ni repentino. Frecuentemente es progresivo y hasta lento. Lo irrefutable es que la orientación de los acontecimientos ya no tendrá que ver con lo tantas veces enunciado, con el recitado políticamente correcto que motivaba a recorrer este sendero que permitiría, hipotéticamente, cambiar el trayecto.

Existe un discurso lineal que sustenta a esta nueva posición para justificar cada cambio retórico en el accionar. Los flamantes hombres del poder dirán que nada se modifica desde afuera del sistema, y que al ingresar al ruedo, es preciso hacer determinadas concesiones para ser parte del juego.

Todos los que están adentro lo dicen, lo repiten y hasta se convencen de la veracidad de esa afirmación. Claro que ese argumento es el que les otorga la licencia personal para relajar sus reflejos morales y aceptar como correcto, aquello contra lo que antes despotricaban sin temor.

Esa nueva posición, la dinámica que le «impone» ser parte del esquema de poder, los lleva a modificar sus conductas una a una. Ya no pueden ser los mismos de antes. Ahora tienen que aceptar ciertas normas y no solo tolerarlas amablemente, sino también ejecutarlas como protagonistas.

Es ese el momento en el que todos los valores se trastocan. Lo que antes era verdadero ahora ya no lo es. Lo que era necesario ahora no es urgente. Y lo que estaba mal resulta imprescindible para seguir el sendero elegido.

Antes querían celeridad, ejecutividad, soluciones y eficiencia. Hoy, ya en el poder, disponen de otros tiempos. Ahora deben buscar la oportunidad para llevar adelante solo una parte de lo soñado. Una larga lista de legítimos deseos quedará absolutamente enterrada. Lo que en el pasado debía modificarse, ahora no solo no es posible, sino que debe archivarse indiscutiblemente porque es una premisa que no puede ser vulnerada. Seguramente no dirán que se trata de algo inmodificable pero recurrirán a eufemismos que sostendrán que «no es el momento», o que «aun no resulta posible hacerlo bajo las actuales circunstancias».

Desde afuera era imperioso eliminar la corrupción, transparentar la gestión, trabajar para los ciudadanos hasta convertirse en un empleado de la sociedad dispuesto a servirle para conseguir lo que tantos anhelan. Hoy, desde adentro, los objetivos mutaron. La prioridad es sostener el poder, y si fuera posible concentrarlo, acrecentarlo, controlarlo todo, para que la sociedad sea la que esté obligada a renovar su voto, no necesariamente por disponer del mejor, sino porque el adversario ocasional es algo peor.

Al poderoso de turno, solo le importan las encuestas y su chance de seguir vigente. Si su derrotero ha sido desprolijo, es probable que solo precise garantías de impunidad para que su salida sea silenciosa y confortable.

La mayoría no logra comprender este fenómeno por el cual personas honestas, sensatas, gente de bien, se transforma a una velocidad inusitada en exactamente lo contrario. Es cierto que algunos no resisten el proceso y terminan siendo expulsados rápidamente para volver a sus lugares de origen, con cierta sensación de frustración por no haber conseguido sus genuinas metas. Los invade una inusitada impotencia que los marcará de por vida, pero pueden sentirse orgullosos de no haber sido parte de la indigna trituradora del poder.

Por increíble que resulte el poder enamora, nubla la vista, hace perder los parámetros y se convierte irremediablemente en una adicción. Es así que consigue quebrar emocionalmente a aquellos que, sin integridad, asistirán al derrumbe secuencial de sus convicciones. Una vez que se recorren los primeros pasos y se ingresa por ese callejón sin salida, nada tiene retorno.

La llegada al poder implica un ejercicio de aclimatación. Los más logran dócilmente acomodarse a la nueva situación. Después de todo, la especie humana sobrevive gracias a su gran capacidad de adaptación. Otros, los menos tolerantes con ciertas prácticas, desisten a tiempo o son expulsados. La perversa regla de oro vigente les recordará siempre, y sin piedad, que quienes entran al sistema deberán recorrer la senda de la obnubilación.

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