La normalidad que no es
Convengamos, nadie elige el tiempo que le toca vivir. Más de las veces, nos preparamos para una vida que, a la postre, resulta también radicalmente distinta.
La política, como vocación y oficio, ofrece uno de los mejores ejemplos. Hay quienes cultivaron por siempre una personal ambición presidencial, intentando acumular méritos, en el mejor de los casos, pero – sorprendidos – no logran descubrirse aún bajo una dictadura.
Y, siendo el fundamental desafío, el de superarla, generando los riesgos y peligros que les son inherentes, maniobran por obtener una oportunidad, nada más y nada menos, que para candidatearse bajo dictadura. Significa que, aunque no exista garantía alguna de transparencia y pulcritud, se impone ya toda una patología que convierte, arrastrando a su suerte, la aspiración en otro contribuyente a las infinitas maniobras del régimen que también haya maneras de divertirse con sus oponentes o aparentes oponentes.
No pasaríamos de una curiosidad más, si no fue toda una tragedia la confusión misma de un sector de la oposición nominal, siendo benévolos. Desean tanto la normalidad democrática que la construyen, claro está, como una terrible ficción, siéndoles – apenas – un detalle, la hambruna, la censura y los presos políticos.
Es fácil imaginar la estirpe en los capítulos postreros del gomecismo o del perezjimenismo, haciendo concesiones o subastando posibilidades para una transición democrática, aunque de acuerdo a las reglas impuestas por los intereses dictatoriales. Tamaña transición que se niega a sí misma, pues.