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La necesidad de escribir

Hacía bastante tiempo que no recibía amenazas de desconocidos en razón de las cosas que escribo.  Insultos, sí; todas las semanas.  Pero me sosiega mucho que son más los correos, guasaps y tuits agradables, encomiosos, que los que recibo de algunos obcecados que no son capaces de aceptar las cosas que yo razono en contra del régimen y sus conmilitones.  Pero las amenazas no son frecuentes.  Aunque el miércoles 4, me llegó una llamada de alguien muy malhablado que trató de intimidarme ofreciéndome hasta balazos.  Se refirió a mi escrito de ese día y creo saber qué fue lo que despertó su ira y le sacó ampollas: una frase mía ya casi al final. Decía: “Pero vino el Atila sabanetense con su ‘exprópiese’ y tiró la productividad al pajón, porque —en la creencia de que el carné del partido es mejor que un diploma del MIT— puso al frente a sicofantes del PUS que si no eran analfabestias ineptas eran unos ladronazos redomados”.  Qué fue exactamente lo que le dolió, no estoy seguro.  ¿Sería el apodo que usé? ¿O que caractericé a algunos copartidarios suyos como “sicofantes”, “analfabestias” o “ladronazos”? Vaya usted a saberlo.  Pero sus amenazas no harán que quite ni una coma de lo afirmado.

Amigos y parientes, preocupados por mi incolumidad, de cuando en cuando me recomiendan que deje de escribir.  Pero no puedo.  Sufro de lo que Juvenal, hace casi veinte siglos, definió como “insanabile scribendi cacoethes”, la incurable necesidad de escribir.  Eso sí, diciendo solo verdades.  Descanso en la tranquilidad de que nadie, en treinta y cuatro años escribiendo semanalmente, me ha desmentido.  Porque al comienzo de la década de los ochenta, compré y leí un libro que había compilado y prologado Ernest Hemingway, Men at War.  Es un libraco de más de mil páginas donde el autor de El viejo y el mar recoge los relatos de otras personas que han sufrido los embates de las guerras.  Por sus páginas pasan, entre otros muchos, Jenofonte y su repliegue desde Persia hasta el mar Negro, Churchill y su actuación durante carga de caballería en el combate de Omdurman, Thomas E. Lawrence y la tortura que sufrió a manos de un oficial turco, Tito Livio y la batalla de Cannae.

Pero estoy entrando en una digresión.  Lo que quería decir es que Hemingway, en el prólogo, hace énfasis en la importancia que tiene para quien escribe el decir la verdad siempre.  Explicaba que “…un escritor debe tener la gran probidad y honradez de un servidor de Dios.  Es honrado o no lo es, como una mujer es casta o no lo es; después de una pieza deshonesta de escritura, nunca más será el mismo”.  Más adelante, abunda: “Si alguna vez escribe algo que él sabe, en lo profundo de su ser, que no es cierto, sin importar sus patrióticos motivos, está acabado (…) la gente no querrá tener nada que ver con él porque, siendo su obligación decir la verdad, les mintió.  Y nunca estará en paz consigo mismo porque desertó su única y completa obligación”.

Reitero, estoy tranquilo porque nadie, jamás, me ha desmentido por algo que he puesto en negro sobre blanco.  Cuando opino, digo solo lo que tengo por verdadero, únicamente sostengo lo que creo que es lo mejor para mi país y mis paisanos.  ¿Qué eso incomoda a ciertas personas?  ¡Claro!  Pero es que la sabiduría popular explica que “quien se pica es porque ají come”.  Se sienten descubiertos en sus “travesuras” y reaccionan tratando de negar lo que está a ojos vista.

Volviendo a la afirmación mía que incomodó tanto al amenazador desconocido, la verdad-verdaíta es que Ciudad Guayana es solo la sombra de lo que fue.  Hoy, ni la industria del hierro, ni la del aluminio, ni de la generación de electricidad —todas ellas claves para el desarrollo del país— permiten augurar el progreso de la nación.  Muy pocas dependencias e instalaciones no están cochambrosas, dilapidadas o saqueadas.  La mano de obra, cesante en su mayoría.  Y los pocos que todavía están en la nómina, van a los lugares de trabajo a no hacer nada; porque nada hay que hacer, no hay insumos, las maquinarias no funcionan, fallan los servicios más elementales.  Y todo se debe a la incapacidad (cuando no el ladronismo) de los copartidarios del PUS que han sido designados para dirigirlas.  La incuria es lo único que abunda. Y, con ella vienen el hambre, la enfermedad, la necesidad y la regresión de los guayaneses a lo primitivo de la existencia.

Igual puede decirse de muchas otras regiones de Venezuela.  Pero menciono una sola. En Carabobo, donde habito —iba a escribir “vivo” pero me aguanté: aquí no se vive, se sobrevive—, tan orgulloso de su plantel manufacturero, en sus zonas industriales solo muestra abandono, plantas cerradas, gamelote en todas ellas.  Y obras inconclusas.  El ferrocarril, que Boves II prometió tener funcionando en el 2007, trece años después es un monumento a la desidia.  Un dineral gastado que no reditúa a la nación en facilidad para el transporte de personas y bienes.  Si las autopistas no han colapsado, no es porque el tren funciona, sino porque las gandolas están paradas; o no tienen repuestos para hacerlas operativas, o no hay carga para transportar.  Pero camionetotas blindadas si hay: todas en poder de la nomenklatura y de la cúpula uniformada.

Reto al amenazador a que me desmienta…

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