La palabra en la arenga política
No sólo la palabra es el sonido cuya oralidad invita a prestar atención a una acción capaz de inducir reacciones y emociones humanas. También, expresa el sentido e intención de quien la pronuncia.
La palabra constituye la unidad primaria del lenguaje. Por consiguiente, resulta obvio calificar la palabra como la unidad lingüística dotada de algún significado cuyo alcance es objeto propio de la diversidad conceptual que le confiere la singularidad del lugar o de la disciplina a la que entrega la exclusividad de lo que ilustra en términos del uso asignado.
Limitaciones de la palabra
En el alboroto que su particularidad exalta, la palabra es limitada en cuanto a la importancia que envuelve su significado. O su sonido. De ahí que la intención bajo la cual se utiliza cada palabra, reduce o amplía el marco de sus efectos.
Por ejemplo, para un invidente de nacimiento, las dificultades para describir con la palabra (denominación) la correspondiente al color de un objeto, es imposible. A menos que haya desarrollado la extraña capacidad de percibir el calor que emite cada color, para asegurarlo.
Lo acá dilucidado, sin duda, permite advertir la especificidad que detenta la palabra. En consecuencia, puede imputarse la limitación que la caracteriza. Habida cuenta, el caso arriba aludido. Quizás, por ello, la lingüística habla de palabras cuyo significado es único, a diferencia de otra para la cual, su significado admite varias acepciones. No obstante, hay palabras que pueden dividirse en segmentos reducidos a fin de hallar en los mismos, otros significados. De esa manera, proyectan nuevos fragmentos que actúan como elementos funcionales de otra expresión.
La palabra riñe con la política
El ejercicio de la política, particularmente su praxis vulgarizada bastante empleada en situaciones de discordia o desencuentros entre facciones rivales, contraría las reglas de la lingüística. Lo cual ocurre cuando la política desenfunda derivaciones de palabras “cultas” incitando un palabreo eufemístico que abre espacio a interpretaciones incultas. O relacionadas con la insolencia u obscenidad.
El lenguaje político se caracteriza por transitar de la propensión a la derivación. Eso es abusar de la disposición y sentido de la palabra, hasta convertirla en otra de dura pegada dialéctica. Pero con la tenacidad suficiente para ofender o insultar. Es ahí, cuando el discurso político busca arrogarse la fuerza semántica para disfrazar la autenticidad de la palabra emitida con la intención de atropellar. Sin que pueda hacerse uso del derecho necesario para contrarrestar el ultraje proferido.
En conclusión
No hay duda de que las palabras están llenas de arte. Inclusive, de indecencia. Y aún cuando la indecencia puede golpear más que la palabra culta, esta es capaz de disuadir cualquier revuelta o baraúnda que pueda armarse. O el caso de quien en política presume de opiniones que sólo reflejan vaciedad. O sea, quienes hablan sandeces que en el fondo no precisan nada.
El problema de la palabrería política, es serio. El empleo de esquemas retóricos, auxilia repetidas veces la alocución de discursos o declaraciones que, en lo exacto, están vacías de argumentos fidedignos. Del otro lado de tales conjuros de huecas presunciones, está aquel oyente quien por miedo, sometido por su complejo de indocumentado intelectual o carente de conocimientos políticos, asienta cual obediente subalterno, cualquier “pronunciamiento sin contenido alguno”. Pero que, en el estruendo de la arenga política, lo asume y aplaude.
Basta con el manejo de algunos elementos volátiles de desvergonzado impacto, para que cualquier politiquero de oficio o de ensayo, se arrogue la engañosa capacidad de “dirigente político” para pronunciar cuanto discurso puede seducirlo. Pero que al final, no dice nada. Es uno de los problemas que potencia la palabra en la arenga política.