La ruptura democrática de Venezuela
La ficción democrática y de estado de derecho, sostenida por el socialismo del siglo XXI durante casi dos décadas, se ha derrumbado de un modo vergonzoso. Lo hace de la peor manera, para frustración de todos y no solo de los que han puesto, de buena fe, sus esperanzas en ese proyecto de redención populista que, al cabo, no es otra cosa que el contrabando comunista del siglo XIX travestido con el andamiaje digital.
La lápida de la corrupción, sus efectos disolventes de la ciudadanía, la colusión de algunos de sus actores con la criminalidad global y el narcotráfico, es lo que queda para la memoria de castro-lulo-chavismo continental.
El manoseado choque entre derecha e izquierda, otra ficción recreada a propósito por los padres de este maléfico engendro – obra de profesores de Valencia, España, adiestrados en la Universidad de La Habana, y tanque de pensamiento del Foro de Sao Paolo – prende con buena fortuna dado el vacío de transición que causa la globalización en espera de su propia narrativa constituyente y democratizadora.
De un lado están quienes, justificándolo todo a nombre de esa revolución – a costa de vaciar el constitucionalismo democrático para aniquilar la alternabilidad, calificando de golpista a quien intente perturbar ese desiderátum – hacen de sus fines utopías utópicas cuya realización no depende de los medios. Del otro lado se encuentran los hijos de la modernidad, en sus distintas vertientes ideológicas, que defienden en común la moral democrática: medios legítimos para fines legítimos.
Así se explica, no de otra manera, que la señora Dilma Roussef, al observar que el gran felón de la democracia, Lula Da Silva, quien con su comportamiento desprecia el principio de la responsabilidad y la transparencia, ejes vertebradores del ejercicio democrático, para burlar a las leyes, le nombre su ministro de la presidencia, procurándole intangibilidad, algo propio de las monarquías medievales. Y al ser víctima de su igual deslealtad a la democracia, no se le ocurra otra cosa que acusar golpistas a propias instituciones de la democracia.
Nada distinto, pero más agravado, ocurre en Venezuela. Huérfana de contrapesos, presa del gansterismo oficial y su apalancamiento militar, Nicolás Maduro Moros desacata sin pudor a la soberanía popular y busca hacer añicos a la representación democrática residente en la Asamblea. La acusa, por ende, de fraguar un golpe de Estado, por ejercer la democracia y demandar el restablecimiento del orden constitucional vulnerado por éste y su escribanía, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo. ¡Y es que salvar el dogma revolucionario, justifica, por lo visto, gobernar por decreto, suspender las garantías de derechos y relajar al texto constitucional, como medio suprimible y subalterno!
En pocas palabras, el socialismo del siglo XXI hace las leyes de su religión laica y sus líderes y militantes, sin son consecuentes, quedan situados por encima y más allá de las leyes. Y en eso, este marxismo tropical, de estirpe castrista, alcanza su parentela con el fascismo del siglo XX. Son regímenes de la mentira, como lo apunta el jurista italiano Piero Calamandrei.
Así las cosas, vale y adquiere relevancia, tanta como la que tiene en su hora la Carta Pastoral de monseñor Rafael Arias Blanco, de 1957, el Acuerdo adoptado por la Asamblea Nacional el pasado 10 de mayo, pues declara sin ambages y por mayoría la final ruptura del orden democrático en el país.
Aquella, acicateada por tres declaraciones previas de Pio XII sobre la circunstancia social ignominiosa que padece Venezuela, le abre camino a la movilización que concluye con la caída del régimen de Marcos Pérez Jiménez. Ésta, en su correspondencia con varias manifestaciones del Papa Francisco, por el avance de la violencia popular y política que afecta a todos los venezolanos, víctimas de la hambruna y en un ambiente negado al diálogo civilizado, señala caminos para tocerle la mano a la fatalidad.
22 ex Jefes de Estado y de Gobierno, desde Iniciativa Democrática de España y las Américas (IDEA) ya han manifestado su mortificación por lo que sucede en nuestro país y llaman a la sindéresis, no tanto a Maduro Moros sino a sus pares, por mirar de lado mientras un clima de atrocidades se engulle a una de las patrias de mayor prestigio democrático y bienestar durante la última mitad del siglo XX.
La hora de la verdad se hace presente. Las posiciones ambiguas, melifluas, divisorias, temerosas de ser señaladas como de derechas o imperialistas – según el ritornelo verbalista de la escuela cubana y su socialismo del siglo XXI – vienen siendo aplastadas por el tren de la historia. Esa hora demanda sinceridad democrática y coraje para defender la libertad, sin complejos coloniales.