La maestra de Guillermo Morón
…y es en la pensión Bolívar donde vive la maestra más bella del mundo, la maestra de pelo largo, no se lo puedo contar a mi mamá, porque es en la Pensión Bolívar donde vive y espera a Francisco, todos los días, la maestra Teresa Molero. (A Don Guillermo Morón en sus 88 años, en recuerdo de nuestra conversación de hoy sobre Doña Chayo)
Entre maestras y profesores discurrió, desde su propio nacimiento, la existencia del escritor Guillermo Morón, hasta llegar él mismo a convertirse en un maestro, en el sentido más estricto del vocablo, reconocido por la calidad y pertinencia de los múltiples y variados productos de su conocimiento e imaginación, como bien lo define el DRAE: “Dícese de la obra de relevante mérito entre las de su clase”. Su mismísima madre, Doña Rosario, acunó, desde muy joven la vocación espiritual por el magisterio que luego, producto de las circunstancias de la muerte de la abuela de Guillermo Francisco, tuvo que ejercer anticipadamente y sin aviso previo.
Imagina el narrador una supuesta pero muy posible conversación de sus abuelos acerca del eventual destino de la hija, su madre: “La maestra de escuela no era todavía la maestra de escuela. En aquel tiempo era solamente la hija. No ve usted, doña Rosarito, que la hija no pasa sino en eso de leer todo el tiempo. Ya se leyó los libros que hay en la alacena y también los que están en la repisa (…) que te digo yo que esa niña va a ser maestra de escuela, mira tú que ya escribe versos y todo”.
Esa pasión temprana por el saber, ese deseo irrefrenable de conocer, de adentrarse en la pulpa de las ideas, llevo a Doña Rosario, la madre de Francisco, a ser en el Colegio La Esperanza de Carora: “la única estudiante del sexo femenino, delante de todos los demás que eran varones, dos varas delante de la primera fila, con su camisón largo, de medio luto, con la cabeza cubierta con su media mantilla recogida en nudo al cuello como corresponde a una señorita decente, que usa botines y medias para ocultar, en lo posible todo el cuerpo y dejar descubierto solamente el rostro, reflejo de las virtudes de nuestra sociedad, católica, apostólica, romana, republicana y federal.” Esa joven y talentosa estudiante era llamada por don Ramón Pompilio, el sempiterno maestro, “al frente, para que dé la lección rosa, rosae, rosarum.”
Pero la fatalidad arriba, súbita, despeñada, el día menos pensado, y cambia el curso de ríos, rutas y vidas: “ya llega Zapata por el camino de Carache para dar el aviso, no necesita Zapata dar ningún aviso, trae la mala noticia escrita en su cara, el caballo trotón de Zapata (…) el caballo de Zapata trae pintada la mala nueva en la frente y en los ojos, y usted señorita, ha quedado marcada por la prematura muerte de su mamá”.
Rosario la joven, la maestra anticipada, la madre después, doña Chayo para la familia. tuvo entonces que hacer pronta y efectiva la temprana y manifiesta vocación por el saber para convertirla abruptamente en docente oficio, todavía recuerda el escritor lo que le dijo sin reservas el boticario en Carora, no el de Cuicas: “usted lo conoce mamá, porque él me lo dijo el otro día, mírame a ese muchacho tan inteligente y tan estudioso, me dijo, también felicito a tu mamá que tenía su escuelita para niñas, allí mismito, cerca de mi casa en el Calvario, esa casita azul en la esquina de la calle Contreras.”
Y casa tuvo también la madre maestra, la maestra madre, en Cuicas, sita en la misma orilla del empedrado de la calle se alzaba la casona siempre presta a recibir a las niñas del caserío para enseñarles el noble arte de leer la palabra, escribir el verbo y multiplicar el número a las hijas de Cuicas, a sus propios hijos y a las hijas de Don Armando, hermanas de Francisco: “ porque papá era como era, doña Chayo, aquí le traigo esta muchachita de diez años para que usted me la críe y me la enseñe a leer y a escribir y también a rezar, esta muchachita la tuve yo antes de casarme con usted allá en Carora y como su mamá se murió en el filo de Curuviche, ella no puede vivir sola y así usted tendrá que criarla junto con los muchachos que todavía no tienen hermana ni creo que la van a tener, porque siempre es así, luz de la calle y oscuridad en la casa, se llama Teresa Villegas porque así es el apellido de su mamá y no tenemos para qué cambiárselo, cuando el hombre tiene hijos varones en el matrimonio, las otras mujeres le paren hembras, fíjese cómo en Carmen que también es hija mía allá en Carora cuando yo vivía solo, un día mi papá se alzó con una goda de El Tocuyo que le gustaba mucho, entonces la maestra de escuela no dijo nada y parió al quinto y último de los hijos cuando ya no se pare en ninguna parte, a los cuarenta y dos años, un muchacho para Don Morón cada dos años en la casa legítima.”
Rememora Morón la casa – escuela de su madre en Cuicas, donde fue hijo y alumno a la vez: “No, no era una casa cualquiera. Tenía aquella inmensa sala como de cien metros, donde ella daba la escuela ¿Le recito yo primero la lección, doña Rosario? Está bien, Imelda, comienza tú, pero no por el cinco que ya te lo sabes muy bien, sino por el nueve, y entonces me atraganté toda con el condenado nueve que es tan difícil, nueve por nueve ochenta y uno. La sala tiene cuatro puertas, una para la calle, una para el patio del portón, una para las habitaciones donde duermen todos, una para el aguamanil. En el aguamanil hay una ventana para el patio de atrás, donde está la pluma de agua, que es el baño y el lavadero; y una puerta para el otro patio donde esta el anón. Desde el aguamanil se abre una trampa con escalera directa al comedor y a la cocina. Nadie tiene una casa como ésta, con un comedor que está debajo del aguamanil y que tiene otro patio con una tamaña piedra desde donde se ve toda la casa de las Ramos y todo el pueblo abajo (…) Fíjate bien porque no es una casa cualquiera.”