La inteligencia política del pueblo colombiano
La experiencia dice que cuando los extremos se tocan hay peligros para la vida democrática de un país. Así parecía que iba que iba a suceder en Colombia. Mientras para la ultraderecha el candidato triunfante Juan Manuel Santos era un traidor que había entregado la soberanía a las guerrillas y a La Habana, para la extrema izquierda era un simple peón del imperio, un neoliberal al servicio de los consorcios internacionales. De acuerdo a esa creencia la izquierda más extrema llamó a la abstención favoreciendo así las pretensiones de Óscar Iván Zuluaga.
No obstante, el pueblo colombiano supo entender la lógica de la disyuntiva. De acuerdo a esa lógica, la diferencia entre uribismo y santismo no reside en dos modos optativos para enfrentar al enemigo (con predominio de la política en el caso de Santos, con predominio de la guerra en el caso de Uribe) sino de una que se da entre dos periodos históricos.
El periodo de Uribe fue el de la “guerra a muerte” y en ella el ministro de defensa Santos representó la política más dura frente a las FARC. El primer periodo de Santos, en cambio, fue el de la “guerra condicionada”, entendiendo por ello una guerra sujeta a armisticios, diálogos y debates entre enemigos. En gran medida la política de Santos frente a las FARC fue la consumación de la llevada a cabo por el ministro Santos durante el gobierno de Uribe. De lo que se trataba, después de la derrota militar de las FARC, era buscar su rendición del modo menos cruento. Y así lo entendió la mayoría de los colombianos.
Con Santos o sin Santos, la política frente a las FARC en la fase del declive militar de la guerrilla, debería ser la misma. Eso lo entendió hasta Zuluaga cuyo discurso de campaña en la segunda vuelta fue más santista que uribista. No fue tarea difícil. Santos nunca ha dejado de ser uribista. Pero mientras el de Uribe era un uribismo en tiempos de guerra, el de Santos, aunque no fue el de un uribismo en tiempos de paz, fue uno de «menos guerra”. La esperanza que ahora asoma en Colombia es que el segundo periodo de Santos sea al fin el de la paz. El pueblo colombiano votó por la paz.
Desde un punto de vista económico y social, Santos es y fue uribista. Su gobierno en esas materias guardó continuidad con el del periodo precedente; quizás con uno u otro leve tono social; pero no demasiado. Ni siquiera con respecto a su incómodo vecino chavista las diferencias han sido ostentosas como quiere hacer creer la ultraderecha venezolana: ese delgado segmento histerizado por el chavismo, enemigo a muerte de la MUD y de Capriles y más uribista que Uribe. Cierto es que Santos declaró que Chávez era “su mejor nuevo amigo”. Pero las estadísticas indican que al mandatario que más abrazó Uribe durante su mandato, fue Chávez. La guerra de Mambrú fue solo una anécdota jocosa. Además, Santos fue el único presidente latinoamericano que recibió a Capriles después de la dudosa victoria electoral de Maduro.
Naturalmente, bajo «ultraderecha» no debe entenderse a todos quienes son contrarios a la política de Capriles y la MUD. Pero sí a un grupo minoritario pero hiperactivo de columnistas que lo único que hacen es insultar a Capriles (lo menos que le dicen es traidor) y a la MUD. Hay algunos que incluso han elogiado a la dictadura de Pinochet.
Se quiera o no, el uribismo no solo está asociado a una guerra victoriosa. Su periodo también estuvo marcado por el más siniestro para-militarismo. No únicamente guerrilleros eran diezmados; también campesinos y pacíficos habitantes de aldeas fueron víctimas del para-militarismo uribista. Fue además, el de Uribe, periodo de auge de grandes narcotraficantes con ramificaciones estatales dentro de las cuales Pablo Escobar, hoy convertido en trofeo, era solo uno más. Para nadie era un misterio que detrás de la mal llamada guerrilla y de los para-militares se movían los intereses de los consorcios de la droga. Eso también era y es uribismo.
Seguramente Santos sabe que mantendrá su poder no porque él sea un ídolo de masas, sino porque entre dos males apareció como el menos peor. En ese sentido el pueblo colombiano ha mostrado madurez. Quizás pronto los ciudadanos de otros países seguirán el ejemplo. Atrás quedarán alguna vez los días en los cuales las multitudes votaban por redentores mesiánicos capaces de llevarlas al orgasmo colectivo, pero también de destruir económica y moralmente a sus naciones.
El mejor candidato, consideradas las enormes limitaciones de la condición humana, debería ser en política siempre “el menos malo”. Quizás esa, y no otra, sea la gran virtud de Juan Manuel Santos.