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¿La hora de la verdad?

En conexión con la inquietud de Leo Strauss (la tensa relación entre el conocimiento que desentraña la filosofía y su impacto en el orden establecido) Hanna Arendt admitía en 1967 que la verdad y la política »nunca se llevaron demasiado bien». Tras la publicación de su libro “Eichmann en Jerusalén” -donde expone su teoría sobre la “banalidad del mal”- y siendo blanco de ataques por las denuncias de complicidad que allí ventila en relación a la actitud de algunos líderes judíos durante el Holocausto, la alemana desarrolla en su trabajo “Verdad y política” las señas de una descarnada premisa: en la medida en que compromete los arreglos de la polis, decir la verdad puede resultar incómodo y hasta riesgoso. Un problema de naturalezas encontradas: no deja de observar Arendt que la veracidad nunca se contó entre “las virtudes propias de la política”. Quizás por estar el espacio de lo público íntimamente emparentado con el de la acción, al ser esta libre, espontánea y contingente se opondría a los rasgos de objetividad, firmeza y necesidad implícitos en la noción de verdad.

Pero, “¿está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz?”, se pregunta entonces; “¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad?”. Con esa “determinación absoluta a ser ella misma” que le atribuyó su amigo Hans Jonas, Arendt zanja la brecha entre verdad y política mediante la distinción entre una verdad de razón (la de la argumentación, la verdad en perspectiva, propia del debate plural y distinta a la opinión) y la verdad de hecho, la tozuda y verificable evidencia del factum, que no admite porfía. Y aunque entre ambas la amenaza de la colisión persista, encuentra en la verdad factual una significación política: al ser apreciable objetivamente por todos, brinda asiento para la argumentación rigurosa, para el “uso público de la razón”.

En Venezuela, el tratamiento político de la abrumadora verdad factual resulta desconcertante. Datos duros como los de las cifras de inflación, escasez, inseguridad, deterioro del aparato productivo o de la calidad del intercambio en el espacio público dan cuenta de una crisis irrefutable. Sin embargo, también está »a la vista de todos» la batalla de interpretaciones de esa verdad que se libra desde el poder; la omisión-destrucción sistematizada de datos, la supresión de la memoria histórica a partir de la tergiversación, o la invocación de nociones de tipo emotivas –el mito fundacional, el héroe, el traidor, la revelación- que se escapan a la verificación y eluden la arena argumentativa. Eso que la misma Arendt llama “mentira organizada”.

Desmontar la mentira, luchar contra el poderoso aparato comunicacional del Estado es ciertamente una tarea titánica, aún cuando la verdad factual sea tan palmaria o el apoyo de las mayorías no sea ya ventaja que asegure la aceptación ciega de la doxa oficial. El riesgo es que la convivencia con estos perversos modos –la fusión entre hecho y opinión- acabe intoxicando, quiérase a no, al resto de la sociedad. La dilatada falta de contraste podría sembrar la falsa idea, por ejemplo, de que se puede prescindir de la “verdad de hecho” para hacer política, de que la construcción de esperanza por parte de la dirigencia dependería de torear la existencia de las variables inflexibles, aquello que difícilmente puede ser cambiado; al menos, no en lo inmediato.

Sí: es posible que ante la recurrente limitación impuesta por la realidad “monda y lironda”, la palabra vaciada de valor del chavismo, el uso de la épica utilitaria y ampulosa pero incapaz de saltar al terreno de lo práctico, su demogagia, impregne también el decir y hacer del adversario. No pocas veces asalta la sensación de que algún liderazgo de oposición ha evadido la imperativa actualización de su comunicación, y que asido a la memoria de mejores tiempos recurre a la repetición de claves en un discurso que no necesariamente contempla su concreción. Una mirada crítica hacia lo interno de la Unidad quizás incluye atender eso que el ciudadano podría estar juzgando como estancamiento, o peor aún, como artificio o subestimación. Entonces, el divorcio entre verdad y política nunca habrá sido tan ponzoñoso.

Reducir tal debilidad en contexto tan complejo nos lleva de nuevo a Arendt: configurar el pensamiento político a partir de la verdad factual. Esto es, reconocer los límites que la realidad dibuja, sin subterfugios, y trazar luego una estrategia común, sensata, eficaz. Los tiempos laxos en los que la verdad carecía de sex-appeal para el político, no son ya los de una ciudadanía hambrienta de optimismo con-pies-en-tierra. Purgar errores, encarar los visibles muros con imaginación para “dar nacimiento a algo totalmente nuevo”; abrazar metas concretas (como la fijación del cronograma electoral para las regionales) y promover, antes que afuera, la deliberación aguas adentro, contribuirá seguramente a recuperar la confianza: avío crítico para los procelosos días que transcurren, los días que vendrán.

@Mibelis

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