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La máquina que teje la imaginación

Mircea Cartarescu ha recibido el premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y me ha tocado hablar de su obra en la ceremonia: 

En el torrente impetuoso de esa prosa minuciosa un sueño repone a otro y el mundo real va a dar a través de un atajo imprevisto a otro irreal y los dos no son entonces sino imágenes paralelas que se abren en correspondencia infinitas, porque un universo contiene al anterior y contendrá al siguiente, y la dimensión de la página no es sino el reflejo de otra que se escapa por los márgenes.

Un solo libro que se escribe de manera incesante, compuesto por distintas novelas, porque se trata de un mismo cosmos que tras la explosión original siempre estará expandiéndose de manera infinita sin encontrar nunca sus límites, la obra alucinada y alucinante de un escritor que es a la vez escrito por otro, y que contempla el mundo inscrito sobre el cráneo rapado de una mujer, y entonces sabe que, “desde una altura que no se puede calcular ni en millas, ni en pársecs, alguien, inclinado sobre el gigantesco cráneo de otra mujer, lo contemplaba también a él, incrustado en su pequeño mundo, y así hasta el infinito, hacia arriba y hacia abajo, en una escala de una aterradora magnitud”.

Un sueño que, como en los laberintos de Borges, contiene otro sueño, que a la vez se encuentra en otro sueño, donde, también, un hombre tiene el proyecto de soñar a otro hombre, y acaba descubriendo que, también él mismo es la imagen de otro sueño.

En las visiones de Mircea el macrocosmos contiene y replica al microcosmos como en los cuadros de El Bosco, donde lo alucinante se vuelve ordinario, o en los de Remedios Varo, un bosque de columnas en una ciudad deshabitada cubierta por una cúpula dura y transparente, ciudades en cuyas plazas y calles desembocamos bajo una luz de azufre y fosfato, opresivas en su misterio y melancolía como las de Chirico, estatuas solitarias y arcadas que se pierden en la distancia, o, como las de los grabados de Escher, escaleras obsesivas que ascienden hacia ninguna parte.

La puerta en el muro de H.G. Wells, que se abre para el niño “conduce a realidades inmortales”, un espléndido jardín donde dos panteras, enormes y aterciopeladas, juegan con una pelota. Pero a través de esa puerta el niño de Mircea entra a un mundo distinto, donde descubre pasadizos subterráneos, cámaras secretas. Lo fantástico pesando sobre la membrana de la realidad hasta volverla deforme.

Y en el sótano lo que se halla son las máquinas que tejen la realidad: “cuando una hoja caía de un árbol, aquellas maquinarias negras y grasientas, con un montón de lenguas dentadas, piñones, palancas, cruces de Malta y cremalleras, con lentes abombadas y pistones delgados como un dedo, la rehacían de inmediato”.

Y, como en Borges, siempre somos el otro, queremos ser el otro, entrar en su propio misterio: “Al contemplar a algún transeúnte por la calle, un organismo biológico envuelto en tela”, dice el narrador, “he querido muchas veces desnudar, en una violación desesperada, su verdadero rostro, despojarlo de las aglomeraciones celulares: la piel de la cara, los ojos, el cráneo y los maxilares, abrir con brutalidad los hemisferios cerebrales para encontrar ahí… el recuerdo de su primer día de escuela”.

En esa urdimbre verbal compuesta de hilos de biología, microbiología, genética, fisiología, anatomía, cosmografía, física cuántica, siempre estaremos descendiendo hacia el infierno, y cuando tocamos la realidad nos encontramos en un museo de microbios magnificados donde contemplamos dentro de una urna a la pareja de Nicolás Ceaucescu y Elena Petrescu, cómicos y siniestros. 

Y los esperpentos, marido y mujer, al tocar la realidad la vuelven de piedra, la cubren de sangre. “Cuarenta mil muertos en Timisoara. Vagones cargados de muertos, desnudos y atados con alambre de espino, con marcas de torturas salvajes, que llegaban a Bucarest para ser incinerados. Y la gente corriente, como las hormigas de los troncos de los árboles, ciegas a todo lo que estaba a más de dos centímetros de sus cuerpos negros y duros”.  El tren amarillo que lleva a botar a los obreros asesinados en la huelga bananera en Cien años de soledad.

 “El nuevo faraón”, que “dominaba el tiempo, los eclipses y la alineación de los planetas, enviaba las lluvias en su momento y aumentaba exponencialmente la fertilidad del país por el que fluían, en la tele, la leche y la miel…”

Y la sátrapa merece mientras tanto retratos de “doncella renacentista, correteando feliz por un campo esmaltado de violetas, de la mano de un joven atlético, con un jersey de cuello vuelto, ni más ni menos que el Camarada Secretario General del Partido, Comandante supremo del ejército, cabeza de la Iglesia Ortodoxa Rumana, Rabino jefe de la comunidad judía, Arquitecto general de la Capital, Maestro Supremo de la Logia Masónica, el primer minero, agricultor, ingeniero, poeta, metalúrgico, merceólogo, meteorólogo, y urólogo del país.”.

Aparece entonces por las calles la revolución rumana, y es “una joven de diez metros de altura, con los pechos desnudos visibles a través de la blusa de algodón sobre la que colgaba un collar de ducados austriacos y con las caderas envueltas en una saya de seda cruda…”.

Llamar fantástica a esta literatura, o llamarla ciencia ficción sería demasiado banal.  Lo que se respira en ella es “el áspero perfume de la ficción”.

Un ovillo de universos encajados en sus bielas, que nunca cesan de girar.

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