La mentira como política de Estado
Las dictaduras marxistas se han caracterizado, desde los ya lejanos tiempos de la toma del Palacio de Invierno durante la revolución bolchevique, por falsificar la verdad de los hechos históricos mediante agresivas campañas de propaganda y un permanente control de los medios de comunicación. Esa fue parte de las enseñanzas que recibió Nicolás Maduro durante los años de “formación”, para cuadros políticos de izquierda, que realizó en la escuela “Ñico López”, en la ciudad de La Habana, durante los años 1986 y 1987. Convencido como está del inmenso rechazo popular que tiene su imagen presidencial y su desastroso gobierno no se atreve a contarse en elecciones universales, directas y secretas. De hacerlo, la derrota sería aplastante. En estas circunstancias, decidió utilizar al TSJ para anular a la legítima Asamblea Nacional. Los resultados no pudieron ser peores: la doctora Luisa Ortega Díaz, Fiscal General de la República, denunció que la aplicación de las sentencias 156 y 157 constituiría una ruptura del orden constitucional. Acto seguido, decidió continuar violando la Constitución, mediante la ilegal convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente Comunal, la cual, según él, era necesaria para la solución de los problemas nacionales. En verdad, su propósito fue crear una írrita estructura parlamentaria que le permitiera “validar” sus atropellos, pretendiendo, además, darle valor constitucional al inmenso e irresponsable endeudamiento al que, sin autorización de la Asamblea Nacional, sigue sometiendo a la República.
Esa convocatoria pudo haber sido una excelente solución a la inmanejable crisis política nacional, pero exigía cumplir cabalmente los artículos 347 y 348 de la Constitución Nacional de 1999. Sin embargo, ante la seguridad de una catastrófica derrota electoral, no quiso consultarle a todos los venezolanos y en su defecto creó un absurdo sistema electoral que obvió totalmente el principio fundamental de toda elección democrática: un ciudadano, un voto. Lógicamente, en esas condiciones no era posible que la oposición democrática aceptara participar y legitimar unas elecciones claramente manipuladas e inconstitucionales para que el triunfo electoral lo obtuviera el régimen madurista. Las elecciones del 30 de julio resultaron un inmenso fiasco. Los venezolanos observamos la casi inexistente presencia de votantes en los centros electorales. El fraudulento resultado anunciado por el Consejo Nacional Electoral de ocho millones de votos dejó en evidencia su conducta delincuencial y marcó la conciencia de nuestro pueblo, pero al mismo tiempo orientó todos los informes del cuerpo diplomático acreditado en Venezuela e incrementó el rechazo internacional a la dictadura. Cincuenta países consideraron írrito el resultado y desconocieron la legalidad y legitimidad de la espuria Asamblea Nacional Constituyente. Nuevamente, la mentira se hizo presente en una avasallante campaña de propaganda, afortunadamente, sin ninguna posibilidad de éxito.
Era imposible que, en esta circunstancia, no surgiera una firme respuesta de una personalidad tan particular como la de Donald Trump. Su sorprendente y peligrosa declaración, indicando que entre las posibles opciones para superar el problema que representa la dictadura venezolana, para sus nacionales y para la región, se encuentra la militar, el periplo del vicepresidente Mike Pence a Colombia, Argentina y Chile y las declaraciones del director de la CIA, Mike Pompeo, señalando que “la presencia de cubanos, rusos, iraníes y el Hezbolah es un gran riesgo para los Estados Unidos”… deberían hacer reflexionar al Alto Mando Militar. Imaginarse que la respuesta a esa amenaza son unos ejercicios “militares” de fin de semana es un absurdo. La primera jugada de la panoplia de opciones de los Estados Unidos ha sido las sanciones económicas. En conclusión, las posibilidades de obtener recursos financieros suficientes para poder enfrentar el hambre, la creciente escasez de medicinas y de productos de primera necesidad empeorará la crisis humanitaria que vive nuestro pueblo. Esta es la realidad que enfrenta Venezuela. Su gravedad está a la vista. No valorarla sería una irresponsabilidad criminal que debería tener consecuencias penales, tanto nacionales como internacionales, para los responsables. Sin embargo, la mentira ha hecho acto de presencia una vez más. La dictadura ha pretendido, sin éxito, convencer a los ciudadanos de que las causas de sus penurias son estas muy recientes medidas. Además, creer que se puede aplicar un “Período Especial” de limitaciones económicas a los venezolanos, en estos tiempos, como ocurrió en las Revoluciones rusa, china y cubana, es desconocer las grandes transformaciones históricas ocurridas a finales del siglo XX.
Soy de los que creen que todavía existe espacio político para buscar una solución de consenso entre todos los factores nacionales que le evite a Venezuela tener que enfrentar una inmanejable tragedia nacional. No hay duda que la iniciativa le corresponde a Nicolás Maduro y a su gobierno. No es posible continuar con las acciones represivas de la espuria Asamblea Nacional Constituyente, que por lo que veo, está siendo controlada por el sector más radical del chavismo. De no rectificarse a tiempo, el campo de maniobra continuará reduciéndose hasta conducirnos a un desbordamiento de la insatisfacción social de consecuencias impredecibles. Una extraordinaria oportunidad para superar el inmanejable “choque de trenes” que se otea en nuestro porvenir como sociedad podrían ser las elecciones para gobernadores. Si el Consejo Nacional Electoral se comprometiera a garantizar un proceso electoral absolutamente imparcial con el respaldo del Ejecutivo Nacional, podría abrirse una nueva posibilidad para reiniciar un verdadero diálogo entre el oficialismo y la Mesa de la Unidad con alguna perspectiva de solución para la crisis nacional. De no aprovecharse esta posibilidad de diálogo, es difícil prever el desarrollo de los acontecimientos futuros, pero se perdería una gran oportunidad para reorientar a Venezuela por un camino de paz y de progreso. La mentira como política de Estado no resuelve los grandes problemas nacionales. Al contrario, los incrementa.